REPRESENTACION Y PARTICIPACION: ¿MODELOS DE DEMOCRACIA CONTRAPUESTOS EN AMÉRICA LATINA?

RESUMEN

 

Existe una tensión conceptual y política entre los postulados de participación y la tradición de representación en las democracias de América Latina. Desde el inicio de la ola democratizadora hace treinta años, en la región han estado presentes dos visiones de democracia: una, proveniente de las fuentes liberales, que defiende la democracia histórica basada en los principios representativos; la otra, vinculada a los proyectos políticos de izquierda, que propugna un nuevo esquema de democracia basado en la participación de la población. Si bien ambas conviven y tienen sus espacios institucionales, la segunda persigue, en función de un falso dilema, el desplazamiento de la primera. Este artículo se propone discutir conceptual y empíricamente el dilema en cuestión.

 

INTRODUCCION

Cuando en América Latina se iniciaba la ola de democratización en los ochenta, ya habían  transcurrido más de dos décadas de discusión acerca de las insatisfacciones de las sociedades europeas y norteamericanas con sus democracias representativas  liberales. Es decir, cuando en la región se inicia el camino de la transición hacia la democracia, se hace con las alforjas llenas de las ideas pre-existentes sobre las opciones de la sociedad moderna para ampliar los grados de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. En consecuencia, se combinaban la instalación de las instituciones representativas con los ensayos de participación, sobre todo por la vía de la adopción de la descentralización como parte sustantiva de la reforma del Estado.

En la búsqueda de la participación, se han creado en la región miles de espacios para el acercamiento entre los ciudadanos y el Estado, fundamentalmente alrededor de la gestión de los gobiernos municipales y regionales. También, varias reformas políticas han apuntado hacia el uso del referéndum como instrumento de opinión del colectivo nacional o territorial sobre asuntos de interés público. En uno u otro sentido, se puede tener la sensación de que la proliferación de tales medios es un avance de la democracia participativa y que ella resultaría mejor que las instituciones de lo que históricamente se ha conocido como la democracia representativa la cual, a juzgar por los autores clásicos, es la democracia sin más y es la que realmente ha existido, acompañando la instauración de los derechos sociales y políticos en el mundo. A partir de esa óptica, suele pensarse que como la democracia representativa asoma limitaciones y, según algunos, es cosa del pasado, la participativa es el futuro que abre las puertas a una sociedad más dueña de su destino. En esa visión entran en conflicto ambas ideas y, en consecuencia, en los hechos, se tiende a contraponer los instrumentos para la participación con las instituciones de representación. A tales efectos, es conveniente precisar que en la teoría de la democracia de los modernos, no existe contradicción entre la representación y la participación  pues, en todo caso, esta es una ampliación democrática que complementaría el funcionamiento de la primera. Sin embargo, el devenir democrático en su  desempeño real, asoma conflictos que contrapone ambos idearios, tal como puede advertirse en América Latina. En esa perspectiva, la participación, tanto por la vía de las experiencias locales como las aportadas por el camino refrendario, se ha convertido en la nueva panacea latinoamericana. Sus instrumentos se constituyen en espacios que generan grandes esperanzas, pasando a formar parte de proyectos políticos de izquierda en boga en las últimas dos décadas, y  también de organizaciones liberales que buscan ampliar el horizonte de las democracias. Sin embargo, es conveniente precisar sus limitaciones y alcance, sin lo cual se corre el riesgo de generar desenlaces no deseables que pueden dar al traste con la democracia misma al vulnerar los espacios de representación. Cuando se diseñan y ejecutan  medios de participación, ¿qué se espera? Por lo general, se parte de la misma premisa: profundizar la democracia. Pero, ¿cuándo un medio de participación aporta realmente a mejores democracias? Hay que tener cuidado con esta relación que a veces se asume  mecánicamente pues, no existiendo elementos empíricos que comprueben  fehacientemente esa hipótesis, los resultados pueden ser contradictorios.

El presente trabajo se propone ofrecer un  marco conceptual e histórico que explique el desarrollo de los innumerables medios de participación en América Latina, con la finalidad de facilitar la comprensión de su aparente contradicción con las instituciones representativas. Se trata de un documento que busca  avanzar en el análisis de lo que aparece para algunos grupos políticos e intelectuales  como una confrontación insalvable, análisis conveniente pues, como es evidente, existe un permanente cuestionamiento  hacia la efectividad de los sistemas representativos ante lo cual se proclama la superioridad de un modelo participativo.

El texto se ha organizado de la siguiente manera: en una primera parte se discuten sucintamente los antecedentes conceptuales de la democracia moderna y sus bases representativas; en la segunda se aborda conceptualmente, la irrupción del ideario de la participación contemporánea. Posteriormente, se presentan elementos empíricos de cómo los procesos de participación entran en conflicto con la representación en América Latina y, por último, se ofrecen los comentarios finales del trabajo.

  1. DE LA REPRESENTACIÓN A LA PARTICIPACION: TENSIONES DE UN MOVIMIENTO CONCEPTUAL

Al primigenio ideario liberal que tenía como centro la defensa de la liberad del individuo ante la constante amenaza del poder, se le adicionaron, progresivamente, las estructuras de representación como medio idóneo para garantizar el control del poder y sus abusos. Ese encuentro entre defensa de la libertad individual y estructuras de representación, dieron forma definitiva a lo que históricamente se ha conocido como democracia en el mundo moderno. Ese es el modelo contra el cual emergen los reclamos por la participación.

