TEORÍAS DEL DESARROLLO TERRITORIAL. POSTULADOS Y PRÁCTICAS. ALUSIÓN A LATINOAMÉRICA Y VENEZUELA

El presente artículo se encuentra publicado en el libro “Nuevas visiones sobre el desarrollo”, producido por Cendes/Ildis en 2018 y coordinado por Carlos Mascareño.  

INTRODUCCIÓN

Este documento ha sido elaborado a partir de la conferencia “Territorio y Desarrollo” dictada en el mes de mayo de 2017 como parte del Seminario “Teorías del desarrollo” del programa de Doctorado en Estudios del Desarrollo del Cendes, Universidad Central de Venezuela.

Ha sido preparado para ser utilizado por todos los profesionales interesados en reflexionar y discutir acerca de los avatares de las sociedades humanas y su eterna interacción con el territorio. 

El documento se ha estructurado de la manera siguiente. En primer lugar, luego de introducir unas breves precisiones sobre el tema, en el punto II se analizan las primeras fuentes teóricas y prácticas sobre el desarrollo del territorio.

Las teorías surgieron en la segunda postguerra del siglo XX, y todas contienen un factor común: el crecimiento económico y su materialización en el territorio. Si bien las formulaciones de Alfred Marshall sobre el Distrito Industrial provienen de finales del siglo XIX, es en esa época cuando se incorporaron a la reflexión.

Ellas comienzan con Perroux y la teoría de los Polos de Desarrollo y continuaron con la formalización de las políticas de desarrollo regional.

En el apartado III se ofrece un panorama sobre la incorporación de las teorías institucionales en las visiones sobre el desarrollo territorial. Allí destacan las ideas de Putnam sobre el desempeño de los territorios y su relación las comunidades cívicas, teniendo en la descentralización del poder su principal escenario.

En el IV se comentan las recientes discusiones acerca del desarrollo local, desarrollo endógeno y desarrollo económico local,  que han surgido como opciones de comprensión y acción sobre el territorio más allá de la descentralización y los enfoques institucionales.

En el punto V del documento, se ofrece un breve panorama de las transformaciones en marcha en las ciudades, metrópolis y megalópolis, opciones dominantes en la localización de espacios de habitación y actividades económicas.

Finalmente, se formulan comentarios generales acerca de la necesidad de nuevos conceptos, teorías y visiones sobre la dinámica de las sociedades humanas en el territorio, toda vez que las que se elaboraron en el siglo XX y al comienzo del XXI no están dando cuenta de los cambios profundos en marcha. Estos cambios apuntan hacia el planeta como único territorio de integración de la humanidad, con su inmensa diversidad territorial.

BREVES PRECISIONES INICIALES

 

                                         (i)

Las denominadas teorías del desarrollo territorial, objeto de análisis de este documento, vieron luz a partir de la segunda postguerra del siglo XX, con antecedentes en el campo de la teoría económica en el siglo XIX. Se trata de una construcción conceptual y prescriptiva originada a partir de la observación de la dinámica política y económica de las sociedades humanas dentro de espacios delimitados por normas institucionales, tales como las regiones, los estados, el municipio y la ciudad.

Así, por ejemplo, las teorías sobre el desarrollo local en boga, están sostenidas por los acontecimientos que se desenvuelven, preferentemente, dentro de límites municipales. Las teorías que fueron utilizadas en los años 40, 50 y 60 del siglo XX, sustentaron su relato dentro de los límites de una construcción artificial llamada Región, cuya inspiración podía provenir de límites de cuencas hidrográficas, de zonas históricamente integradas con afinidades socioculturales o por decretos de los gobiernos centrales para comodidad del ejercicio de la planificación centralizada de aquéllos momentos.

En esta línea argumental, debemos destacar como, a medida en que la ciudad se ha ido constituyendo en el principal espacio de integración de las actividades humanas, las teorías urbanas, que también debemos clasificarlas como teorías sobre el desarrollo territorial, han ido tomando lugar privilegiado en la elaboración conceptual acerca de la relación entre territorio y desarrollo.

Se trata de una tendencia que se pronuncia a medida en que, en el siglo XXI, cobran protagonismo las metrópolis y las megalópolis. Dentro de estos espacios conviven estados, municipios y hasta regiones naturales o históricas. Todos esos espacios, hasta los momentos, han sido observados y analizados dentro de un límite territorial mayor que determina sus condicionantes y su perfil: el estado-nación.

Aunque existen regiones económicas o socioculturales limítrofes de gran importancia entre dos estados nacionales, son la excepción de la regla dentro de las teorías del desarrollo del territorio. Un punto de reflexión adicional en la discusión de la relación Desarrollo-Territorio de hoy es si la construcción teórica de casi un siglo está preparada para comprender los cambios que la integración planetaria nos asoma. Parece que no.

                                                          (ii)

La relación entre las sociedades humanas y el territorio forma parte de la naturaleza de los humanos a lo largo de su historia. Los límites territoriales han jugado un papel central en la estabilización de los sistemas sociales pues, dentro de ellos, se han desplegado las actividades para la sobrevivencia.

En cada etapa de la evolución humana, se han conocido pautas que resultan ser propias de los sistemas complejos  que “cercan” las opciones de vida y confieren estabilidad al desempeño de los grupos humanos (1) y, con ello, producen y reproducen sus mitos de convivencia. Con esta capacidad, la diversidad humana se integra dentro de formas de organización social con límites territoriales determinados (2).

De lo antes dicho, podemos rescatar las siguientes ideas para aplicarlas a la mejor comprensión de las teorías del desarrollo territorial:

  1. Dichas teorías aparecen en la etapa del estado-nación como límite territorial dominante. Dentro de ese límite, a su vez, han sido creados límites subnacionales que han sido objeto de diseños institucionales para establecer reglas de convivencia entre las partes en las que se descompone el estado-nación. Regiones, estados, municipios y ciudades destacan como estructuras dominantes.
  2. Independientemente de la visión dominante en la elaboración de las teorías sobre el desarrollo territorial, han estado presentes valores culturales que dominan las relaciones entre los grupos humanos desde la etapa de la revolución agrícola. Ellas son: El apego al sitio o lugar donde vive y desenvuelve su actividad para la vida; la presencia de un destino común de los pobladores que se agrupan y hacen vida dentro de los límites de un determinado territorio subnacional (identidad regional-local); presencia de diseños institucionales que norman las relaciones en su naturaleza política (autoridades regionales, estadales o locales), reglas de intercambio (mercado) que median la transacción de los bienes y servicios y pautas para las actividades productivas propias de cada lugar de acuerdo a su vocación histórica o potencial (agricultura, pesca, turismo, industrias, servicios, etc).
  3. ¿Cuáles serán los nuevos valores culturales de la relación humana con el territorio en la era de la integración planetaria?

 

LAS PRIMERAS FUENTES TÉORICAS SOBRE EL DESARROLLO TERRITORIAL. EL DOMINIO DEL DESARROLLO REGIONAL Y SUS PRÁCTICAS

El factor territorial en la reflexión sobre el crecimiento de la economía -variable que dominó las tesis sobre el desarrollo-, tenía antecedentes en autores como Adam Smith y Alfred Marshall, sin que ellos hablasen de desarrollo territorial explícitamente.

Smith (1979), en su texto clásico “La Riqueza de las naciones” (3), aborda el tema de la división del mercado en función de la especialización que se establece en las actividades según se trate de procesos productivos efectuados en la ciudad o en el campo. Y, a su vez, la división de los mercados lleva a la necesidad de incorporar las transacciones de las naciones con el exterior, según sea la especialización de cada nación.

En este abordaje temprano, se asoman los trazados de las futuras teorías específicas cuando se prevé que las actividades locales territoriales fueran estas efectuadas en la ciudad o en el campo, formaban parte de las variables que intervenían en la economía.

