Agosto, 2013
INTRODUCCIÓN
Desde la perspectiva de las teorías sobre lo urbano y la ciudad, es posible comprender la evolución de un área metropolitana como Caracas en su evolución desde una pequeña villa detenida en el tiempo por varios siglos, hasta el salto urbano de los cuarenta y que, a través de un proceso de continuo crecimiento, la ha convertido en la metrópoli de hoy. En la evolución de los últimos 75 años, es posible detectar tres advertencias de crisis- la urbana, la institucional y la de gobernabilidad, que han generado diagnósticos y propuestas para superarlas. Como también se señaló, la primera de ellas se convirtió en un salto hacia adelante a través de la planeación urbana. Sin embargo, en los otros casos, hemos asistido no sólo al estancamiento de las soluciones sino, que es peor, al deterioro de las condiciones generales de la metrópoli, en sus dimensiones físicas, económicas, sociales, institucionales y culturales. Surgen muchos porqués y abundantes llamados a seguir adelante para rescatar la Capital. Por supuesto, el quehacer sobre la metrópoli no se detiene, sobre todo de parte de la institución que fue creada para regir sus destinos como es la Alcaldía Metropolitana. Ello no sólo es comprensible sino, sobre todo, justificable. La acción institucional y política no puede detenerse. Se ve claramente reflejado en el Plan Estratégico 2020 y su permanente gestión y ejecución.
Sin embargo, los porqués continúan sin respuestas satisfactorias. Recientemente, el investigador y conocedor de la dinámica de Caracas y de varias metrópolis del mundo, profesor David Myers, sentenció que “El país retrocede en materia de gobierno metropolitano”, para rematar diciendo que “Caracas debe dar un vuelco total en este sentido o va rumbo al colapso” (El Universal, 23 de junio 2013, P.4-2). Estas afirmaciones las expuso el profesor Myers para explicar que, a pesar de haberse tomado decisiones en materia de gobierno metropolitano para Caracas, el problema no está en la Ley sino en la instrumentación de los poderes de la Alcaldía Metropolitana. Esos poderes están mermados y limitados por el poder central, con lo cual “el resultado es una gestión incoherente, incapaz de coordinar políticas con todos los gobiernos locales”. “En vez de hacer esto (la coordinación local), por razones políticas, se está imponiendo el concepto de estado comunal. Así no es posible coordinar políticas para una gran área metropolitana. Si tienes un consejo comunal en la Vega, Petare y otro en Chuao y en Baruta, se multiplica la incoherencia”. “Vamos a contracorriente con América latina”, advierte finalmente Myers.
Si es cierto lo que expuso el investigador, entonces las preguntas claves deberían ser a) ¿Por qué sucede lo que sucede? Y b) ¿Por qué no se alteran las condiciones para que cambie el estado de cosas y se pueda gobernar Caracas en relativa paz?
Una respuesta rápida, que siempre está a la mano, es que las razones políticas conspiran contra un cambio. Entonces surge la otra sentencia: hay que cambiar las condiciones políticas para avanzar. Ello también es cierto, pero ¿cómo se cambian las condiciones políticas? Terminamos saliendo, en consecuencia, del terreno de lo urbano, de la ciudad, de las explicaciones técnicas y entramos en el fangoso espacio del poder. Las metrópolis, para su mejor funcionamiento, dependen de determinadas relaciones de poder que lo faciliten. Esta última conclusión, importante, también es cierta, porque la gobernabilidad es una “sustancia” inasible que se perfila al calor de las relaciones de poder de una sociedad y un país.
Hasta aquí, tenemos algunas respuestas a los porqués, pero pareciera que hacen falta algunos condicionantes que expliquen mejor el asunto. Porque el poder a partir del cual se toman (o no se toman) las decisiones, tiene que ver con las crisis y la historia de las sociedades. Y allí es posible obtener no sólo nuevas fuentes explicativas a los porqués sino, sobre todo, formulaciones contundentes para la acción política que contribuya a cambiar aquello que impide avanzar.
Todo este rodeo ha sido para justificar el desarrollo de la discusión sobre la hipótesis que de este documento:
“La gobernabilidad del Área Metropolitana de Caracas se encuentra atascada en medio de una prolongada crisis histórica del proyecto de país, traducido en la ausencia de Pactos sociopolíticos que soporten la instauración de un nuevo proyecto modernizador en Venezuela, como el que soportó el salto en materia de desarrollo urbano de Caracas a partir de los cuarenta y hasta finales de los setenta. Esta crisis ha existido a contracorriente de la tercera ola de las democracias en el mundo y, en particular, de la redemocratización de Latinoamérica desde principios de los ochenta”.
Entonces, este estudio se centrará en la crisis del proyecto Modernizador de Venezuela como una contribución para tratar de entender la prolongada crisis de Gobernabilidad de Caracas.
- Explicaciones de las crisis históricas venezolanas
La discusión que se introduce en este espacio está basada en los análisis de cinco investigadores venezolanos: Luis Salamanca, Andrés Stambouli, Germán Carrera Damas, Manuel Caballero y Juan Carlos Rey. Existen otros importantes analistas del tema, pero, por razones de tiempo y espacio, hemos seleccionado textos[1] de los señalados en dónde se encuentran suficientes explicaciones para comprender el atascamiento del proyecto moderno llamado “Venezuela”. Por supuesto, la selección puede tener deficiencias. Sin embargo, estamos seguros, arroja suficientes elementos para la comprensión de lo que representa el objetivo de nuestro análisis: porqué es casi imposible gobernar Caracas en las actuales circunstancias.