La tensión entre las ideas de representación y de participación no es nueva. Existe desde el mismo momento en que las instituciones representativas se fueron abriendo paso en el siglo XIX  como forma sustantiva de desarrollar la democracia en el mundo occidental. Dicho con palabras de Rosanvallon (2007), la democracia representativa, que es electoral, nace signada por claras tensiones estructurantes y que se traducen en una distancia permanente entre un “pueblo soberano” y unas condiciones sociales reales. Se trata, en consecuencia, de la existencia de una brecha insalvable entre un principio que es político, el de la supremacía de la voluntad general, y una realidad que es sociológica, la creación de condiciones de vida; esta circunstancia inmanente conduce, constantemente, a la disolución de la consistencia del modelo representativo. Es por ello, precisa el autor, que esas tensiones no han dejado de alimentar la sensación colectiva de un incumplimiento e, inclusive, de una traición. Aunque el desempeño de las democracias occidentales han estado signadas por el triunfo de los beneficios de una política modesta que ha reducido las insatisfacciones –sobre todo a partir del enfrentamiento de las amenazas totalitarias del siglo XX-, del seno de la prudencia de la sociedad misma resurgen constantemente los deseos por la procura de una vía hacia un autogobierno efectivo y, en consecuencia, de un gobierno representativo más atento a los reclamos de la sociedad.

El liberalismo, la representación y la participación

Primero fueron las ideas sobre la vida liberal y luego tomaron forma las que dieron lugar a las instituciones de representación de las democracias modernas. Por razones propias de la arena política, los defensores de las ideologías de izquierda asociadas a una mayor-o total- presencia del Estado en el comportamiento de la sociedad, han etiquetado a la democracia representativa como equivalente a liberalismo, por lo cual, en los tiempos que corren, atacar al liberalismo es igual que hacerlo contra la representación. Tal confusión, o quizás el uso utilitario de las ideas para obtener réditos políticos, conlleva con facilidad a contraponer la participación con la representación, tal como sucede en América Latina. Por ello, es conveniente una precisión  al respecto.

Para finales del siglo XVII, Locke (2005) había postulado la tesis de la defensa de los derechos naturales de los individuos a través de instituciones que controlaran el ejercicio del poder, toda vez que el gobierno legítimo sólo deriva del consentimiento del pueblo y se ejerce de manera delegada bajo restricciones. En su discurso, jamás apareció el debate entre participación directa- inspirada en las democracias de los antiguos- y representación.

Los liberales, reconociendo la necesidad de la participación del pueblo para evitar la tiranía, pero conscientes de la imposibilidad real para ejercerla en los modernos Estados nacionales, terminan confluyendo con la coherencia que finalmente se labraría entre libertad individual y representación de los intereses del pueblo. Para ese momento, es posible definir dos tendencias dentro de liberalismo democrático. Aquélla que aboga por la democracia como una fórmula de protección de los derechos individuales y la que adscribe la idea de la democracia como desarrollo. En el primero de los casos, se concibe la participación como una derivación instrumental en función de los derechos y, en el segundo, se asume a la participación como elemento moral autónomo de la sociedad (García 1998).

La primera formulación sólida para la defensa de los intereses individuales surge de Montesquieu (2003) quien consagra y redefine el concepto de división de los poderes como fórmula para que un sistema limite la acción del Estado. Madison (2001) y Constant (1988), abrazarán las banderas del control de poder de Estado, pero las defenderán en función de prácticas reales: la construcción de la República Norteamericana y la República Francesa, respectivamente. En ambos casos, reconocido el peligro que suponen las facciones y la imposición de unas sobre otras, la solución lógica será el gobierno representativo que articule las demandas populares con el ejercicio del gobierno. Dos siglos después, a finales del XX, Dahl (1989)  reformulará y adaptará ese pensamiento  cuando precisa que la democracia moderna se configura como gobierno representativo a los efectos de  aplicar la lógica de la igualdad política a la gran escala de Estado nacional, con lo cual se logra alterar la naturaleza misma de la ciudadanía y del proceso democrático en las sociedades contemporáneas.

Para J.S. Mill (2000), defensor clásico de la democracia como desarrollo, la representación se basa en la posibilidad de la participación de todos para hacerlos mejores personas. Defensor del voto plural, la representación proporcional de las minorías y el sufragio universal, su visión abrió la puerta para avanzar hacia una ampliación de la democracia liberal. También Tocqueville (1993)  argumentaría a favor de la función de la participación más allá de la elección de los representantes, siempre respetando el marco de la función protectora de los derechos individuales.

Habiéndose consolidado la idea de que las democracias en los Estados nacionales  requerían de la representación para su desempeño, termina imponiéndose el axioma de que democracia era igual a funcionamiento de las instituciones de representación. Por ello, en buena medida, la formulaciones contemporáneas de Schumpeter(1942) sobre su defensa de la democracia como un hecho procedimental que permite la legitimación política de quienes compiten por el acceso al poder, facilitaron el surgimiento de una visión según la cual la democracia representativa era una realidad  elitista, lo que resultaba inconveniente para el desarrollo de las sociedades en procura de su autogobierno. Como  lo explica Rosanvallon (2007), la realidad procedimental de la representación entra en abierto conflicto con la metafísica de un pueblo activo y con mando y, por lo tanto, es de esperarse que surjan proyectos políticos que persigan su superación.

El marxismo, la democracia y  la participación dirigista

En Marx nunca existió una teoría normativa de la democracia (Vallespín 1998). En su obra sólo es posible encontrar ambiguas alusiones a la necesidad de una “democracia verdadera”, argumento que buscaba una implacable crítica a la “democracia burguesa”. Como se sabe, el problema central de Marx nunca fue la edificación de un modelo político alrededor de la defensa de la libertad individual sino, en otra dirección, la búsqueda de un modelo de sociedad basado en la naturaleza productiva de las acciones sociales. Por ello, las formas de representación que adquirían las democracias liberales de entonces, sólo formaban parte de un andamiaje de esa democracia burguesa que defendía los intereses de quienes detentaban los medios de producción.

Por esa vía de razonamiento, era lógico que Marx no estuviera interesado en las instituciones de la democracia burguesa, pues para él estas, precisamente, eran la fuente de la dominación social. Por ello, no podía creerse en los principios de libertad e igualdad de las constituciones liberales ya que los derechos solo son un velo de neutralidad de las clases dominantes (De Gabriel 1998). Esta idea, sobre todo, se proyectó en los movimientos marxistas de todo el mundo hasta las postrimerías del siglo XX, razón por la cual  dichos movimientos siempre fueron opuestos a la posibilidad de incorporar los valores de las democracias occidentales en sus proyectos políticos.