Pero fue Alfred Marshall quien inauguró en la teoría económica el uso explícito del factor territorial en el análisis de los procesos económicos. Su concepto de Distrito Industrial (4) introdujo una variable central para entender el incremento de los rendimientos y la productividad en función de la agregación de actividades afines y complementarias en una determinada rama industrial, favorecida por la existencia de grupos de empresas grandes, medianas y pequeñas en un territorio o localidad, lo que facilitaba el intercambio de factores productivos y la ampliación de los mercados a partir de la especialización de la presencia de conglomerados industriales.

 

Pero el pensamiento de Marshall cuando introduce la territorialidad de la economía a través de la localización industrial, va más allá de los simples límites administrativos de las actividades dentro de un estado-nación. Su propósito verdadero, como lo explica Becattinni (2004), es definir una unidad de análisis a partir de la cual puedan evaluarse el comportamiento de las fuerzas socio-económicas, integradas por una pluralidad de individuos estrechamente interconectados pero que, a la vez, reconoce la individualidad de los agentes y sus decisiones productivas.

A partir de los autores antes señalados, es posible derivar algunas reflexiones referidas a la construcción territorial a partir de modelos de ocupación y la aparición en el siglo XX de teorías consolidadas para abordar el desarrollo territorial. Veamos.

Smith elabora su obra en la segunda mitad del siglo XVIII cuando la Revolución Industrial ya había tomado forma en Inglaterra y se consolidaría en la primera mitad del XIX. Evidentemente, la obra del autor era reflejo de lo que veía emerger ante sus ojos.

Ya se denominaba “nación” a aquéllos territorios que ofrecían una identidad social y política que, como en Inglaterra, provenía de largos siglos de fraguado. Era entonces posible territorializar las actividades económicas dentro de unos límites imaginarios llamado nación e identificar el intercambio económico con otras naciones.

Marshall, por su lado, crea su concepto cuando ya la Revolución Industrial original es historia y las sociedades humanas, con seguridad, nada recordaban de la Transición de Fase que había sucedido un siglo antes. Ya se habían acostumbrado a nuevas formas de vida distintas a la agrícola.

En el año en que Marshall publicó los “Principios Económicos”, 1890, la humanidad se encontraba en la segunda fase (Lenski et. al, 1997, pp.251-254) de la nueva Revolución. La misma se había expandido desde Inglaterra hacia los EE.UU y nor-oeste de Europa y se había iniciado la era de la Máquina de  Vapor, se conocía el Telégrafo, el Dinamo eléctrico e Inglaterra estaba cruzada por una red de ferrocarriles.

La gran innovación empresarial para aquél momento (y fue la que llamó la atención de Marshall), fue “la empresa multidivisional con una jerarquía de ejecutivos asalariados (…) Éste fue un paso importante en el desarrollo de la corporación moderna” (Op. Cit. P.253).

Así, en este marco argumental, lo que se ha conocido como las teorías de desarrollo territorial a partir de la segunda mitad del siglo XX, son parientes cercanas, en segunda generación, de aquéllas ideas clásicas que buscaban relacionar la realidad que estaba emergiendo en esa transición de fase de la sociedad agrícola a la industrial.

Para este momento ya las ciudades son el centro territorial por excelencia para localizar cuanta actividad económica surgiese al calor de la intensa revolución industrial. Y los territorios donde continuaba la producción agrícola, progresivamente, se iban integrando con la ciudad en tanto que allí se encontraba la realización de los mercados a la vez que el suministro de los factores de la producción.

Clásicos teóricos del desarrollo regional

Si bien había transcurrido más de medio siglo desde que Marshall hubiera formulado su tesis de los Distritos Industriales, no fue sino hasta luego de la postguerra que el asunto territorial adquirió entidad, tanto en lo económico como en lo político.

La noción de “eslabonamientos anteriores y posteriores” fue introducida por Albert Hirschman en 1958 en su obra más conocida “La estrategia del desarrollo económico” (3ª Edición del FCE, 1973). Comprender esa dinámica sería fundamental para diseñar políticas que buscaran la integración de actividades económicas afines e incrementaran la densidad y la productividad.

En tal sentido, decía Hirschman que “Es natural que la falta de interdependencia y eslabonamiento sea una de las características típicas de las economías subdesarrolladas (…) Es obvio que la agricultura en general y la agricultura de subsistencia en particular se caracterizan por una escasez de efectos de eslabonamiento.

Por definición, toda producción primaria debe excluir cualquier eslabonamiento sustancial (…) Los efectos de eslabonamiento posterior también son débiles en la agricultura y la minería (…) Solo una parte comparativamente pequeña de la producción agrícola total de los países subdesarrollados se procesa de manera complicada, y esto, por lo general, se hace en el extranjero” (Op. Cit. P. 114-115).

Al contrario de las actividades primarias de la economía, el proceso de industrialización aúpa mayores eslabonamientos anteriores y posteriores, sobre todo a partir de la creación de industrias satélites que disfrutan de fuertes ventajas de localización por su proximidad a una industria maestra (cursivas nuestras).

Esta dinámica de eslabonamientos también genera estímulos para el establecimiento de industrias no satélites. Como se deduce, la idea de eslabonamientos productivos, muy asociada al análisis de la matriz de insumo-producto, tiene una concreción territorial en varios sentidos: a) En primer lugar, es fundamental la localización de las actividades maestras y su relación con las satélites, que se ubicarán en territorios contiguos por economía de escala y flujo de transacciones; b) Por contraste, las actividades agrícolas, dispersas por lo general, gozan menos de la posibilidad de encadenamientos, lo que define el tipo de desarrollo territorial en las áreas  con actividades primarias y c) hay una diferencia territorial entre los países subdesarrollados, con eslabonamientos débiles, y los desarrollados. Los últimos, se concluye, posen mayor densidad de aglomeración de actividades que propicia más productividad.

De esta manera, existe un vínculo entre política productiva y desarrollo del territorio que, de acuerdo a Hirschman, depende de la existencia de políticas de industrialización con unidades localizadas de tal manera que faciliten el encadenamiento hacia adelante y hacia atrás en la medida de lo cual sería posible incidir en la disminución del grado de subdesarrollo.

La teoría de los Polos de Desarrollo llegó a ser la propuesta más difundida e, inclusive, aplicada en materia de desarrollo territorial en los cincuenta y sesenta. Según Francois Perroux, su autor, son los polos los que favorecen la formación de economías de escala a partir de una base tecnológica y su elemento central es la ubicación de una industria motriz.

A partir de su capacidad de innovación y fuerte liderazgo, se instalarán otras empresas vinculadas a ella y se promoverá el desarrollo en el territorio dónde se encuentren (Vásquez Barquero, 1999). La empresa motriz genera un proceso de inducción que fomentan las decisiones de otras empresas a partir de las decisiones tecnológicas y de inversión; a partir de esta situación, se crea un conglomerado con centro en la empresa motriz, las empresas dependientes y las contratistas proveedoras de servicios, creándose una economía de mayor escala.

En esa visión, la teoría de los polos es una referencia obligada del desarrollo endógeno. “Comparte con ella dos principios: que la existencia de externalidades es una condición necesaria para el desarrollo de una ciudad, una comarca o una región y que es la red de empresas industriales la que da lugar a una multiplicidad de mercados internos y, por tanto, a las economías externas” (Op. Cit. P. 57).

De acuerdo a Guillén (2007-2008), Perroux fue “el  economista francés más reputado, prolijo y singular del siglo XX” ( p.11). Junto con Hirschman promovió la intervención del estado para incidir en los desequilibrios y el dualismo del subdesarrollo. Su obras más prominente en materia del desarrollo regional (5), continúa siendo referencia en el estudio de los enfoques de intervención y transformación de los territorios.