Salamanca sostiene en su trabajo que la situación venezolana (de los 90), no es una crisis cualquiera. Configura una crisis de proporciones históricas. Ella es histórica cuando pierde sentido y se pone en tela de juicio (buscándose su superación), el paradigma que ha presidido la acción colectiva nacional. Esa crisis de paradigma deteriora el modo de organizarse, las formas de proceder, los objetivos y las reglas que guían el comportamiento de los actores nacionales. Por lo tanto, ese impacto que disuelve la estructura del modo de vida afecta profundamente a los sujetos sociales y políticos que encarnan al paradigma.
La principal manifestación de esa ruptura es la crisis de los partidos políticos venezolanos, los cuales perdieron su capacidad de convocatoria y ganaron el rechazo de la opinión pública. Por ello, el sistema político perdió direccionalidad y la ideología de progreso que le orientaba ya no tuvo más capacidad de aglutinar tras de sí a los diferentes grupos sociales. Las convicciones previas perdieron su fuerza de aglutinamiento y conducción, cayendo en desuso o en el descrédito la “filosofía de la historia y de la política” con la cual se manejaron anteriores generaciones.
Una consecuencia fundamental para nuestros intereses a raíz de la instauración de una crisis histórica como la antes formulada: Los gobiernos pierden la brújula y los ciudadanos no saben a qué atenerse, porque el modo de vida se disuelve ante sus ojos, sin que otro lo reemplace.
Una situación de las proporciones señaladas nos coloca en la necesidad de calificar la actualidad como un fin de época cuyo móvil es la quiebra de un modelo de Estado y sociedad, que se expresa en un debate entre “estatistas” y neoliberales”. Pero esa explicación no se puede reducir así. Como se verá, va mucho más allá.
A lo largo del SXX, Venezuela fue aproximándose a un formato apropiado para el ejercicio democrático. El proceso de transformación del medio físico y del hombre venezolano gracias a la modificación de la matriz rural heredada del SXIX (y trastocada a partir de 1936), puso a un país atrasado en lo social, inestable en lo político y estancado en lo económico, a las puertas de un enrumbamiento definitivo hacia el logro y consolidación de la democracia, ampliando su base de sustentación.
La hipótesis central de Salamanca es, entonces, que ese proceso continuo de modernización entró en crisis, poniendo en peligro la continuidad de la democracia, crisis derivada del estancamiento del dinamismo social hasta comienzos de los ochenta y al fracaso institucional en la respuesta a la crisis en los años subsiguientes.
La profunda crisis política que se hizo visible y palpable en la primera mitad de los años noventa-pero que se anclaba en realidades palpables desde principios de los ochenta- fue producto del estancamiento del proceso de modernización social que Venezuela había venido viviendo desde la aparición del petróleo. Esta crisis tiene dos sentidos: Una, el sistema político se ve afectado por el estancamiento social y es sometido a críticas. El otro, el sistema político pierde capacidad para darle direccionalidad al país hacia nuevos esquemas de funcionamiento y crear un nuevo sistema institucional racional. Ambas direcciones alimentaron el estancamiento de la modernización social que en las décadas anteriores había colocado a Venezuela en una buena posición en el ranking social internacional. Así, la crisis de modernización es causa y consecuencia de la crisis de dirección política.
Hablamos pues, dice Salamanca, de la frustración institucional de nuestra modernización. Y ello apunta a la responsabilidad del sector político. La modernización se ve condicionada por la actuación de sistema político y a su vez éste se ve condicionado por lo que ocurra en aquella. Por ello, la crisis de legitimidad que se vivió de manera palpable en Venezuela a partir de los noventa es dilemática. La población rechazó a sus instituciones concretas y sus líderes. Pero, por otro lado, registraba altos niveles de apoyo al ideal democrático.
Para el autor, 1989 es una fecha arbitraria para decir que allí comenzaron a operar nuevos procesos. El Gran Viraje y la descentralización fueron propuestas que funcionaron como paliativos. Pero, cuándo comenzó la crisis con exactitud, es difícil decirlo. Por ello, Salamanca toma 1983 como referencia histórica. Luego, señala que 1993 es el momento histórico del descalabro del bipartidismo. Pero todas las secuencias y antecedentes concurrieron en 1989, cuando se rompe el consenso con la explosión del 27F.
A partir de allí, fue posible visualizar un escenario de estancamiento o de “empantanamiento” de la situación. Fue cuando las fuerzas del deterioro del sistema político y del consenso social se convirtieron en mayores que las fuerzas del desarrollo político-institucional.
Venezuela había llegado, inexorablemente, al agotamiento de proyecto modernizador iniciado en los treinta. Todas las situaciones que se sucedieron en el escenario estaban “montadas” sobre la crisis y fin de la modernización o movilización social inducida por la economía petrolera.
Andrés Stambouli nos habla de la crisis del sistema político en los términos de la pérdida de las posibilidades para manejar, dentro de cánones racionales, las divergencias y los conflictos en la sociedad. Para él, desde 1988 comenzó a desestabilizarse el Pacto de Punto Fijo cuando se hizo evidente la crisis de la ilusoria sociedad de la abundancia. Desde entonces, Venezuela ha estado en la búsqueda de un modelo de relaciones políticas que sustituya a aquel modelo que le permitió vivir durante 40 años como sociedad relativamente estable y pacífica.