Por el contrario, Marx creía en la espontaneidad de las masas en la búsqueda de su bienestar general, acompañadas de la conveniente tutoría de un “gran legislador” que les enseñara el camino. Para esa “enseñanza a ser libres” sería indispensable, en consecuencia, la acción del partido a partir de lo cual el Estado sería sustituido por una nueva comunidad sustentada sobre el trabajo.

Esa formulación de una mejor sociedad- que no de un modelo de democracia-, terminará coincidiendo con las ideas de Rousseau en una de sus aristas: siempre será necesaria la presencia de una vanguardia que ejerza la tutela elitista para garantizar al hombre ser libre. Como se supo patéticamente después de la caída del muro de Berlín, aquellas sociedades que se habían autoproclamado como democracias populares habían terminado obedeciendo el mandato de la vanguardia de las elites. El partido suprimió toda forma de disidencia y, con ella, de pluralidad social. Para ese momento, marxismo y liberalismo se encontraban sentados en aceras contrarias. El elitismo de la vanguardia marxista amparada en las llamadas democracias populares, actuaba   bajo el modelo que se conoció como leninista; desde allí, se denunciaba el otro elitismo- el de la democracia lberal-  y esa denuncia, como lo advierte  Sartori (1994), ha tenido un éxito durable.

  1. LA IRRUPCIÓN DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA EN EL IDEARIO CONTEMPORÁNEO

La participación es asumida como una condición central en la teoría clásica de la democracia y es centro del debate sobre el comportamiento democrático contemporáneo. Ha habido una onda expansiva del uso de la participación como antídoto a la desafección de los ciudadanos respecto a las democracias representativas clásicas. Thomson (2001) informa sobre el alejamiento de los ciudadanos norteamericanos de sus instituciones representativas ya desde 1960, ante lo cual han proliferado miles de organizaciones de base que se proponen participar en los espacios de representación y decisión públicos. En Europa, partidos como el histórico Laborista británico, se propuso la renovación de la democracia a partir de la multiplicación de comités locales más cercanos a la gente  con la idea de incrementar la participación pública (Mc Laverty 2002), a la vez que el Partido Democrático Liberal del mismo país ha hecho de esta práctica su principal estrategia política (Meadowcroft 2001).

Al igual que en los países con democracias consolidadas, la idea de la participación se adueñó de las estrategias políticas y de reivindicación social en el tercer mundo. Hickey y Mohan (2005) anuncian a la participación como el dogma de los últimos treinta años, proceso indispensable para profundizar la democracia (Greaves 2004). El ánimo fundado en la participación ha sido acompañado con visiones según las cuales, existiendo un acuerdo entre “Left” y “Right” sobre ese proceso y el empoderamiento que ello produce en la gente, se ha constatado la emergencia de lo local como el “locus” de generación de conocimientos e intervención del desarrollo (Mohan and Stokke 2000). La onda expansiva de la participación como vehículo de profundización democrática se ha colocado en el centro de los discursos redentores de nuestro tiempo y se han echado a andar miles de experiencias que procuran seguir dicha filosofía. Por esta vía, se ha concluido que construir la participación y lograr el accountability se ha convertido en un gran objetivo en el marco de los procesos de descentralización (Blair 2000). Una vertiente de la discusión es aquélla según la cual, el capital social por la vía de la participación propende al logro de democracias más saludables (Klesner 2007)

¿De dónde viene este resurgir de la idea de participación que termina generando movimientos de confrontación con la representación?

En los años sesenta, según Sartori (1994), toma lugar el lanzamiento de la llamada Democracia Participativa, tesis convertida en movimiento de pequeños grupos de activistas convertidos en vanguardia. Acuñar el término “participativo” resultaba, a todas luces, más atractivo que el de “representativo”, aunque el primero no condujese, necesariamente, a más democracia. Era una exasperación por participar, que generó mucho ruido y bastante polémica. Pero esa polémica poseía fundados antecedentes.

Los clásicos de la democracia participativa basaron  las esperanzas de este régimen de gobierno en el aprendizaje colectivo que lograban los ciudadanos al participar en los asuntos públicos. Tocqueville (1993) lo tradujo en su famoso axioma sobre lo local como escuela de los ciudadanos. Este imaginario fue proyectado hasta nuestros días y el lema principal de algunos teóricos de la democracia participativa contemporánea terminó siendo “se aprende a participar participando”. Se trataba de un viejo pensamiento proveniente de las elaboraciones de Rousseau quien, al propugnar el autogobierno, postuló la necesidad de “un Estado my pequeño, en el que el pueblo sea fácil de congregar y en el que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a los demás” (1993) [1]. Una visión como esta, adquiere gran influencia 200 años después, a la luz de las deficiencias  y fallas de las democracias contemporáneas fundadas no en la pequeña comuna facilitadora del cara-a-cara sino en sociedades nacionales complejas donde, producto de su dimensión y multiplicidad de intereses, terminó imponiéndose la necesidad de la representación.

A partir de la crítica a lo que denominó la democracia elitista, Bacharac (1967) proponía un conjunto de principios de una verdadera teoría de la democracia, los cuales debían responder a los siguientes criterios: a) la mayoría de los individuos deberán afinar sus personalidades a través de su más activa participación en las decisiones importantes de la comunidad, b) las personas tienen una inclinación hacia la política y los procesos de participación y c) los beneficios serán relacionados con el grado de igualdad del poder. En esta línea de pensamiento, Pateman (1970), advirtiendo sobre el aumento de demandas por más participación que emergieron en los sesenta en la sociedad norteamericana, concluía acerca de la necesidad de ubicar el tema como cuestión central en una moderna y viable teoría de la democracia. Se trataba de colocar dicha noción en el corazón de la teoría democrática porque “la participación en áreas alternativas podría posibilitar al individuo apreciar mejor la conexión entre las esferas públicas y privadas” (p.110). Ciertamente, se trataba de asumir los efectos de su función educativa sobre el hombre ordinario, para tender  hacia ciudadanos más conscientes e interesados sobre las cosas cercanas y, en definitiva, para incidir con mayor capacidad sobre las decisiones nacionales. En definitiva, la democracia participativa, como lo exaltaba Mac Pherson (1977), representaba una irrupción contra la democracia liberal de elites establecida; habiéndose iniciado como un eslogan de los movimientos estudiantiles de la nueva izquierda en los sesenta, la idea de una democracia participativa se había extendido a diferentes ámbitos de la vida, sobre todo la relacionada con los trabajadores por un mayor control sobre sus sitios de trabajo. En una abierta crítica a la democracia elitista competitiva propuesta por Schumpeter, se trataba, finalmente, de impulsar un nuevo modelo de democracia liberal, más abierto y garante de mejores oportunidades para los ciudadanos.