La práctica pionera del desarrollo regional

La formulación teórica y la práctica sobre el territorio, no necesariamente coinciden temporalmente. Antes de que Perroux emitiera en 1955 sus difundidas ideas, las más estructuradas sobre la materia, hubo iniciativas de intervención territorial para la promoción del crecimiento económico a partir de actividades motrices o facilitadoras.

La TVA

Hay coincidencia en que la aplicación de ideas conceptuales al desarrollo de territorios específicos, tiene su ejemplo pionero en el modelo ejecutado en los años cuarenta por la Agencia Federal del Valle del Tennessee, en Estados Unidos (TVA). El objetivo de esta iniciativa era el manejo y control y el sistema fluvial del Valle del Río Tennessee.

Este concepto, basado en la intervención de cuencas hidrográficas, se orientó hacia la concentración de inversiones en obras hidroeléctricas, infraestructura básica y desarrollo agropecuario (Gallicchio y Camejo, 2005). Se trataba de una intervención directa del gobierno central norteamericano sobre el uso y distribución de un espacio y los recursos que este generaba.

En realidad, la creación de la TVA tiene un origen conceptual no territorial y uno político. Por una parte, la misma había sido creada por el Presidente F.D. Roosevelt en 1.933 como parte importante del New Deal. Por el otro, este diseño respondía a la aplicación del modelo keynesiano para enfrentar la crisis.

Este modelo institucional basado en el “paradigma” hidráulico” mantuvo su influencia durante dos décadas (Boisier 2006) y fue replicado en varias zonas de Latinoamérica, como veremos luego.

Keynes no era un teórico de modelos de intervención sobre el territorio. Sin embargo, su visión acerca de la intervención del estado en loa asuntos económicos se tradujo, en este caso específico, en una intervención sobre un territorio concreto.

Silicon Valley: Un clásico del desarrollo regional

Quienes han oído hablar del Sillicon Valley inmediatamente piensan en computadoras y en Steve Jobs. Y es que efectivamente en esa zona se ha llegado a congregar a lo largo de cinco décadas la mayor densidad de empresas dedicadas a la generación de productos ligados a la cibernética, la computación y el software.

Pocos piensan en Silicon Valley como un ejemplo mundial de desarrollo territorial a partir de la conjunción de factores sociales, políticos, culturales y económicos, distintos a la creación de polos de desarrollo aunque si de encadenamientos productivos.

Pero con un signo distinto: el principal factor que nucleó a los participantes fue el conocimiento. Ubicado en la costa oeste de los Estados Unidos, en el Estado de California, esta región ha terminado siendo una de las más ricas del mundo y Headquarters de las principales empresas de tecnología del planeta.

Pero, además, en su entorno se ubican las reconocidas universidades de Stanford y Berkeley las cuales tienen una gran responsabilidad en lo que allí ha sucedido, en cuanto a producción de conocimientos e innovación se refiere (Galaso, 2005).

El Sillicon Valley, como afirma Saxenian (2014), es la líder del desarrollo económico en el mundo, cuyo modelo ha sido imitado en varios países; su impacto se ha extendido más allá de su área geográfica y ha ampliado las posibilidades de progreso en toda la Bahía de San Francisco al atraer permanentemente nuevos talentos. Basta decir, finalmente, que es el territorio donde se encuentran las sedes de Apple y Google.

El hilo explicativo de este desarrollo territorial se remonta hasta la segunda guerra mundial. En ese entonces la Universidad de Stanford recibió importantes recursos públicos para el desarrollo de tecnologías militares. Producto de aquél empuje, nacieron empresas de tecnología que, terminada la guerra, se consolidaron en los años 50 y 60.

De manera concomitante, Stanford se fue abriendo a las empresas y la industria local producto de lo cual se creó el Stanford Research Institute y el Stanford Industrial Park en los años 70. A este esfuerzo tecnológico se unió la Universidad de Berkeley y llegó a tener el mismo número de investigadores tecnológico de Stanford en los 70.

La oferta de investigadores universitarios fue ampliada con la incorporación de la San José State University y la Foothill College de Los Ángeles (Galaso, 2005). De aquél sistema complejo basado en la producción de conocimientos surgieron asociaciones empresariales que intercambiarían ideas, información e innovaciones a lo largo de esas décadas, con lo que emergió una densa red de agentes y empresas relacionados con el negocio de las nuevas tecnologías.

La Santa Clara Country Manufacturing Group es una muestra de ello, contaba con empresas como IBM y HP. También destaca la Western Electronic Manufacturers Association. Ambas jugaron un papel central en organizar la estructura dispersa y descentralizada del Valle (Op. Cit).

El crecimiento acelerado del Valle generó, como es esperable, problemas de servicios, alto costo de la vida y dificultades con la gobernabilidad local a lo largo de la Bahía y sus alrededores dónde cohabitan alrededor de 100 poblados.

El crecimiento desde 10.000 empresas en 1995 hasta 25.000 en el 2012 impactó de tal manera la región que fueron necesarias medidas institucionales para intentar coordinar el proceso de desarrollo y ordenamiento de la Bahía. En 1990 se creó The Bay Area “Joint Policy Committee”. 

Esta figura tenía como objetivo coordinar los esfuerzos de planeación de varis agencias públicas y privadas entre las cuales estaba la Comisión de Conservación de la Bahía, la Comisión de Transporte Metropolitano y la Asociación de Gobiernos de la Bahía (Saxenian, 2014).

Silicon Valley es un clásico del desarrollo regional en el mundo. El mantenimiento de su éxito y el control de los desequilibrios y efectos negativos requerirán de permanente innovación social, económica y tecnológica.

Queda el principal aprendizaje de esta experiencia: la adaptación constante de la sociedad de investigadores, empresariales, de gobierno y de ciudadanos para introducir los cambios que le ha permitido pasar de ser una región dedicada a la producción de unidades electrónicas para uso militar a ser hoy la zona más especializada en Web, Nube y App para móviles.

El desarrollo regional temprano en América Latina y Venezuela

Tan temprano como en 1.947, en Latinoamérica fue adoptado el modelo del TVA. Sucedió en la Cuenca de Papaloapán, México (Gallicchio y Camejo, 2005). Para Boisier (2006), la instalación de la Comisión de Papaloapan representa la cuna de las políticas territoriales en América Latina.

Esta figura del gobierno central mexicano, administró 47.000 kms² de la cuenca para el control de inundaciones, inversión en recursos hidráulicos, irrigación, energía hidroeléctrica y agua potable y el establecimiento de sistemas de comunicación para todos los asuntos de desarrollo industrial y agrícola, urbanización y colonización. 

A este caso le siguieron en 1.948, la Comisión para el Desarrollo del Valle del Rio Sao Francisco la Comisión para el Desarrollo de la Cuenca del Valle del Río Doce en Brasil.

En 1.959 fueron creadas la Superintendencia para el Desarrollo del Nordeste de Brasil y el Consejo Federal de Inversiones de Argentina, basado en un pacto entre las provincias, el municipio de la ciudad de Buenos Aires y el Territorio Nacional del Tierra del Fuego, Antártica e Islas del Atlántico Sur (Op. Cit.).

En el año de 1.954 vio vida el modelo del Valle del Cauca en Colombia (Gallicchio y Camejo, 2005). Bajo la figura de Corporación, la iniciativa estuvo dedicada a la producción de electricidad y agencia de desarrollo; a ella le siguieron en Colombia la Corporación Autónoma de la Sabana y corporaciones departamentales relacionadas con el ordenamiento territorial (Boisier, 2006).

 

El caso de la Región Guayana en Venezuela

Una de las principales muestras en América Latina de la aplicación de la teoría de los Polos, fue el Plan de Desarrollo de La Región de Guayana, dónde la industria motriz estuvo representada en la explotación de los recurso minerales e hidroeléctricos de la zona, a partir de los cuales una zona casi vacía en la década de los 50 se transformó en un conglomerado industrial de primera línea en América Latina.