Para Stambouli, la política se comienza a ejercer como práctica de gobierno a partir de Medina. Esta sentencia obliga a precisar que, entonces, ¿entendemos por política?
Entenderemos la política como la práctica de interacción en la que los ciudadanos organizados coordinan sus asuntos comunes y actúan en conjunto a pesar de sus divergencias y conflictos, sin la imposición de la voluntad de una persona o facción sobre las otras. Citando a Hungtington, Stambouli agrega que “Dos grupos que se consideren irreconciliables, no pueden constituir la base de una comunidad”.
En esa perspectiva, advierte que el orden político no es cualquier tipo de orden. Su implantación señala el reconocimiento de la libertad, puesto que la política entraña cierta tolerancia de verdades divergentes y el reconocimiento de que la gobernación[2] no sólo es posible, sino que se ejerce, como cuando los intereses rivales se disputan en un foro abierto (Crick citado por Stambouli.). Por tan vitales razones, la política es un bien práctico a ser valorado, por ser la manera de gobernar comunidades plurales que reduce significativamente el uso de la violencia. Por ello, pretender mantenerse en el poder solo con eficacia, es más difícil cuando no tienes legitimidad. Sería depender de la capacidad para formular y ejecutar políticas, que es un proceso técnico que decae en cualquier momento.
En definitiva, la sostenibilidad de los proyectos políticos en el largo plazo, para Stambouli, supone una base de acuerdos normativos que impidan que la política transcurra por los caminos de la violencia o la coerción.
Este soporte conceptual le permite al autor concluir que Venezuela ha atravesado por varias etapas del quehacer de la política (y que permite visualizar sus crisis). Entre 1936 y 1948, el país asistió a la modernización del estado, la apertura política y el primer intento democrático. Fue un período de cambio profundo en la política, que se diferenció del ancestral sistema caudillesco y unipersonal predominante hasta la muerte de Gómez. Surgieron los partidos políticos, principal señal de un proyecto modernizador, y se quedaron para siempre. Este impulso se vio interrumpido por el desarrollismo militar de la década 1948-1958. Sin embargo, la fuerza del proyecto moderno se encauzó a través de lo que Stambouli denomina la “democracia de consensos”, vigente a lo largo de la etapa 1958-1983.
La política, iniciada su uso instrumental durante el gobierno de Medina y consagrada a partir de 1958, según el autor comienza a dar sus primeros anuncios de cansancio en 1984. O, para ser más exactos, aparecen las primeras respuestas a una crisis del sistema político que se asomaba desde finales de los setenta. Entramos en la etapa de la reforma del estado, 1984-1993.
La reforma no pudo contener la crisis. Apenas logró algunos rodeos. El extravío continuó en los noventa hasta desembocar en la revolución bolivariana a partir de 1998 y sus consecuencias anti-políticas o contra la política como práctica para la solución de divergencias y conflictos en sistemas sociales complejos, es decir, en sociedades modernas.
Salamanca y Stambouli, cada cual, con su enfoque, coinciden en tres cuestiones fundamentales para nuestro estudio: uno, que, efectivamente, Venezuela asiste a un cambio radical en el paradigma social y de ejercicio del poder a partir de los años treinta, luego de la desaparición física (y cultural, como veremos) del personalismo absolutista. Ese cambio representa un proyecto modernizador en todos los órdenes. Segundo, que este proyecto tuvo un soporte definitivo en la instauración de las ideas de democracia desde los años 40 y que se materializa, como pacto político, a partir de 1958. Y, tercero, que dicho pacto y soporte, comienza a fracturarse a partir de comienzos de los ochenta hasta entrar en un terreno de no retorno hacia los paradigmas que le habían sostenido.
Carrera Damas, en su permanente intento de comprender la construcción de una Nación llamada Venezuela, adopta una periodización historiográfica que, respecto a lo que nos atañe, asoma la idea de que hubo un primer Proyecto Modernizador fallido durante el Guzmanato (1870-1900) a los efectos de articular al país con la dinámica del sistema capitalista mundial. Y no es sino hasta 1936-1937, muerto Gómez, que la sociedad reacciona contra aquel Proyecto y comienzan a aparecer esbozos de un Proyecto modernizador a través de hechos relevantes e inéditos. El primero, es el Programa de febrero de Eleazar López Contreras, dónde se asume la defensa de los derechos de los venezolanos consagrados en la Constitución. Le acompañaron, posteriormente, proclamas de los partidos que se iban creando o legalizando: el Partido Democrático nacional, PDN, el Partido Demócrata venezolano, PDV y luego la de Acción Democrática, AD, en 1941.