III.  TENSIÓN ENTRE  EL IDEARIO DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA Y LA REPRESENTACIÓN EN AMERICA LATINA

La práctica de la participación ciudadana ha sido en la región, desde los años setenta, un expediente fundamental tanto en las nuevas concepciones acerca del desarrollo y en las últimas dos décadas, medio y fin para profundizar las frágiles democracias. Schönwälder (1997)  hablaba de lo relativamente novedosos que resultaban los procesos de participación en América Latina, a pesar de su antigua vigencia en las democracias europeas. Por su intermedio, los movimientos sociales trataban de introducir nuevas prácticas paralelas al clientelismo y autoritarismo reinantes, como vía para resolver el viejo dilema entre autonomía /cooptación de las organizaciones sociales.

A finales de los años setenta y a lo largo de los ochenta, se asomaron al debate varias perspectivas acerca del futuro de las democracias en América Latina. En la mejor perspectiva marxista, algunos autores planteaban que la recuperación de la democracia latinoamericana pasaba por la incorporación activa y protagónica de los sectores populares y que el carácter de sus demandas, que eran socialistas, tendría que compatibilizar las demandas democráticas con las demandas socialistas (Baño, Benavides, Falleto et. al 1978). Insistían en que la democracia se caracterizaba por la oposición al autoritarismo y, para ello, el Estado, para postularse como democrático, tenía forzosamente que incorporar el problema del socialismo  dentro de un proyecto nacional-popular viable para América Latina (Cortes 1980).

Dentro de aquélla matriz, la más ortodoxa para el momento, se fue abriendo paso desde la izquierda latinoamericana, una visión acerca de la necesidad e importancia de la democracia que obligara, paulatinamente, a replantearse los esquemas teóricos e ideológicos en el análisis político. Se reconoció cómo la conformación de múltiples y variadas organizaciones sociales en los setenta, se había convertido en un nuevo sujeto de la política. De allí que se imponía la necesidad de aprovechar las posibilidades que ofrecía la democracia liberal “para construir, transitando por ella, una alternativa revolucionaria de sociedad” (Pease García 1983: 35). Se trataba, a todas luces, de una visión instrumental de la democracia liberal representativa la cual, sin más remedio, había que transitar para arribar al mundo socialista del futuro. Creemos que en este pensamiento se encuentran algunas causas del origen de la actual tensión de la participación con la representación.

Las expectativas de las nuevas organizaciones estuvieron relacionadas con una diversidad de materias: la identidad, la autonomía, la democracia de base, la ciudadanía social, la cotidianidad (Gorlier 1992). Buena parte de aquélla perspectiva, estuvo influenciada por los estímulos provenientes de Europa Occidental y Estados Unidos[2], países en los cuales se discutía desde los movimientos de izquierda-pero también en ciertos sectores liberales defensores de la democracia radical- acerca de las limitaciones de la modernidad y de la democracia.

¿Se ha derivado alguna teoría al respecto?

A pesar de la expansión de las experiencias de participación, resultan escasos  los estudios que se hayan propuesto una conceptuación desde la realidad  latinoamericana y que trasciendan el acto mismo de la participación para adentrarse en el escabroso tema de su relación con la democracia. El trabajo de Avritzer (2001)  se propuso desafiar  la teoría democrática basada en la competencia entre elites, anteponiéndole  la teoría del espacio público democrático construido sobre la base de las experiencias de la participación popular. Allí, la democratización se transforma en una práctica social institucionalizada que introduce una tensión entre los derechos locales de la ciudadanía y las prácticas tradicionales del sistema político (léase, entre otras, la representación). Así, una teoría alternativa de la participación pública para Latinoamérica, se caracterizaría por la formación de mecanismos cara a cara de deliberación, en donde los movimientos sociales direccionan los issues de la agenda y transforman la cultura política a la vez que convierten la opinión pública en un foro de deliberación, conduciendo a una nueva moral pública en la práctica política, soportada en las asociaciones voluntarias que defienden los valores democráticos. De lo que se trata, es de “transferir el potencial democrático que emerge de la sociedad  hacia la arena política, a través de los diseños de participación (…) Así, la deliberación llega a ser la arena central que completa la democratización” (Ibid.; 9).

A este esfuerzo se le une, más recientemente, el trabajo de Dagnino, Olvera y Panchifi (Comps., 2007) el cual, como lo asumen  los autores, representa un intento por formular una teoría democrática desde el Sur. En esa perspectiva, partiendo del reconocimiento de que la democracia electoral es un hecho incontrovertible, se trata de profundizar la democracia a partir del encuentro de proyectos políticos en pugna: el que propone la democracia participativa y el basado en los postulados liberales. Así, es necesario revisar las ideas de participación solidaria, cogestión del poder, presupuestos participativos y democracia participativa, con miras a profundizar la comprensión de las democracias latinoamericanas.