Se trató de una decisión del Estado a partir de la cual la decisión era “crear un polo de desarrollo, alrededor de un núcleo industrial transformador, que debería promover una dinámica de cambio y crecimiento basada en la creación de nuevas empresas no necesariamente públicas, responsables por producir una variada gama de productos destinados a satisfacer las necesidades de una demanda interna en expansión” (Izaguirre, 2105, p. 186).

Guayana había sido, históricamente, una región conocida por sus notables recursos naturales. Sir Walter Raleigh, en 1.595, y Alejandro Von Humboldt, en 1.807, la habían referido como una tierra dotada de evidentes recursos de agua y minerales.

El primer inventario detallado del potencial de la región data de 1.889-90, cuando Manuel Landaeta Rosales consolidó documentos y datos sobre la zona. Luego, en el siglo XX, surgió la necesidad de conocer científicamente el potencial de la región; el primero y más destacado fue el estudio de los geólogos venezolanos Guillermo Zuloaga y Manuel Tello en 1.939.

Para este momento, ya  se explotaban las minas de hierro por parte de compañías que habían logrado concesiones en unas 28.000 hectáreas (Lauriño, 2015).

En el marco de estos antecedentes, y con la inspiración de la teoría de los polos de desarrollo de Perroux, fue creada la Corporación Venezolana de Guayan, CVG. Mediante Decreto de la Presidencia de la República del 29 de diciembre de 1.960, el entonces Presidente Rómulo Betancourt en Consejo de Ministros, establece el Estatuto Orgánico del Desarrollo de Guayana.

En el mismo se establecen los linderos de la Zona de Desarrollo de Guayana. A su vez, en el artículo 4° del decreto, “se crea un instituto autónomo con personalidad jurídica y con patrimonio distinto e independiente del Fisco Nacional, adscrito a la Presidencia de la República y que se denomina Corporación Venezolana de Guayana” (Oficina de Coordinación y Planificación de la República de Venezuela, 1983, p. 360).

Dicha Corporación tenía por objeto estudiar los recursos de Guayana, programar el desarrollo integral e industrial de la región, organizar los servicios públicos de la zona y promover las empresas necesarias para fomentar el desarrollo  de la zona establecida.

También incorporó los activos de la empresa Electrificación del Caroní y del Instituto Venezolano del Hierro y del Acero, creados con anterioridad (Op. Cit. Pp.361-362).

La CVG, como se le conoció en adelante, reprodujo con rigurosidad las teorías de desarrollo regional dominantes para el momento. Se trataba de crear una industria motriz a través de los recursos hidroeléctricos, del hierro y demás minerales de la zona, a través de la cual girara una cantidad inmensa de medianas y pequeñas empresas.

Con ello, se establecería un polo de crecimiento urbano en San Tomé de Guayana y que hoy se conoce como la ciudad de Puerto Ordaz o Ciudad Guayana, dotado de servicios modernos y con una eficaz conexión con el resto del país. La CVG y Guayana, sin duda, se convirtieron en referencia latinoamericana de desarrollo regional polarizado.

Esta iniciativa de intervención territorial de grandes dimensiones e impacto nacional, concretó su planificación en logros como la Ciudad de Puerto Ordaz, diseñada con la asesoría del Massachusetts Institute of Technology, la construcción de la represa del Güri sobre el río Caroní, la empresa Aluminios del Caroni, ALCASA, o la empresa Bauxiven para la producción de la bauxita, entre varias obras de desarrollo.

Bajo el concepto de Polo de Desarrollo, la región de Guayana se convirtió en el principal núcleo de diversificación económica e industrialización nacional, y Puerto Ordaz en la ciudad industrial por excelencia del país (Lauriño, 2015).

En síntesis, a lo largo de casi tres décadas en Latinoamérica se impusieron las teorías para el desarrollo territorial basadas en una fuerte intervención de los gobiernos centrales sobre un territorio con potencial natural, en especial de hidroelectricidad, industria y agricultura moderna, a los efectos de generar encadenamientos aguas abajo.

Con ello, se esperaría que la región intervenida se convirtiera en polo de atracción de múltiples actividades económicas generadoras de empleo y, con ello, impactar positivamente la calidad de vida de los habitantes tanto de la región como de país.

De aquélla experiencia surgió, posteriormente, el concepto del desarrollo regional basado en la creación de regiones administradas por el poder central y la incorporación de actores de cada región al desarrollo de las mismas.

La formalización del desarrollo regional

La existencia previa de regiones como las antes mencionadas, fue argumento de peso para crear nuevas regiones en todo un país. Esta fue una tendencia en toda América Latina a partir de los años sesenta y mantuvo su vigencia hasta principios de los ochenta.

Esta manera de intentar desarrollar administrativamente un territorio, llamado región, mantuvo la característica de obedecer al esquema keynesiano de intervencionismo estatal que, por definición, era controlado por los gobiernos centrales. Adicionalmente, esta iniciativa encerraba un objetivo nacional: el equilibrio del desarrollo de las regiones.

Este equilibrio se soportaría con el direccionamiento de la inversión pública desde el centro, toda vez que sería la mejor manera de que cada inversión fuese controlada y surtiera su efecto. En alguna medida, esta visión se retrotraía a los conceptos del modelo de Rosenstein-Rodan divulgados en los años 40.

La teoría del “Gran Empujón” de este autor, proponía que “la condición de éxito de una estrategia de desarrollo era que se dedicara una cantidad mínima de recursos, que se realizara un conjunto mínimo de proyectos de inversión coordinados entre sí, formando un sistema de relaciones, que permitieran crear una red de intercambios, suficientemente densa  en la economía” (Vázquez Barquero, 1999, p. 54-55).

En los distintos países se crearon Corporaciones de Desarrollo para dirigir esa estrategia en la región que le fuera asignada. Las mismas dedicaron sus mejores esfuerzos a cultivar una cartera de proyectos de inversión públicos, bajo la idea de que estos serían la fuerza motriz para transformar una región determinada y, así, lograr un equilibrio en el desarrollo de las distintas regiones en las que se descompusiera el país en cuestión.

La propuesta de partición de los países latinoamericanos en segmentos de la geografía nacional, tuvo su inspiración en la nueva Ciencia Regional cuyo principal exponente fue Walter Isard, investigador de la Universidad de Pennsylvania.

Esta representaba “una elegante síntesis neoclásica de los aportes de geógrafos y economistas europeos principalmente, a partir de Von Thünen” (Boisier, 2006, p. 7). La fuerte apuesta por las Regiones administrativas fue palpable en Colombia, Chile, Panamá, Perú, Brasil, Argentina y Venezuela.

En Venezuela, la regionalización tomó forma institucional a partir de sucesivos decretos de los presidentes de la República en diferentes períodos (Cordiplan, 1983). La primera región en crearse, como ya se señalara, fue la de Guayana, en el contexto de un Plan nacional.

En 1964 se decretó la región de los andes con su respectiva corporación y la región Centroccidental, bajo la coordinación de la Fundación para el desarrollo de dicha región, FUDECO. A partir de 1969, el presidente Rafael Caldera formalizó la existencia de regiones administrativas a través del Decreto 72, el cual dividió en siete regiones administrativas para ejercer la planificación regional del país.

Las distintas Corporaciones de Desarrollo creadas para tales fines, jugaron un papel estelar en los años setenta, especialmente aquéllas ubicadas en regiones con mayor capacidad de presión hacia el gobierno central como eran la del Zulia, Los Andes y el Centroccidente.

La política de regionalización administrativa languideció a comienzos de los ochenta. Su limitada incidencia en la transformación de los territorios y la aparición de nuevos enfoques asociados a la reivindicación de las elites territoriales ubicadas en estados/provincias/departamentos y municipios latinoamericanos, dio paso a reformas sustantivas del estado centralizado. Hizo aparición la descentralización y los enfoques institucionales del territorio.