Pero la verdadera matriz de la Venezuela contemporánea, para Carrera D., surge durante el período 1940-1958. Esta realidad se constata a través de tres rasgos especiales: la implantación definitiva de la sociedad venezolana, reactivada por el desarrollo que imprimía la actividad petrolera; la articulación plena al capitalismo mundial y, finalmente, el primer intento de reformulación de Proyecto Nacional para adaptarlo a los cambios socioeconómicos que habían ocurrido desde 1864. Uno de los elementos que suponen la reformulación es la Constitución de 1947, en la cual se consagra la elección universal, directa y secreta por vez primera en la República. Y la implantación social se caracterizaría por la franca ocupación del territorio, los cambios demográficos (revolución) y el crecimiento y diversificación de la economía. La construcción de ese Proyecto Nacional, para Carrera, se produce en el período 1958-1974 en el cual se genera la tardía institucionalización del Estado liberal democrático. Allí, culmina la persecución del espejismo liberal, al ampliarse el orden político y se consolida la estructura constitucional, independientemente de los rodeos y vacíos que todavía pudieran existir. Así, para 1974, año en el cual se dictaron las conferencias que integran el texto citado, el autor veía que Venezuela estaba por una parte, en el umbral de una transformación fundamental de Venezuela, sobre todo en cuánto a su estructura política, y por la otra, la sociedad estaba las puertas de un cambio de actitud hacia la toma de conciencia respecto a la administración de los recursos escasos y no renovables que soportaban la viabilidad de la sociedad.
Carrera Damas se manejaba en el marco de la construcción de un Proyecto Nacional desde el mismo inicio de la República, dentro de una linealidad zigzagueante que culminaba con la implantación del Proyecto hacia 1974. Como sabemos, y como lo muestran otros autores, entre ellos los que aquí se trabajan, ni hubo transformación fundamental del sistema político ni, tampoco, la sociedad avanzó hacia tomas de conciencia respecto a la manera de administrarse los recursos. El autor, al no abordar las ideas de crisis y de proyecto moderno, deja a la imaginación del lector esas posibilidades.
Quizás por ello, otros autores han sido incisivos al estudiar la presencia de las crisis de la sociedad venezolana, aún dentro de ese largo período de búsqueda de un Proyecto Nacional. Es lo que hace el siguiente autor.
Manuel Caballero ha sido uno de los historiadores más controversiales de Venezuela. Controversial porque rompió con el molde de historiador clásico apegado a los hechos, fechas y nombres tal como se suceden. Caballero fue más allá. Sobre todo, tomo otros caminos. Visionarios, elocuentes y aleccionadores.
En uno de sus principales libros, propone una manera novedosa de ver a Venezuela. Es el de Las Crisis de la Venezuela Contemporánea, editado por vez primera en una fecha emblemática: 1998.
La crisis, según Caballero, no es más que la manifestación instantánea, sorpresiva, violenta de procesos que se han venido incubando en las sociedades a través de años y, en ocasiones, de siglos, y que se proyectan también, quién sabe por cuántos años, hacia el futuro. Es un momento crucial, es el paso de una situación de normalidad a una de anormalidad, dónde se producen cambios irreversibles. Las crisis son ubicables en el tiempo y resultan ser profundas y estructurales[3].
A partir del modelo de crisis utilizado, estableció siete momentos de crisis en Venezuela:
- a) 1903. El fin de las guerras civiles y la entrada de Venezuela en el siglo de la paz.
- b) 1928. Momento en que se cuestiona la ideología liberal del gomecismo y del antigomecismo y se le opone la ideología democrática.
- c) 1936. Venezuela se libera-y hasta hoy- de sus dos miedos ancestrales: la tiranía y la guerra civil.
- d) 1945. El ingreso de dos nuevos actores: el ejército y el partido.
- e) 1958. Crisis natal de la democracia y una crisis cultural.
- f) 1983. Se tambalea el modelo económico y
- g) 1992. Se tambalean las instituciones cuarentonas de la democracia.
Todas tienen la característica común de ser crisis políticas, pero es sólo la punta de un iceberg, porque los cambios que se producen van más allá de ese ámbito.
Una idea fundamental de este discurso es que la democracia no comienza cuando debuta la serie de gobiernos democráticos, sino desde el momento en que se pierde el miedo a expresar la voluntad popular. Es una idea novedosa que se aparta del camino convencional de que las democracias se inician cuando se materializan los procesos electorales. En Venezuela ello sucedió por primera vez en 1947 con la elección de Rómulo Gallegos.
Por el contrario, en esa perspectiva, si hay que señalar un momento preciso para el inicio de nuestra democracia, la escogencia debería ser el 14 de febrero de 1936, cuando ocurre la primera manifestación masiva del siglo XX venezolano. De ese acto de osadía social surgirá el programa del 21 de febrero de 1936, como respuesta de López Contreras a las demandas sociales en ebullición. El carnaval de 1928 había sido un acto reducido a una elite intelectual. En cambio, en 1936 la marejada popular le dio su sanción definitiva a esa actitud, a esa pérdida del miedo. Por ello, y en síntesis, sentencia Caballero, “democracia es sobre todo ausencia del miedo”. Es una idea innovadora, que va a las profundidades de la cultura de una sociedad. Y si los procesos de modernización, decimos nosotros, están íntimamente asociados al inicio de la democracia como se le conoce hoy, pues el proyecto modernizador venezolano obtuvo su partida de nacimiento con fecha 14 de febrero de 1936.
Es en 1958 cuando se hacen sentir los efectos señalados para 1936. La pérdida del miedo y la voluntad de no vivir bajo otro régimen que no sea el democrático se imponen definitivamente, sin atajos ni cortapisas. A pesar de la decepción de hoy (escribía Caballero en 1998) los venezolanos continúan manifestando su simpatía con ella. Es más, no conciben vivir en otro régimen diferente.