Una causa común hilvanada alrededor del discurso de la participación es el constante contraste con el modelo liberal representativo el cual, a pesar de que se le reconoce su virtud eleccionaria, debe superarse. De cumplirse esas previsiones, Latinoamérica sería conducida hacia un mundo que, aunque conflictivo, sería mejor que el sistema político previamente vivido, el cual estaba plagado de clientelismo y autoritarismo. Por esta vía, defienden sus promotores, un nuevo y prometedor espacio público, en un ambiente descentralizado que facilite el empoderamiento de los habitantes de cada localidad, generaría, forzosamente, una mayor calidad democrática. En definitiva, como hipótesis dominante, se trataría de reforzar constante y tesoneramente, sin ingenuidades y con los cálculos políticos y estratégicos de rigor, las prácticas de participación ciudadana que eduquen a las masas dentro de nuevas virtudes cívicas adaptadas a la idiosincrasia y formas propias de organización de las sociedades de la región; así, se podría superar la limitada democracia liberal representativa, anclada en dinámicas elitistas y, por tanto, excluyentes.

De las aspiraciones a la práctica: tensiones con la representación

En general, las prácticas de participación ciudadana, sobre todo las relacionadas con la descentralización del Estado, han tomado lugar en todos los países latinoamericanos. Con mayor o menor fuerza, estas están presentes en el discurso sociopolítico de la región, sea en los partidos políticos como en las organizaciones de la sociedad civil y aún en el de las agencias de desarrollo. Esta omnipresencia de la propuesta participativa, hunde sus raíces conceptuales en las ideas que se forjaron, como viéramos, dentro de la discusión sobre el rol de las organizaciones sociales emergentes- particularmente desde el bando de la izquierda- en los ochenta y noventa. Por obvias limitaciones de espacio, señalaremos brevemente  en este documento sólo cuatro experiencias nacionales en las cuales es posible observar  las tensiones entre los medios de participación y la representación democrática.

Comencemos con Brasil, país en el cual han adquirido mayor relevancia los medios de participación, sobre todo a partir de la figura del Presupuesto Participativo (PP). Como lo analizan Cavalcanti y Maia (2000), la innovadora propuesta de PP amparada en la Constitución brasileña de 1988, ha sido difundida como una alternativa a los modelos tradicionales de gestión de ciudades, con la cual se espera establecer nuevos patrones de articulación entre los intereses organizados y el Estado y, con ello, alcanzar nuevas condiciones de gobernabilidad y governance local.  Si bien se acepta que esta técnica de gestión posee indudables aspectos positivos y que supone un salto respecto a las modalidades convencionales de relaciones con la sociedad local, existen limitaciones y perversiones necesarias de señalar. En primer término, quienes han impulsado su uso, en este caso el Partido de los Trabajadores del Brasil y sus liderazgos municipales, han terminado revistiendo a esta técnica de consulta con virtudes trascendentes como sería la profundización de la democracia; con ello, se aspira a reforzar la vía de la democracia participativa que superaría a la democracia representativa arribándose a dos resultados perversos: el proceso de consulta se convierte en un medio de legitimación del liderazgo que lo dirige y, a la vez, al presentarse como la expresión más legítima de la voluntad general en manos del ejecutivo, se promueve el desgaste del parlamento local[3] como el locus de la democracia liberal en el que se forja, legítimamente, la voluntad popular (Op. cit. 150). En definitiva, se crea un clima de confrontación entre el Consejo del Presupuesto Participativo y la Cámara de ediles, con la consecuente superposición de las atribuciones de ambos espacios de decisión (Araujo 2001). En segundo lugar, siendo que la movilización poblacional se estimula con fines de democracia directa y no de control y presión sobre la representación constituida, se oxigena la dictadura de las minorías activas, una de las imperfecciones de la democracia liberal (Dahl citado por Cavalcanti y Maia 2000:150). En tercer lugar, el mecanismo de participación corre el riesgo cierto de incentivar el uso de las tácticas de cooptación de los liderazgos comunitarios, siendo un campo fértil para el amiguismo al imponerse la lógica del intercambio de favores para el mantenimiento del poder del voto (Op. cit.). En ese sentido, las instancias del PP, al constituirse en los espacios que legitiman las reivindicaciones sociales, terminan asfixiando la dimensión contestataria de los movimientos sociales y compromete el principio de autonomía de las organizaciones civiles (Araujo 2001: 248). Finalmente, advierten Cavalcanti y Maia (2000), es necesario sincerar la verdadera dimensión de este mecanismo de participación: se trata de un reparto de recursos limitados que, aunque necesarios, se alejan demasiado de las reales necesidades de recursos para impactar en las exigencias populares. Eufemísticamente, concluyen los autores, se termina “dividiendo correctamente lo que sobra”, con lo cual es, por lo menos, ingenuo, esperar que el PP posea un carácter pedagógico para el perfeccionamiento de la democracia. En todo caso, terminaría cumpliendo el rol de des-educar a la población en la medida en que ella entraría en una atmósfera de confusión respecto a cuáles son los procedimientos decisorios legítimos- si el participativo o el representativo-, por lo menos en lo que a un sistema democrático liberal se refiere.

Para el caso de Bolivia, partamos de la  siguiente afirmación: “la participación popular es lo mejor que hemos hecho los bolivianos en los casi últimos cincuenta años de historia republicana” (Rojas: 2003:7). Muy alta fue y ha sido la expectativa puesta sobre esta reforma.  Sin embargo, al transcurrir del tiempo, emergen sus limitaciones. Con datos en manos, Rojas informa acerca de la persistencia de los rasgos patrimoniales y caudillistas en el manejo municipal, con incrementos de corrupción sin sanción legal, toda vez que la sociedad apenas había puesto en práctica, luego de nueve años de gestión popular, el voto de censura en apenas el 19% de los municipios. Para Urioste (2003), la descentralización  municipalista con participación ciudadana directa, fue una medida radical en el contexto político boliviano, inspirada en la experiencia de la diversidad de actores sociales y políticos. El principal sujeto de dicha reforma radical fueron las comunidades indígenas, campesinas y juntas vecinales, reconocidas jurídicamente con el término de Organizaciones Territoriales de Base (OTB).A pesar de sus potenciales y evidentes bondades, el proceso ha sido objeto de numerosas críticas las cuales se resumen a continuación. En primer lugar, las instituciones previstas para la participación no funcionaron según las expectativas ideales, sobre todo por la mediatización de la cual fueron objeto producto del monopolio político partidista. Esta situación llevó a la cooptación de los Comités de Vigilancia, convertidos en espacios de reparto partidario. Una segunda limitación se encuentra ubicada en las estructuras de gobierno local. La mayoría de ellas son débiles tanto en su vertiente fiscal y de servicios como en las capacidades para conducir un proceso complejo de participación. En tercer lugar, persisten problemas en cuanto a la redefinición de lo público dentro del proceso de participación. Luego de una primera etapa, la Ley generó un efecto centrífugo al lograr movilizar centenas de organizaciones populares en el camino hacia la apropiación del proceso. Sin embargo, pasada la efervescencia inicial, se pasó a una etapa centrípeta dónde el poder central se convirtió en protagonista, aunado a una tendencia a la fragmentación institucional de la sociedad civil. En un escenario pesimista, señala Urioste, a pesar  de la existencia de una incontestable realidad municipal en Bolivia, pudiera producirse un proceso de “modernización incorporativa” (ibidem: 21), con lo cual se destruirían herencias indígenas y culturales, a pesar de la retórica de la participación popular.