 

LA IRRUPCIÓN DE LAS INSTITUCIONES EN EL DESARROLLO TERRITORIAL: LA DESCENTRALIZACIÓN DEL PODER Y LOS AGENTES TERRITORIALES

Como se advirtiera, los clásicos del desarrollo regional, pensadores y experiencias, nacieron en el ambiente del Estado Centralizado. Era su momento de oro, la del máximo crecimiento y bienestar en el mundo occidental, que abarcó el período 1945-1975 (Hobsbawm, 1998).

Pero el Estado comenzó a experimentar cambios profundos en la manera de distribuir el poder vertical. Con lo cual los gobiernos territoriales comenzaron a adquirir  nuevas potestades y fuentes de recursos fiscales. Esta revolución silenciosa venía acompañada de la organización de grupos de interés locales y de liderazgo político propio, distinto al que se había curtido a la sombra de la formación de las naciones a lo largo del siglo XX.

A la luz de cómo han evolucionado las teorías sobre el desarrollo del territorio, es importante destacar que la visión institucional ha sido la más adoptada y prolongada en las prácticas y diseños de políticas públicas sobre la materia. La descentralización del poder en el mundo contemporáneo, se inició con la experiencia italiana en 1970, entrando con fuerza en Latinoamérica en los ochenta sin detener su marcha hasta nuestros días.

La descentralización moderna tiene casi cincuenta años y no hay indicios acerca de su desmonte, como sí sucedió con el desarrollo regional administrativo. 

La importancia de las instituciones en el desarrollo del territorio

Usando la figura de los clásicos nuevamente, es obligante echar mano de la experiencia italiana. Para comprenderla, es insuperable la investigación ya clásica de Robert Putnam (1994) publicada por primera vez en 1993 en Princeton.

El autor se planteó esta línea de investigación: “¿Qué condiciones son necesarias para crear instituciones representativas fuertes, con capacidad de respuesta y efectivas.

El experimento regional italiano nos ofrece una oportunidad inigualable para responder esta pregunta. Representa una oportunidad única para estudiar sistemáticamente el nacimiento y desarrollo de una nueva institución (…) En 1970, se establecieron simultáneamente quince nuevos gobiernos regionales, dotados de estructuras y mandatos constitucionales esencialmente idénticos”. (Op. Cit.,p.5).

Efectivamente, el caso italiano marcó una pauta en los cambios institucionales que se suscitaron en el mundo en materia del desarrollo territorial. Italia venía de tener una estructura administrativa altamente centralizada la cual había perfilada a partir de las reformas napoleónicas aplicadas a la reunificación de la nación en 1870.

Los agentes locales, con tradición autonómica desde la edad media con la creación de las comunas, habían quedado sometidos al estricto control de la autoridad de Roma. Por ello, aquél giro era un reto para el Estado central que, para 1976 terminó autorizando a los gobiernos regionales al manejo de una amplia gama de asuntos públicos.

Para comienzos de los noventa, las regiones ya estaban gastando casi una décima parte del PNB y sus gobiernos demostraban autoridad en la administración de sus servicios. Si bien había diferencias históricas de cultura cívica entre el Norte italiano-más desarrollado- y el Sur-más clientelar-, “la nueva institución alimentó una cultura política elitesca más moderada, pragmática y tolerante.

Tanto en el sur como en el norte, la reforma alteró los viejos patrones de poder y produjo una autonomía subnacional más genuina de lo que la Italia unificada había conocido jamás” (Ibid, p. 235).

Putnam ha sido conocido como el principal promotor de la idea de Capital Social, concepto que se fundamenta en el desarrollo de la Comunidad Cívica en determinado territorio. Existe una íntima relación entre el desempeño institucional y el nivel de la Comunidad Cívica y, al respecto, Putnam advierte que esa Comunidad tiene su origen en la evolución histórica del territorio.

Para el caso italiano, para poder comprender las diferencias en el grado de desarrollo institucional entre las regiones italianas, hay que ir de “regreso casi mil años atrás, a un período trascendental en el cual se establecieron dos diferentes regímenes (…): una poderosa monarquía en el sur y un notable con junto de repúblicas comunales en el centro y norte (…) Estas tradiciones tienen consecuencias decisivas para la calidad de vida, pública y privada, en las regiones italianas de hoy” (Ibidem, p.18. Cursivas nuestras).

Como podrá asumirse, en la discusión sobre el desarrollo territorial la historia importa, especialmente aquélla que nos revela el origen de su comunidad cívica y sus instituciones. Por tan importante motivo, es indispensable introducir a continuación una breve alusión a las ideas del municipalismo y el federalismo, caros para los procesos de descentralización en el planeta y, por supuesto, en Latinoamérica.

Municipalismo y Federalismo: antecedente histórico del desarrollo institucional en el territorio. Comentarios sobre su origen en América.

No existe territorio institucionalizado sin límites. Los más conocidos, estables y adoptados son los Municipios y las Entidades Federales (también llamadas provincias o departamentos). También éstos son los más proyectados en la historia de las sociedades humanas: ambos existen antes de la consolidación de los estados-nación.

El Municipio

El municipio como institución emerge en Europa en el transcurso del siglo XII, luego de un largo camino de agregación de población y creación de nuevos oficios en lugares que, progresivamente, se fueron diferenciando de las áreas agrícolas dispersas.

Como lo estudia Pirenne (1972), la formación de las ciudades en el medioevo surge como un fenómeno que comenzó con grados de autonomía política y de self-goverment local y terminó constituyéndose en instituciones municipales  esenciales para la estabilidad de la vida de una localidad.

De esta manera, progresivamente, del nucleamiento de actividades distintas a la agraria, relacionada con el ejercicio de oficios libres, surgió el derecho urbano, de las ciudades. El mismo “no sólo suprimió la servidumbre personal y la territorial, además hizo desaparecer los privilegios señoriales y las rentas fiscales que dificultaban el ejercicio del comercio y la industria” (Op. Cit,p. 128).

Según Hernández (2003), es posible hablar de un municipio Romano que se proyectó a Europa. Era un derecho que otorgaba autonomía a las ciudades según fueran de la Itálica o del Lacio. En general tenían un perfil según el cual existía un territorio determinado, una población que se manifestaba en Asamblea y una organización especializada con cuerpo deliberante.

Sin embargo, según el propio Hernández, este prototipo de municipio desapareció con la decadencia del Imperio Romano, quedando sepultado el desarrollo de las ciudades por más de cinco siglos hasta que, hacia el siglo XI se inicia un nuevo período de desarrollo urbano que coincide con las apreciaciones de Pirenne antes señaladas.

Para el caso Latinoamericano, el municipio Leonés y Castellano fue el trasladado a estos territorios. Aquélla corporación adquirió el nombre de “Concejo” y tuvo en el concejo abierto su máxima institución, consistente en la Asamblea  de vecinos para tratar los asuntos de interés general.

Esta autonomía foral se fue transformando hasta perder su eficacia hacia finales del siglo XV y sucumbir en 1521 cuando Carlos V derrotó a los comuneros de Castilla y afirmó definitivamente el Estado Central. Para ese entonces, esa institución en decadencia cuando el descubrimiento, ya había sido trasladada a las Indias donde vio su resurgir como parte de la conquista. (P. 95-102).

Según Ots Capdequi (1965), ese régimen municipal caduco trasplantado a las Indias jugó un papel fundamental en la vida pública de los nuevos territorios. Para los colonizadores fue la forma de estado expedita para organizar el poblamiento y la ocupación de las tierras, con la consecuente fundación de villas y pueblos.

El derecho urbano o municipal del inicio de la colonización, a merced de su necesidad, incorporó la institución del Cabildo Abierto al cual concurrían los vecinos. Pero también tomaron lugar los Cabildos Cerrados, integrados sólo por los regidores y magistrados municipales.