En medio de ese largo arco de la preeminencia democrática como valor supremo, surgió una crisis, la de 1983. Fue una crisis económica. Pero uno de sus principales efectos estuvo en otro campo no económico: la sicología colectiva. Desde ese momento, el venezolano ha estado habituándose (a veces sin lograrlo) a la idea de que se comenzó a vivir una situación diferente, de ausencia de algo que antes era seguro, de un modo de vivir la renta petrolera que ya no estaba disponible como antes.
Y esa crisis condujo, o fue palanca, de otra inmediata, la de 1992: la decadencia de los partidos. Esta crisis era de vieja data. Pero se aceleró a partir de los intentos del golpe de estado del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992.
Crujieron los cimientos de proyecto democrático y modernizador. Sin embargo, el sistema ha sobrevivido. El venezolano resistió la tentación militar por la vía del golpe.
Esta era la sentencia de Manuel Caballero meses antes de la llegada de Chávez al poder. Lo que él escribió, dijo y polemizó luego es historia reciente y conocida. Se resistió siempre, hasta el día de su muerte, a la entronización de un nuevo caudillo autoritario que solo pretendía la concentración del poder, lejano a todo proyecto moderno como el que había vivido Venezuela antes de 1998. Es difícil medir la influencia de Caballero en la resistencia de la Venezuela democrática en estos catorce años de gobierno autoritario. Pero lo que nunca se podrá negar es que la tuvo.
De nuevo se ubica el inicio del proyecto modernizador hacia los años treinta, luego de dejar atrás el siglo XIX con la muerte de Gómez. De nuevo se señala la construcción de un proyecto democrático que toma el impulso inicial en las fuentes modernas y se concreta en 1958, año del gran y único pacto democrático duradero de Venezuela. Igualmente, otra vez se señala el inicio de una fractura del proyecto hacia mediados de los ochenta con la crisis económica del rentismo. E igualmente, se coincide en señalar la crisis definitiva de los partidos en los noventa. Pero señala un elemento que nos interesa en grado sumo: queda una hilacha cultural de proyecto moderno atada a la cultura del venezolano. Su definitivo cambio hacia una cultura democrática, un cambio histórico, fue advertido y utilizado por Caballero para llamar al país a la resistencia ante las pretensiones autoritarias que hemos conocido.
¿Qué hizo posible que el patrón democrático venezolano, ese que fue ejemplo para América Latina, se mantuviera por tantas décadas? La respuesta nos las da Juan Carlos Rey.
La estabilidad de régimen político venezolano fue posible gracias a la instauración de un sistema de negociación y acomodación utilitaria entre intereses diversos que el autor dio a conocer como “sistema populista de conciliación”. Fue un concepto que describió, y permitió analizar, con precisión la naturaleza del pacto de elites que había funcionado en el país y que estaba asociado, definitivamente, a la administración y distribución de la renta petrolera.
Durante años el sistema político venezolano, operó satisfactoriamente y el Estado jugó un papel fundamental gracias a los ingresos petroleros. Las elites representadas en el pacto, y la población que, mayoritariamente, se veía reflejada en él, se conjugaron para adelantar cambios sustantivos de la sociedad, no solo en materia de infraestructura, sino, también en el plano educativo y cultural. Ello solo es posible con la obtención de un alto grado de legitimidad y no sólo con ejecución de políticas públicas, como lo sostiene Stambouli.
Sin embargo, en los últimos tiempos, decía Rey, el sistema político o el “sistema de conciliación de elites” venezolano, había empezado a fallar. Los supuestos de funcionamiento del modelo ya no operaban para su estabilidad. Aparecieron nuevas elites y grupos organizados (o no) que no calzaban dentro de aquéllos supuestos y no disfrutaban de la distribución de la renta. Esto escribía Juan Carlos Rey hacia 1989.
Coincide su visión en dos asuntos claves con los anteriores: uno, que Venezuela mantuvo una envidiable estabilidad de su sistema político, gracias a un modelo de pacto de elites que supo conciliar intereses diversos y a veces divergentes, alrededor de la distribución populista, amplia y efectiva de la renta. Y dos, que ese modelo llegaba a su fin hacia 1989, cuando ya se observaban signos de agotamiento.
- El extravío de la política y las tareas pendientes para un nuevo proyecto modernizador
El trabajo de Luis Salamanca se propuso “recuperar” el tema de la modernización como eje para el análisis de la sociedad venezolana. Hoy día vivimos, decía Salamanca en 1996, la recuperación del tema de lo moderno, que abre posibilidades conceptuales para reorientar su discusión.
El concepto utilizado partió de una crítica a la idea que se manejaba según la cual había un modelo universal de cambio, dominado por el Eurocentrismo, y la existencia de la dicotomía de polos tradicionales y polos modernos y orientados ideológicamente por creer que la modernización de los países subdesarrollados eran una copia de los desarrollados o modernos. En esa perspectiva de pensamiento, todavía hay quienes hablan de “recuperar” el Proyecto Moderno de Venezuela, añorando mejores tiempos pasados.
Nos movemos en la idea de que, habiendo entrado en crisis la “primera” experiencia modernizadora de Venezuela, agotada por las circunstancias comentadas, el país se ha venido debatiendo en la búsqueda de un nuevo esquema modernizador. La primera experiencia modernizadora se encontraba en un atolladero. Había caído en un hueco hacía 15 años (1982). Por supuesto, “nuestra” modernización (que evita ser euro-centrista), ha estado “jalonada” del Petróleo. Con todas sus secuelas.