Con la llegada del gobierno del MAS, Bolivia entró en una etapa de  implantación de, como lo denomina (Mayorga 2008), un modelo radical etnicista y populista de democracia participativa. El artículo 11.1 de la nueva Constitución, aprobada en una tensa pugna a través de un referéndum cuestionado por vastos sectores de la población, sostiene que el nuevo Estado adopta tres formas de democracia: la representativa, la participativa y la comunitaria. En esta perspectiva, “el proyecto constitucional del MAS sostiene una equivalencia entre democracia directa y participativa, entendiéndolas como complementarias, aunque superiores a las instituciones de la democracia representativa” (op.cit., 2). De esta manera, para la supremacía de la democracia participativa sobre la representativa, se han previsto mecanismos de control por parte de las organizaciones sindicales e indígenas – que son la base de apoyo del MAS- sobre el parlamento y demás instituciones del régimen representativo. Por supuesto, este camino ha conducido a Bolivia hacia una situación de confrontación entre dos bloques de la sociedad en la cual, el modelo de participación popular no ha logrado fortalecer la democracia boliviana y, por el contrario, ha exacerbado las contradicciones políticas, étnicas y religiosas, conculcando los derechos ciudadanos (Op. Cit).

Hacia finales del primer gobierno Aprista en Perú, se había logrado aprobar una reforma descentralizadora que, con cierta timidez, veía en la creación de espacios de participación territoriales una salida contra las debilidades del modelo representativo de democracia. Aquella experiencia duró poco ya que, posteriormente, el régimen de Fujimori eliminaría las figuras regionales de elección indirecta e impondría un modelo centralizador que se fortalecería hasta su caída en el año 2000. Por esa fundamental razón, luego de la salida de Fujimori, cobró renovado valor la necesidad de enfrentar las deficiencias de la democracia representativa a través de la ampliación de los espacios de participación asociados a los gobiernos regionales y municipales. Así, con la elección de los Presidentes Regionales de manera directa, fueron creados los Consejos de Coordinación Regional y Local (CCR y CCL), la figura del PP y  otros mecanismos de participación (Mascareño 2005).

La idea implícita en estos avances era la de que un mayor involucramiento de los actores civiles a través de los diferentes medios de participación, lograría compensar las deficiencias de los actores políticos que ejercían la representación. El análisis de Tanaka (2007) advierte sobre el hecho de que aquélla iniciativa participativa no estuvo acompañada de un igual afán de fortalecimiento de la dimensión representativa nacional, regional y local, lo que traducía una escasa comprensión de las verdaderas relaciones entre las dimensiones representativa y participativa de la democracia. A su vez, los mecanismos de participación aludidos, han confrontado claros problemas de escasa representación social toda vez que, al ser creados en un ambiente de fragmentación  política y social y debilidad institucional, terminan siendo dominados por aquellos grupos de la sociedad mejor organizados y con mayor capacidad de movilización; con ello, se echa al traste el objetivo que teóricamente se persigue. La debilidad institucional, por ende, hace que los CCR y CCL, terminen superponiendo sus actuaciones con las de los parlamentos regionales y los cámaras municipales, en una actuación marcada por el particularismo. Luego de varios años de creados, los CCR y CCL  no logran adquirir la relevancia esperada luciendo poco atractivos  para los actores políticos y sociales. Adicionalmente, la figura del PP termina colisionando con las atribuciones del parlamento regional y local, al pretender convertirse en el principal espacio de decisión sobre los recursos, lo que entra en abierto conflicto con una de las principalísimas funciones de las instituciones de representación. Lejos de ser complementarios, concluye Tanaka, los mecanismos de participación y las instituciones de representación peruanas, parecen funcionar con lógicas opuestas y hasta contradictorias, superponiéndose y estorbándose, antes que fortalecerse y complementarse.

Finalmente, nos ocuparemos del caso venezolano. La denominada democracia participativa y protagónica en este país, surgió como opción de modelo político frente a la deslegitimada democracia representativa bipartidista que detentó el poder durante cuatro décadas. Vastos sectores poblaciones enarbolaron la bandera de Hugo Chávez y fueron contra los que habían ejercido la representación democrática logrando, efectivamente, derrotarlos y debilitarlos hasta su casi desaparición.

Doce años después, Venezuela atraviesa una conflictividad política que mantiene al país dividido en dos grandes bloques casi irreconciliables. El régimen de Chávez sigue avanzando en lo que denomina la democracia participativa y protagónica, pero con una variante en América Latina: se ha minimizado el valor de la descentralización como reforma clave para la profundización de la democracia, reconcentrándose todos los poderes en manos del Presidente de la República. A pesar de que en los inicios de la Constitución Bolivariana de 1999 no se observaran dilemas entre la participación y la representación, el desarrollo del régimen evidenció como los poderes judicial,  legislativo y el electoral tendían, indefectiblemente, a ser controlados por el Presidente (Combellas 2004). Es decir, las instituciones de representación  serían suplantadas por un vínculo directo entre el líder y la población adherente de su proyecto (Arenas y Gómez 2006). Para la otra porción de la población, la representación no funciona; no posee instancias del Estado a las cuales acudir para reivindicar sus derechos.