Los cabildos abiertos, muy útiles en el inicio de la colonización, fueron desapareciendo a favor de los segundos. El carácter democrático o popular del municipio implantado en Latinoamérica se difuminó habiendo avanzado el siglo XVI. Tuvieron que transcurrir alrededor de dos siglos y medio para que, en los años precursores de la independencia, resurgieran los cabildos municipales como vehículos para transportar los reclamos de libertad y desprendimiento definitivo de la corona.

Pero, paralelamente a aquél reconocimiento de la institución municipal, las Reformas de la Casa de Borbón que se iniciaron en 1770 ya habían avanzado suficientemente en la creación de un Nuevo Orden de Estado, centralizador y burocrático, a partir del cual los antiguos gobernadores fueron sustituidos por los Intendentes, y donde los Virreyes perdieron progresivo poder y los cabildos municipales perdieron la poca autonomía que podían mantener. 

A diferencia de Hispanoamérica, la institución municipal en Norteamérica alcanzó su mayor expresión de Auto-gobierno. En las leyes de Nueva Inglaterra ya estaban consagradas instituciones que apenas se comprendían y menos se practicaban en Europa: la intervención del pueblo en los asuntos públicos, el voto libre de impuestos, la responsabilidad de los agentes del poder, la libertad individual y el juicio por jurado.

Es allí donde vio nacimiento y desarrollo el principio de independencia municipal, que continuó siendo “principio y vida de la libertad americana (…) En América (…), puede decirse que el municipio fue organizado antes que el condado, el condado antes que el Estado y el Estado antes que la Unión (…) En torno a la individualidad municipal viene a agruparse y a adherirse fuertemente los intereses, las pasiones, los deberes y los derechos. En el seno del municipio impera una vida política real, activa, íntegramente democrática y republicana.

Las colonias siguen reconociendo aún la supremacía de la metrópoli; la monarquía es ley del Estado, pero ya la república alienta en el municipio” (Tocqueville, 1993. 41-42.)

La tradición municipal trasladada a Norteamérica, tenía sus raíces en la costumbre Anglo-Sajona de Inglaterra donde desde, por lo menos, los dos siglos que transcurren entre 950-1.150 d.d.C, se establecían límites a las comunidades. La Villa medieval era la unidad básica de la administración local.

La importancia de las parroquias como unidades administrativas y de reunión de los vecinos para asuntos religiosos pero también políticos, fue de tal magnitud que los conquistadores normandos al final del siglo XIII asumieron las demarcaciones parroquiales y las formalizaron para sus propósitos de dominio y administración política (Winchester, A., 1990. P. 10-11).

De igual manera, hacia finales del siglo XI emergieron los Condados (County) como una unidad de administración que mantenía vínculo directo con el gobierno central; es decir, era una representación de la autoridad real en cada espacio del reino o shire, en el cual ejercía la autoridad el Sheriff (shire-reeve).

En consecuencia, cuando Inglaterra bajo la monarquía de la Casa Tudor (1.485-1.603), inicia el proceso de conquista y colonización de Norteamérica, ya el gobierno local inglés había penetrado en las tradiciones de las monarquías y los Tudor, asumiendo la idea de la soberanía del pueblo, trasladan los usos y costumbres a través de los emigrantes iniciales y, posteriormente, por medio de los peregrinos (Tocqueville, p.32).

Las Entidades Federales

La historia moderna del federalismo se inicia con la Revolución Americana. La misma supuso la ruptura con la tradición y colocó a los ciudadanos y no a las ciudades, sociedades o estados como los sujetos de la nueva Unión (Croisat 1994).

De allí que, al distinguirse de la forma tradicional de estado que era el unitario, el estado federal americano se propuso decidir sobre los problemas comunes cuyo manejo sería delegado al poder central y aquellos que continuarían en manos de las provincias (Aja 2001).

La inobjetable descentralización americana, decía Tocqueville (1993), logró una fórmula de convivencia y distribución del poder que sellaba, en 1789, una revolución democrática (1993; p.106). 

Pero el problema fundamental que tuvo que resolver la Constituyente americana no sólo fue el de mantener la autonomía de las provincias sino, además, cómo lograrlo bajo la idea de una unión socio-territorial que permitiera la cesión de poder por parte de las provincias a una esfera supra.

Esta argumentación fue urdida  por Hamilton, Madison y Jay (2001) quienes a través de El Federalista (6), intentaron incidir en el público del estado de New York acerca de las bondades de la Constitución de Filadelfia. La agenda que inspiró la serie de artículos era como sigue: “La utilidad de la Unión para vuestra prosperidad política.

La insuficiencia de la presente Confederación para conservar esa Unión. La necesidad de un gobierno tan enérgico por lo menos como el propuesto para obtener este fin. La conformidad de la Constitución propuesta con los verdaderos principios del gobierno republicano.

Su analogía con la Constitución de vuestro propio estado. Y, finalmente, la seguridad suplementaria que su adopción prestará para salvaguardar esa especie de gobierno, para la libertad y la propiedad” (Hamilton et. al.;5). Es claro entonces que la idea del federalismo, no sólo es un problema de descentralización del poder sino, sobre todo, de preservación de la unidad del estado nacional en el espíritu del respeto a la diversidad. 

La historia institucional latinoamericana es diferente. Como lo analiza Ots Cadepqui (1965), a estas tierras se trasladó la estructura de gobierno, administrativa y burocrática de la Corona española. Fue otro el modelo. Era necesario controlar aquélla vastedad territorial y los Reyes optaron por incorporar en tal compleja labor a sus funcionarios: Oidores y Fiscales de las Audiencias, Relatores y Escribanos y los Oficiales de la Real Hacienda.

Si bien los cargos eran asignados por capitulación o cesión de oficios, los nombramientos de Oídores y Fiscales  requirieron de una formación profesional previa. Lo mismo sucedió con los Oficiales de la Real Hacienda que ejercieron los cargos con apoyo de los letrados de la Corona.

En el nivel del control territorial, la Corona implantó una compleja estructura de cargos y controles cruzados. Los Virreyes llegaron a constituir el alter ego del Rey. Con amplios privilegios, gobernaron las tierras bajo el Virreinato de Nueva España (México) y Perú (desde el siglo XVI) y de Nueva Granada y Río de la Plata (desde el siglo XVIII) De ellos emanaban las instrucciones para los niveles inferiores del gobierno territorial.

Allí se encontraban los Gobernadores, quienes derivaron de la figura de los Adelantados. También los Alcaldes Mayores, que administraban las ciudades importantes. Posteriormente, se creó la figura del Capitán General, una figura militar con atribuciones civiles, con jurisdicción sobre espacios mayores que la gobernación pero menores al virreinato.

Las Audiencias ejercían funciones de gobierno y controlaban a Virreyes, gobernadores y Capitanes Generales. Así, el reino de Castilla estructuró en Hispanoamérica una red de equilibrios y contrapesos políticos entre los funcionarios, cuyas permanentes contiendas quedaban sujetas al arbitraje del Rey.

Estas razones explican la fuerza del modelo de estado central casi absoluto prevaleciente para el momento de la creación de las repúblicas hispanoamericanas. La fórmula federal sólo fue asumida en Argentina, Brasil, México y Venezuela, bajo la inspiración del modelo norteamericano.

La mayoría de las repúblicas terminó optando por la estructura unitaria de estado, aunque los principios federales estuvieron presentes en la discusión política durante el período de formación de algunas de ellas.

Así, la historia republicana de América Latina registra una tensión constante entre las aspiraciones por adoptar algún grado de descentralización del poder y la imponente realidad de su concentración, circunstancia que ha marcado una impronta en las formas y contenidos del funcionamiento del estado.

En la historia política latinoamericana, entonces,  siempre ha estado marcada por la interrelación entre las razones federales, la ideología nacionalista y el modelo presidencialista; ha sido la fórmula obligada por la “necesidad de crear un vasto consenso social y político alrededor de la figura del presidente” (Carmagnani 1993; 415).