En este esquema entra a jugar un papel central la relación entre Democracia y Modernización. La misma es controversial. Una sociedad moderna no es, necesariamente, democrática. Este orden depende de varios factores: un grado de modernización social; crecimiento económico constante; una dinámica pluralista basada en la autonomía grupal, y unas creencias favorables al crecimiento de una cultura cívica.
La variable clave entonces es la movilización social, como soporte del sistema político. Esta impide la acumulación de agendas no resueltas. El asunto crucial es que ella comenzó a perder impulso a partir de 1979, cuando disminuyó la capacidad del sistema político para dar respuestas. Se crea una ineficiencia institucional crónica que amenaza a la democracia si no se dieran nuevas respuestas institucionales. Y eso fue lo que pasó; el sistema social dejó de modernizarse y el sistema político no logró profundizar su inicial e insuficiente modernización institucional, enfrentándose al primer embate económico que desaceleró la movilidad social: la devaluación de 1983.
Si bien entre 1989-1992 en Venezuela hubo cierto consenso sobre los problemas del país, sus causas y soluciones, el golpe del 4f comenzó a resquebrajar dicho consenso que, se creía, iba a inyectar energía a un nuevo proyecto modernizador. El paradigma del Gran Viraje se atacó con más virulencia justo cuando estaba en construcción un consenso de grandes porciones de las élites, de la intelectualidad y de los formadores de opinión pública a favor de la Venezuela de mercado. Una visión controladora del mercado comenzó a surgir con el 4F e hizo posible la presidencia de Caldera a partir de 1994. Es decir, el país entraría en un proceso de “rectificación” de la nueva modernización prometida por el Gran Viraje, y, con la victoria del presidente Rafael Caldera, Venezuela quedó en una suerte de limbo ideológico, enredado entre el estatismo y el “mercadismo”, sin saber qué rumbo tomar, estimulando el enredo por la inclinación organicista del primer mandatario, quien estaría buscando un híbrido entre Estado y Mercado. De allí que la situación de los noventa Salamanca la calificó como de confusión valorativa, la cual acentuó la ya presente inconsistencia institucional y definicional de Estado venezolano en materia de políticas públicas y de eficiencia en la implementación de las mismas.
Las limitaciones de la gobernabilidad como concepto para entender la dimensión de la crisis
¿Estamos en vías de entrar en una segunda modernización, o a punto de perder la obtenida en la primera ola de transformaciones de país?, se preguntaba Salamanca. Una pregunta de tales dimensiones sólo podía procurar respuestas en un nivel que estuviese a la altura de la complejidad del sistema social que se estaba estudiando.
Por tal razón, el autor estuvo reacio a ubicarse en las explicaciones de la crisis a partir de los instrumentos de lo que, para ese momento, estaba de moda: la gobernabilidad de los sistemas sociales.
Existía una tendencia a explicar lo que pasaba como si fuera una crisis de in-gobernabilidad, como si se tratara de una sociedad similar a aquellas que habían iniciado un proceso de democratización y sólo era necesario mejorar las instituciones que le dieran estabilidad al estado y al sistema político. Por ello, advertía que en el tratamiento del problema de la gobernabilidad se corría el riesgo de un uso intensivo del concepto. Es decir, se podía pretender dar cuenta de cualquier problema, desde los de falta de gobierno hasta los problemas estructurales a partir de esta óptica. Así, la crisis del modelo de desarrollo, del sistema de conciliación de elites populista o la crisis del paradigma político, se llegaban a confundir con una situación de In-gobernabilidad. Y la dimensión de tales situaciones estaba más allá de una crisis de In-gobernabilidad. Por ello, la recomendación principal derivada del enfoque de la crisis era que el concepto de gobernabilidad debía ser reservado para abordar la incapacidad del gobierno democrático de responder eficientemente a las demandas crecientes y heterogéneas de una población movilizada a tales efectos. Pero no para el tratamiento de crisis más profundas.
Los problemas de in-gobernabilidad son solo la expresión final de diversas dificultades e imposibilidades del sistema político-institucional. Tienen su causa en problemas profundos del sistema político, así como fuera de él. Todos ellos se traducen en una marcada tendencia a la incapacidad para gobernar. No sólo se expresan en esa incapacidad para gobernar y tomar decisiones sino, más aún, en incapacidad para conducir a la sociedad hacia el logro de objetivos colectivamente compartidos.
El problema que tenemos que interpretarlo, al contrario: los cambios del sistema político desde comienzos de los 80 explicados a lo largo de la anterior discusión, habían transformado el contexto general de la gobernabilidad.
En esa línea, uno de los temas capitales de la recuperación de la gobernabilidad era la reconversión de los partidos. A pesar de que insistentemente se expuso la necesidad de un cambio en esa dirección, la reconversión de los partidos no fue posible. Salamanca lo grafica con una frase que se hizo famosa para aquel momento: “Si AD decide ser partido “neoliberal”, los socialdemócratas nos vamos a casa”, había sentenciado Ramos Allup. Por el contrario, lo que parecía estar ocurriendo entonces era el “fin del sistema de partidos” en el marco de la desaparición de Estado Democrático Centralizado de Partidos (Brewer C. 1994, citado por Salamanca), tal como había funcionado desde 1958.
En definitiva, el debilitamiento de la modernización había colocado a la democracia en busca de nuevas vías para intentar el desarrollo, sin encontrar salidas. Y lo que se vivía en Venezuela era la desorientación y la desintegración social producto del estancamiento de la vía venezolana a la modernización. Ese estancamiento terminó afectando los alineamientos sociales, políticos, institucionales, económicos y culturales, tocando seriamente la articulación del paradigma político rentista. Esa realidad, que casi nadie veía, estremeció a los actores políticos y sociales que habían encarnado dicho paradigma.