Entonces, ¿cómo se expresa en este caso la tensión entre representación y participación si están mediatizados los derechos y concentrados los poderes? Como lo analiza Arenas (2008), efectivamente la insatisfacción con el sistema liberal de representación condujo a la búsqueda de fórmulas participativas más directas en Venezuela. Así, el proyecto bolivariano echó  mano de una amplia gama de mecanismos organizativos en procura de ese ideal. Sin embargo, se ha terminado imponiendo la figura y el mando del líder carismático propio de los populismos latinoamericanos, con lo cual la participación sólo se valida a través del líder. Los Consejos Comunales, la más reciente creación para la participación por parte de gobierno de Chávez, fueron lanzados con la promesa de superar la tensión entre la democracia representativa y la democracia directa. Sin embargo, se trata de una figura que depende directamente del Presidente de la República,  quien distribuye los recursos para su funcionamiento. De esta manera, se muestra como lo que fue publicitado como medios para erradicar los vicios de la democracia representativa, terminan siendo medios funcionales al ejercicio autoritario y populista en una lógica abiertamente autoritaria del ejercicio del poder. “Democracia participativa, entonces, no necesariamente puede ni debe traducirse en mayor democracia” (op. Cit., 84).

De los cuatro casos de democracia participativa, tres – Brasil, Bolivia y Venezuela-poseen una clara influencia del ideario participacionista de izquierda cultivado en América Latina desde los setenta, el cual reflejaba una insatisfacción con los regímenes militaristas de entonces y, en el caso venezolano, con la democracia partidocrática que había cerrado los espacios de participación a una sociedad que se había complejizado y demandaba su incorporación en las decisiones públicas. También en el caso boliviano, si bien las reformas se decidieron en gobiernos no identificados con la tradicional etiqueta de izquierda[4], es sabido como la militancia de izquierda en los movimientos sociales, influyó en la incorporación del ideario de la participación. Los movimientos partidistas y sociales liberales en cada uno de estos países, también entraron en la corriente de cambio y adoptaron a la participación como un adjetivo  sin el cual no podría venderse la esperanza de una mejor democracia.

  1. COMENTARIOS FINALES

La participación como acto que busca redimir a la sociedad de las deficiencias de la representación política, cuyas vituperadas instituciones son casi condenadas al papel de jarrones chinos cuando no al rincón de los recuerdos en las democracias latinoamericanas, ha tomado su lugar en la conciencia colectiva de nuestras sociedades.

La popularidad de la democracia participativa, evidente, incesante y creciente, termina siendo vinculada al malestar ciudadano con la democracia representativa. Así, cada crítica a la representación se espera resolver con la democracia participativa. Se trata, como lo define Restrepo (2001), de enfrentar un prontuario anti-representación, sin percatarse que la opción participacionista también posee un límite en el afán de resolver las desigualdades sociales y, lo más grave, en nombre de ella ( la participación), se fortalecen procesos de fragmentación que atentan contra la posibilidad de crear referentes comunes y colectivos. De allí que el panorama para la redención democrática por la vía de los procesos de participación – mayoritariamente de corte  localista-  no es tan claro ni expedito como el entusiasmo de quienes la proclaman lo pudiera anunciar. Ello se puede deducir de los casos antes comentados.

¿Hasta dónde se ha cumplido la aspiración contenida en la democracia participativa?, no existen respuestas definitivas. Lo que ha sucedido frente el reclamo desde los setenta por una genuina, popular y progresiva democratización es la inexistencia de experiencias a gran escala que den cuenta del logro de esos objetivos (Nedeerven 2001).

En el camino de tensión con la representación, la institucionalización de los instrumentos de participación, tienden a desplazar- quizás sin proponérselo-  los espacios de representación, entrando en una arena conflictiva con el sistema político. En el trabajo efectuado en 390 municipios de Brasil, Chile, México y Perú, Anderson y  van Laerhoven (2007), demuestran  la existencia de un gap entre las reformas de participación y las estrategias reales de poder. Sencillamente, el alcalde no está interesado en compartir el poder a menos que dichos mecanismos supongan algún tipo de beneficio para el líder. En este sentido, el político local apoyará tan lejos las iniciativas de participación como lejos sean sus beneficios políticos. El estudio desarrollado por Selee (2006) en tres gobiernos locales mexicanos, demuestra cómo, si bien se percibe más autonomía de las autoridades municipales, esta no se traduce en un mayor acceso de la población a la gestión local. Por el contrario, persiste una fuerte resistencia y claras limitaciones para el desarrollo del accountability y, por tanto, de  la responsabilidad de los alcaldes ante sus electores.

En ese sentido, Anderson y van Laerhoven (2007)  advierten que los líderes locales solo abrirán las puertas de la participación si existen beneficios[5]. Es el mismo cálculo con el que ha actuado legítimamente el Partido de los Trabajadores al impulsar el Presupuesto Participativo en Brasil, obteniendo evidentes réditos políticos. De esta manera, los espacios participativos pueden  introducir fuertes tensiones en el sistema de checks and balances de la democracia representativa, momento en el cual los líderes políticos reaccionarán oponiéndose a ellos. En el mismo caso brasileño, Wrampler (2006) concluye como en los municipios de Sao Paulo y Recife ha sido difícil y hasta imposible implantar el Presupuesto Participativo tal y como se experimenta en Porto Alegre. La razón es simple: en las dos primeras localidades, el Partido de los Trabajadores-PT- no posee la mayoría representativa y, en consecuencia, los concejales, con absoluta legitimidad, defienden su espacio de actuación y se oponen a la pérdida de poder que supone el mecanismo de participación. Además, siendo esa una estrategia del PT, el resultado natural es que la oposición la resista y hasta la elimine.