La expansión de la descentralización del estado

La descentralización del poder se difundió a toda Europa. Como bien lo precisa Angelika Vetter (2007) en su estudio sobre las políticas locales y las democracias en Europa Occidental, entre 1950 y 1980, este continente completó exitosamente las reformas de los gobiernos locales relacionadas con su adaptación al Estado de Bienestar; por lo tanto, para aquél momento, los objetivos se orientaban hacia la eficiencia y el logro de economías de escala.

Pero, hacia la década de los 80 se inicia una pronunciada tendencia hacia mayores grados de descentralización, con mayores niveles de relaciones verticales entre los gobiernos. Adicionalmente, mientras avanzaban las reformas para descentralizar, se ampliaba el debate hacia el tema de la incorporación de los ciudadanos en los asuntos públicos, quienes presionaban por mayor participación (Op. Cit).

Mención especial merecen los procesos de descentralización en los países en los cuales el modelo anglosajón prevalece en la estructura de los gobiernos locales.

Existe una tradición descentralizadora en estos países entre los cuales, si bien existen grandes diferencias en el funcionamiento micro del modelo, es posible identificar factores comunes que definen la dinámica de los gobiernos locales y territoriales dentro del estado.

Ellos son los siguientes: a) los gobiernos locales son instituciones constituidas por alguna forma de procedimiento democrático; b) disfrutan de una fuente independiente de ingresos o tributación para una parte de sus gastos y c) tiene cierto grado de autonomía para diseñar y ejecutar políticas  que pudieran ser diferentes a las de otros gobiernos subnacionales o con preferencias del gobierno central (Bowman y Hampton, 1989).

Los autores, a partir del estudio comparado de un amplio conjunto de países (7), concluyen que los gobiernos locales y, con ellos, los procesos de descentralización, estaban experimentando cambios veloces para adaptarse a las nuevas demandas ciudadanas.

En el tercer mundo, afirma Bardhan (2002), una mayor autonomía territorial ha sido entusiastamente asumida en función del amplio rango de beneficios esperados, desde los “anarco-comunitaristas” que no se detienen a mirar las “fallas de la comunidad” (postmodernistas, consejeros multiculturales, activistas del medio ambiente, defensores de las causas indígenas y un diverso conjunto de pensadores) hasta los más grandes defensores del libre mercado quienes ven en ella una buena oportunidad para mutilar al Estado.

América Latina: el consenso por la descentralización

Latinoamérica entró en una onda expansiva descentralizadora desde finales de los años 80. Luego de dos décadas bajo el influjo de políticas centralistas de Desarrollo Regional, se abrieron las compuertas para la elección directa de las autoridades territoriales-alcaldes y gobernadores-, acompañada de transferencias amplias de servicios y competencias y la mayor autonomía de captura de ingresos por la vía de la tributación.

Sin lugar a dudas, la descentralización se constituyó en la reforma del Estado que mayor consenso lograra desde el inicio de su discusión pues su diseño prometía un cambio en las reglas de juego sociopolítico que, en apariencia, otorgaba beneficios al grueso de los actores (Von Haldenwang 1999).

Habían dos razones básicas: a) ofrecía redistribuir el poder y b) esa redistribución transferiría autoridad sobre espacios administrativos previamente manejados por el poder nacional, con recursos nuevos para su ejecución autónoma en los territorios. Todo ello representaba una innovación institucional en la historia de la región.

A los ojos de las elites nacionales, la descentralización suponía un mecanismo para ampliar la pluralidad y representatividad política, siendo un evidente contrapeso al desgastado estado centralizado que había dominado la escena de la historia republicana.

Para autores como Spink et.al. (2008), existieron factores contextuales que presionaron hacia el fortalecimiento de las estructuras de los gobiernos subnacionales. Así, la liberación económica, el incremento de las prácticas en el ejercicio del poder, la revalorización de ideas comunitaristas y la necesidad de mejorar la capacidad del Estado como protector de la seguridad de los ciudadanos, estuvieron presentes en la argumentación.

En este contexto se hicieron explícitos un conjunto amplio de objetivos en función de la desagregación territorial del poder. Uno de ellos era el del acercamiento del gobierno a los ciudadanos con lo cual se lograría una mayor transparencia y los gobiernos serían objeto de una verdadera accountability (Falleti 2005; Finot 2001).

Allí, la participación ciudadana y la organización activa de la sociedad civil se convertía en un gran objetivo de las masas preteridas en el modelo de desarrollo centralizado (Daughters and Harper 2007; Bervejillo 1991; Boisier 1990), sobre todo porque existiría una variada gama de innovaciones en la gestión y participación territorial. Por ese camino, sería posible disminuir los desequilibrios territoriales y aliviar la pobreza.

La descentralización del poder en Latinoamérica estaba unida, discursivamente, al destino de las democracias emergentes. Por ejemplo, la asfixia del federalismo brasileño bajo los regímenes militares se superaría a través de la nueva relación entre la democracia y la descentralización, por medio de la elección de los gobernadores de estado y los alcaldes, consagrada en la Constitución de 1988 (Maranhao 1991).

En Argentina,  la tendencia natural en el período de redemocratización sería la re-federalización del país y un mayor grado de participación política y social, en el marco de un grado aceptable de descentralización del Estado (Díaz 1991).

En México, La apertura hacia los poderes territoriales mexicanos supuso un debilitamiento de las bases de apoyo del PRI lo que, a la postre, llevaría al PAN a la Presidencia de la República en el año 2000 con el triunfo de Vicente Fox (Mizrahi 2004). 

En el federalismo centralizado venezolano, la discusión sobre la necesidad de descentralizar el poder se inició en medio de una abierta crisis de legitimidad del bipartidismo imperante desde 1958. La reforma se ubicó en la agenda nacional e hizo posible que en 1989 se eligieran los primeros gobernadores y alcaldes de manera directa en la historia republicana.

Esta decisión, producto de un consenso entre fuerzas sociales y políticas, tuvo como sustrato, además de la necesidad de re-legitimar el sistema político, la importancia de las reivindicaciones provinciales y de sus movimientos sociales locales preteridas en el modelo centralizador y la búsqueda de la efectividad del Estado en su conjunto a través de políticas públicas sentidas como cercanas por los ciudadanos en estados y municipios (Mascareño 2000). 

Para Bolivia el centro de la discusión sería la promoción de la participación popular en los niveles locales y de la sociedad civil, proceso que sería normado tardíamente en 1994 con la promulgación de la Ley de Participación Popular, cuyo impacto en la dinámica política ha sido innegable (Molina 1997; Barbery 1998).

Por su parte, Colombia avanzó hacia la descentralización orientada tempranamente a la reforma del poder municipal. Poco tiempo después, la Constituyente de 1991 fortaleció el espacio provincial, con un gobierno central jugando a la promoción del federalismo (Jaramillo 1992).

Con ello, Colombia lograría tempranamente uno de los más altos niveles de descentralización fiscal en América Latina (Cabrero Mendoza 1996). Si bien se asumía que la reforma permitiría acercar el Estado a la sociedad civil, este cálculo estaba íntimamente relacionado con el encauzamiento de las protestas y movilizaciones locales y regionales.

En consecuencia, era indispensable su incorporación a los canales institucionales y, con ello, lograr tanto la modernización del Estado como la legitimación del sistema político.

Según Rivera (2004), las propuestas de reestructuración en Centroamérica han sido presentadas como parte de los proyectos de modernización de los distintos países para mejorar los niveles de gobernabilidad e integración social.

Allí, autonomía territorial, democracia y participación han constituido los pilares para la constitución del estado moderno y, por esta vía, dinamizar las instituciones públicas y los medios de gestión de lo público.