Salamanca tenía razón cuando insistía que el problema no era de una simple crisis de in-gobernabilidad la cual se hubiera podido resolver con medidas institucionales. El asunto era mucha más complejo y profundo. Lamentablemente, las predicciones del autor acerca del derrumbamiento del sistema de partidos y la instalación del desconcierto social fueron ciertas. Nada detuvo esa crisis. Y así presenciamos atónitos, hasta con ingenuidad, lo que definitivamente sucedió entre septiembre-diciembre de 1998: candidatos del sistema político en crisis fueron y vinieron y ninguno atajó lo que ya estaba asomado desde el 4f de 1992. Llegaron los militares al poder, pero, en esta ocasión, por la vía electoral.
La anti-política como antídoto a la crisis: más crisis
La crisis de la sociedad venezolana continuó y, hasta el día de hoy, no se detiene. Aún no se encuentran salidas políticas para dirimir las diferencias colectivas. Y eso limita severamente las posibilidades de la gobernabilidad social.
La llegada de la revolución bolivariana lo que expresó, en su esencia, fue una severa crisis de representación que terminó siendo suplantada por una manera anti-política de hacer la política.
Como sabemos, porque es historia reciente y vivida, el “nuevo proyecto” político partió de una premisa anti-política, tal como lo perfila Stambouli: borrón y cuenta nueva; caída y mesa limpia, como si la historia de la Venezuela democrática no hubiese dejado huella en la cultura de la sociedad venezolana. Todo lo pasado, sobre todo los cuarenta años, eran fracasos. La política se banalizó y se convirtió en un bien superficial para desterrar a todos aquellos que no comulgaran con el “nuevo proyecto”.
Para algunos investigadores que, como Arenas y Gómez[4], han incursionado en el estudio del Chavismo, la transición política que se inició en 1999 en Venezuela ha tenido sus raíces en procesos sistémicos que se gestaron en los veinte años anteriores es decir, en el período 1979-1998.
Lo que ha sucedido a partir de ese momento, ha merecido una interrogante central: ¿se trata de una modernización autoritaria o de la actualización del populismo? Si bien Venezuela había transitado un largo camino hacia una sociedad moderna en el siglo XX, sobre todo a partir de la muerte de Gómez (coincidiendo con los anteriores autores), la crisis del rentismo y de la hegemonía de un sector de las elites del país, abrió las puertas a la presencia del militarismo en la escena política. Una nueva elite, esta vez cívico-militar, plantea la ruptura política y la relegitimación de todos los poderes. Y los rasgos del régimen impuesto tenían mucho de los populismos clásicos, sobre todo por su discurso de confrontación en términos de códigos binarios: amigo-enemigo.
De allí que, en esa matriz de ejercicio del poder, la política no tenía cabida. La política, como la ha analizado Stambouli, concebida como la práctica de interacción en la que los ciudadanos organizados coordinan sus asuntos comunes y actúan en conjunto a pesar de sus divergencias y conflictos, sin la imposición de la voluntad de una persona o facción sobre las otras. Y, efectivamente, ese ha sido no solo el estilo sino, sobre todo, la convicción de la elite que ha gobernado al país desde 1999. Afirman Arenas y Gómez que “si algún rasgo caracteriza al chavismo es precisamente ese: su nunca bien satisfecha necesidad de enfrentar al “enemigo” por “traidor” y “corrupto” en nombre de la regeneración de la sociedad venezolana”. Visto Chávez como neo-populista, concluyen, cumple entonces con uno de los rasgos centrales de dicha manera de ejercer el poder: el carácter anti-político que caracteriza a los outsiders. Pero también, el régimen tiene bastante de los viejos populismos, cargados de distribucionismo, intervencionismo, nacionalismo y antimperialismo. Pero este, además, es un populismo militar, lo cual le imprime un rasgo de profundidad ambigüedad frente a los valores de la democracia. Esta y sus instituciones terminan siendo menoscabadas.
No cabe duda alguna sobre la prolongación de la crisis venezolana con la implantación del régimen antes descrito. El nombre de “revolución” solo ha sido la fachada de una elite que procura la concentración del poder total, en desmedro de los valores democráticos. De esta manera, Venezuela continua en un limbo ideológico que, como lo afirmara Salamanca, nos mantiene en un extravío en procura de un segundo proyecto modernizador.
Si bien el primer encargo de los hombres de partidos de los cuarenta fue el de movilizar la sociedad en torno a la idea de democracia, los de este tiempo están llamados a resituar el debate político en un plano que permita restituir a la comunidad política y volver, de esta manera, al ejercicio de la política. Un viejo oficio que se encuentra extraviado en Venezuela. Y sin política, la modernización de la sociedad se hace inviable.
- Síntesis: algunas respuestas ante las dificultades de la gobernabilidad a la luz de la crisis de proyecto modernizador
A pesar de las diferencias de períodos históricos y fechas que puedan existir en el análisis de los autores tratados, quedan claras cuestiones que son fundamentales para entender mejor la viabilidad de la construcción de gobernabilidad en un sistema complejo como el AMC.