Nos encontramos con otra mirada de la tensión participación-representación. Es aquélla que devela la verdadera  naturaleza de las prácticas de participación: existe una íntima relación entre el desempeño de las mismas y las instituciones clásicas de la democracia representativa y del sistema político, sean ejecutivos, parlamentos, partidos políticos o líderes individuales. En esta intensa interacción, los líderes de las organizaciones populares trazan estrategias de acceso a los recursos y beneficios del Estado para proveer de soluciones a los pobladores que así lo demandan, con lo cual los líderes de base mantienen también su legitimidad. Un estudio efectuado sobre una muestra de 299 organizaciones sociales que hacen vida en Sao Paulo (Gurza et. al.  2005), concluye  que las organizaciones más representativas de los pobres son las que están bien conectadas con los partidos y agencias estatales. Ellas, sin llegar a ser totalmente cooptadas, se encuentran mejor preparadas para organizar demostraciones públicas e incidir sobre los gobiernos a través de múltiples canales. En un trabajo más etnográfico sobre organizaciones de base en tres municipios de Belem, Brasil, Guidry (2003) demuestra como para los líderes locales, en su objetivo de impactar el discurso público e introducir puntos en la agenda de decisiones, es fundamental el proceso de working the linkages[6] con los partidos, líderes políticos y oficinas públicas, en un permanente diseño y rediseño de las rutinas políticas, para lo cual actúan constantemente con “un pié en la puerta de la esfera pública dominante” (Ibid.; 517). De esta manera, los procesos de participación deberán ser analizados como lo que son: un producto político y no un instrumento neutro de reivindicación de la sociedad civil (Gurza et. al.  2005).

Ciertamente, las teorías minimalistas de la democracia como la schumpetereana, no están resolviendo los grandes conflictos de las sociedades contemporáneas. Pero pareciera que la opción de crear una imagen invertida como la democracia participativa que se le oponga a la representación, se encuentra en un terreno difícil como para aspirar a cumplir con los requerimientos de la permanente construcción y preservación de la comunidad política a través de la democracia. La democracia es indeterminada y contingente, y la permanente construcción del discurso de la comunidad  política nacional le es inherente; ese rol, además de evitar la tiranía, es una de sus funciones centrales. Ese discurso es inalterable desde la óptica de la participación local  toda vez que la democracia participativa, tal como se le concibe y se intenta llevar a la práctica, queda reducida a los problemas cotidianos, a una gestión de co-propietarios. Y, precisamente, esa no es la gran tarea de la Política: esta se encarga de construir las reglas de convivencia de la comunidad política. Lo in-político es creer que la Política es la gestión de los problemas cotidianos (Rosanvallon 2006).

Esa gran tarea de preservación de la comunidad política moderna ha estado en manos de la representación. Allí, los nuevos espacios de participación deberán cumplir un papel de apoyo y ampliación de la democracia, pero pareciera que no le corresponde alterar la función de la representación, so pena de fomentar la fragmentación social y, con ello, abrir las puertas a tentaciones autoritarias y populistas que, como en América Latina, poseen su principal aliado en la debilidad del sistema de contrapesos el cual, hasta los momentos, solo es posible garantizarlo por medio de la representación.

Sin embargo, a pesar de que teóricamente pueda estar medianamente clara la complementariedad entre ambas, el espíritu de búsqueda de un autogobierno y una representación más eficaz siempre impondrá nuevas condiciones y tensiones. Como lo dice Rosanvallon (2007), esa historia no está cerrada. De allí que el dilema es doble: tanto la representación deberá revisarse y adaptarse a los tiempos de inclusión que corren, como la participación necesita de un análisis menos apasionado y más pensado en función de mantener los límites de convivencia de la comunidad política en democracia, so pena de que los demagogos y autoritarios de siempre continúen ganando terreno en lo que hasta ahora parece espacio de la democracia en América Latina.

 

 

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[1] También John Stuart Mill (2000) defendió  la tesis del autogobierno, en el marco del gobierno representativo.

[2] Autores como Castells, Touraine, Habermas, Mellucci, Laclau y Mouffe (referidos por Gorlier), entre otros, eran lecturas obligatorias para entender la conformación del ideario alrededor de las organizaciones sociales como una nueva perspectiva de la historia de los cambios sociales y su clara influencia en el pensamiento latinoamericano para ese momento.

[3] Este resultado, visto desde la perspectiva de los liderazgos de izquierda radical, sobre todo de inspiración marxista, que impulsan al presupuesto participativo, es un resultado deseable pues se trataría, con ello, de contribuir con la superación de la democracia formal burguesa e instaurar una democracia real, la participativa. Para llegar a ella, los líderes preclaros desde el Estado, aspiran dirigir las masas prevalidos de la idea de que ellos conocen lo que más conviene al pueblo y al país. Esta forma de pensamiento se encuentra en la raíz de los movimientos populistas latinoamericanos, con lo cual sería imposible rearticular al Estado y la sociedad civil dentro de nuevas ciudadanías, dando al traste con el principio de autonomía de la esfera civil.

[4] Para ser precisos, la Ley de Participación Popular de Bolivia fue aprobada en 1994, durante el predominio de partidos liberales antes que de izquierda. Es con la llegada del MAS que se radicaliza la propuesta y se entra en conflicto abierto con los postulados de la democracia representativa.

[5] El político local puede obtener tres tipos de beneficios al incorporar a las organizaciones de base en procesos de participación: a) transmitir una imagen de resolver problemas de cara a la gente; b) mitigar críticas de la oposición y culpar a otros de los fracasos y c) compartir costos en la implementación de actividades

[6] Ese modus operandi de las organizaciones de base no solo se encuentra en Latinoamérica. En los trabajos de Thomson (2001) y de Perry (2005), se determina que en Estados Unidos, este tipo de organizaciones requieren de un intenso trabajo de vínculos con las instituciones de la democracia representativa para lograr su legitimidad. Por supuesto, el contexto institucional en cada caso es diferente, y ello marca la distancia entre las autonomías organizativas en una y otra sociedad.

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