Algunas de esas cuestiones son las siguientes:
- Venezuela inicia un proyecto modernizador hacia 1936, luego de la muerte de Gómez, estructurado no sólo sobre la renta petrolera sino, también, sobre las ideas políticas modernas sobre la democracia que ya habían impregnado la sociedad venezolana en tiempos de la dictadura gomecista.
- El inicio de la transformación del territorio (referida por Carrera) como signo de implantación de un proyecto nacional, coincide con el inicio de las transformaciones políticas a partir de lo que, acertadamente, Caballero catalogó como el principal rasgo del cambio: la pérdida del miedo del venezolano en la manifestación de febrero de 1936. Y como dice este autor, ese miedo no se instaló jamás. Se trata de un cambio profundo en la sociedad venezolana pues, definitivamente, se trata de un cambio cultural.
- La mayoría de los investigadores le asignan especial importancia al acuerdo sociopolítico, el Pacto de Punto Fijo, que soportó por largo tiempo la democracia venezolana. Además, durante el período de esplendor de la democracia, 1958-1979, fue posible sedimentar un proyecto de país que giró alrededor de la defensa de los valores democráticos.
- Evidentemente existe una correlación entre ese período de desarrollo del proyecto modernizador, 1936-1979, y el auge urbano venezolano. Dentro de ese, destaca la construcción y consolidación del AMC, como símbolo de la Venezuela moderna.
- Las crisis de la Venezuela contemporánea, como las analiza y etiqueta Caballero, han sido, en su mayoría, políticas. Pero a partir de comienzos de los ochenta, aparece una crisis de mayores dimensiones: la de proyecto modernizador. En la fecha existe plena coincidencia. Hace crisis el sistema político porque hace crisis el proyecto moderno que, además de suponer un Pacto político, posee un soporte económico (la renta) y uno social (la movilización y ascenso de la población).
- En ese marco de referencia, la construcción de gobernabilidad social queda limitada a las posibilidades de nuevos Pactos y, en consecuencia, de nuevos proyectos modernizadores. Las respuestas institucionales que se intentaron en los ochenta y noventa (reforma de estado, descentralización y Gran Viraje económico hacia el mercado), fueron demolidas por la profundidad de la crisis de proyecto moderno. Los consensos habían llegado a su fin y sin ellos, era imposible lograr niveles aceptables de gobernabilidad.
- La crisis actual es prolongación del extravío presente desde los ochenta. El colapso de los partidos y de la política, aún no se repone del descalabro sufrido. Y, a pesar de que se intentó un nuevo consenso alrededor de la Constitución de 1999, esta no fue apoyada en sus inicios por una parte importante de la población. Y cuando, ahora esa parte se aglutina a su alrededor, la otra, que la había promovido y apoyado, la inutiliza por que le es incómoda.
- Así las cosas, la construcción de gobernabilidad social en Venezuela supone, como lo ha dicho Stambouli, una difícil operación nacional de restitución de la política como medio de conciliar los intereses divergentes de la sociedad. Dicho en términos de Salamanca, en medio de una crisis histórica, los gobiernos pierden la brújula y los ciudadanos no saben a qué atenerse.
- Por ello, el uso del concepto de gobernabilidad tiene claras limitaciones pues a partir de él no se pueden ni explicar ni menos abordar el manejo de las crisis del proyecto moderno. La gobernabilidad hay que circunscribirla a los problemas de gobernar y tomar decisiones, pero no a la conducción de la sociedad. Pero la posibilidad de gobernar y tomar decisiones en Venezuela se encuentra severamente limitada por la fractura profunda del sistema político y, con ello, de la política.
- En suma, el contexto que favorece la construcción de gobernabilidad social no solo cambió hace treinta años en Venezuela sino, lo más grave aún, ese tejido que protege las decisiones públicas y le dan dirección y sentido, fue destruido y no ha sido restituido.
- La explicación de Myers respecto a los problemas de Caracas se inscribe en una mirada desde la gobernabilidad y el gobierno. Y allí sus afirmaciones son ciertas. Pero los porqués que surgen sobre la situación de Caracas, no tiene respuestas contundentes desde la gobernabilidad misma. Hay que mirar lo que está pasando en el contexto para saber si hay posibilidades reales de gobernabilidad o, además, qué se puede hacer para contribuir a restituirla. Pero es necesario advertir que esta operación solo es posible desde la política y no solo desde el gobierno, que es sólo una parte del poder y la política.
[1] Salamanca, Luis. “Crisis de la modernización y crisis de la democracia en Venezuela: Una propuesta de análisis”, en El sistema político venezolano: crisis y transformaciones, Angel Alvarez, Coord., UCV,1996, pp.239-352; Stambouli, Andrés. La política extraviada. Una historia de Medina a Chávez. Fundación para la cultura urbana.2002.; Carrera Damas, Germán. Una nación llamada Venezuela, Monte Avila editores, 1984.; Caballero, Manuel. La crisis de la Venezuela contemporánea, Monte Ávila editores, 1998; Rey, Juan Carlos. El futuro de la democracia en Venezuela, UCV, 1998.
[2] Término que algunos autores en los noventa usaron como sinónimo de gobernabilidad.
[3] Para la conceptualización de Crisis, el autor acude a las obras de Jacob Burckhardt y Fernand Braduel, citadas en el mencionado libro.
[4] Arenas, Nelly y Gómez Calcaño, Luis. Populismo autoritario: Venezuela 1999-2005, Cendes/UCV, 2006.