Siendo Centroamérica una región que arrastra una larga historia de autoritarismo oligarca y de exclusión, no es posible encontrar un sistema estructurado de actores intermediarios de la descentralización, por lo que las iniciativas son desacompasadas y de bajo consenso social. Con todo, afirma Rivera, dentro del juego geopolítico de la zona, esta reforma se ha constituido en una suerte de ideología en América Central.

Dicha impresión es compartida por Saldomando y Cardona (2005) quienes advierten que la descentralización centroamericana, a pesar de que su origen ha estado vinculado a los procesos revolucionarios y ello marca su naturaleza política y conflictiva, ha sincronizado en todos los países, existiendo una expectativa esperanzadora sobre sus virtudes y alcance, sobre todo en lo que concierne tanto a la ampliación de las bases democráticas y su legitimación, como a la rearticulación de la sociedad civil y el Estado en la vía de construir una nueva ciudadanía. 

En un estudio para el Banco Mundial coordinado por Campbell y Fuhr (2004), se analizaban un número amplio de casos de procesos de descentralización en América Latina. Vistas las tendencias y la rápida acogida de las reformas institucionales en esta materia, a estas se les calificó de “Revolución silenciosa”.

Comparada con otras regiones, se afirmaba, las demandas por descentralizar el poder en América Latina resultaban superiores, reclamándose compartir el poder de decisión en la toma de decisiones. A lo largo de los 80 y 90, en consecuencia, emergió un nuevo modelo de gobierno en todos los países de la región cuyas principales características eran las siguientes.

En primer lugar, se aplicaron reformas fiscales que alteraron la distribución de las transferencias desde el poder central a los gobiernos subnacionales a la vez que se incrementaron las capacidades de tributación de los gobiernos locales. 

En segundo término, las transiciones hacia la democracia luego de un largo período de dictaduras, encontró en la descentralización una fuente de inspiración para materializar formas de participación inéditas. Todo ello, a su vez, renovó el liderazgo político en regiones y municipios el cual se ató a las políticas de participación y modernización de las estructuras públicas de gobiernos regionales y municipales (Op. Cit. Pp.13-16).

Para finales del siglo XX, todos los países de la región contaban con elecciones directas para la elección de sus alcaldes, mientras que en la mitad de ellos se elegían a los gobernadores de estado o departamentos, siendo la zona más rezagada en este último renglón Centroamérica (Leyton, 2004. Ver cuadro P. 19).

Efectivamente, la reforma institucional en estos países acusaba diferencias con el resto de Latinoamérica; en los Estados centroamericanos solo existen los ámbitos de gobierno nacional y municipal, no existiendo el nivel intermedio territorial ya que allí funciona una desconcentración del poder central poco articulada a los cambios del estado.

Al respecto, en el estudio encargado por Confedelca (8) para evaluar el proceso de descentralización (Saldomando y Cardona, Coord. 2005), se afirma que “A partir de las transiciones políticas iniciadas a principios de la década de los ochenta, los países centroamericanos han vivido un variado proceso de descentralización política territorial, el cual va afirmándose progresivamente en la región, aunque con muchos rezagos democráticos e institucionales, comparado con los países que mejor han institucionalizados estos procesos” (p. 77).

El reto en Centroamérica para aquél momento, comienzos del siglo XXI, era entonces como avanzar hacia una descentralización integral que se convirtiera en un proceso político de redistribución del poder.

Venezuela: de la descentralización del federalismo a la reconcentración del poder

La aprobación de las reformas de 1989 para descentralizar el poder en Venezuela, introdujo la posibilidad de una nueva orientación en la interacción entre niveles de gobierno en el país.

Las bases que dieron lugar al proceso de descentralización que se vivió en el período 1.990-1.998, permitieron un arreglo institucional particular que promovió una compleja dinámica en los ámbitos político, de las competencias y financiero de estados y municipios, acompañada de mecanismos para la coordinación entre niveles de gobierno.

En ese marco, la proporción de recursos administrados por estados y municipios, se incrementó desde un 17% hasta 28,4%. Este notable aumento, mejoró las capacidades de gestión de gobernaciones y alcaldías, asociada a las competencias que les correspondía administrar (Mascareño, 2015)

Ese panorama cambió radicalmente desde 1999.  A contracorriente con los acontecimientos de Latinoamérica, el país ha vivido un largo y prolongado proceso de reconcentración del poder. En este período, 1999-2018, el país ha estado sometido a una tensión profunda entre el objetivo de concentración del poder y la existencia de gobernadores y alcaldes electos legítimamente a partir de 1989.

Esta tensión no se ha resuelto. Los estados y municipios quedaron constreñidos en sus aspiraciones, minimizándose la capacidad de gestión de gobernaciones y alcaldías, aunque todavía Venezuela elige funcionarios territoriales.

Las sociedades territoriales, las que viven en estados y municipios, han quedado privadas de los recursos que antes eran transferidos desde el poder nacional, disminuyendo su participación en la torta presupuestaria desde el 28,4% de 1998 a menos del 10%.

Por otro lado, la instauración del llamado Estado Comunal, persigue desplazar a los estados y municipios por unidades territoriales denominadas Comunas, como vehículo para la instauración del proyecto socialista abiertamente consagrado en las leyes del Estado antes nombrado.

Así, el federalismo descentralizado como concepto regulador de la convivencia entre niveles de gobierno, pierde vigencia. En esta nueva visión se plantea una relación directa, sin intermediación, entre el Poder Nacional liderado por la Presidencia de la República, con las organizaciones de base comunitarias reconocidas como tales por el mismo Poder Nacional (Op. Cit)

Es evidente que bajo la sombra del modelo de estado que se ha impuesto en Venezuela, es ocioso esperar el surgimiento de procesos de desarrollo local que obedezcan a los criterios y definiciones esbozados anteriormente.

Cualquier iniciativa empresarial, innovadora y creativa, se topará con el muro ideológico-autoritario construido por la elite gobernante desde 1999. Habrá que esperar una etapa de la historia del desarrollo venezolano, en la cual la relación estado-sociedad transcurra por caminos de democracia y autonomía para que la descentralización del poder encuentre terreno fértil (Ibid)

MÁS ALLÁ DE LA DESCENTRALIZACIÓN Y LAS INSTITUCIONES

Los cambios institucionales  por medio de los mecanismos de descentralización tuvieron su etapa estelar en las décadas de los 80 y 90 en todo el mundo. Esta cualidad del estado contemporáneo no sólo se ha mantenido sino que se ha expandido en el planeta, razón por la cual es posible hablar de la universalización del proceso de descentralización como fenómeno reciente (Ciudades y Gobiernos Locales del Mundo, 2007)

Sin embargo, luego de esa primera etapa, surgieron  reservas respecto a su limitado impacto sobre la dinámica económica y socio-cultural de las sociedades locales.

Si bien era necesario un cambio político, como en efecto se logró, este no era suficiente para promover nuevas estructuras de producción alineadas con los paradigmas de globalización y procesos integrados tecnológicamente que se venían imponiendo en el planeta, así como nuevas formas de participación de los ciudadanos que reclamaban una mayor inclusión en los asuntos públicos.

El Desarrollo Local: un nuevo lenguaje y otra entrada al territorio

En el marco de la II Cumbre Iberoamericana por el Desarrollo Local/Regional y la descentralización Gallicchio y Camejo (2005) adelantaban que “Desde comienzos de los años noventa, la temática del desarrollo local ha venido ganando espacio en las agendas de los gobiernos nacionales y locales en América Latina y de los organismos internacionales…” (P. 39).

Bajo esta advertencia, los autores precisaban que el desarrollo local se orientaba, más allá de las reformas institucionales, hacia la concertación entre los agentes que hacen vida en un territorio específico, con la participación activa de los ciudadanos en la creación del futuro de su localidad. El concepto trascendía las metodologías y técnicas de intervención y se asociaba con un proceso sociopolítico complejo.

Al respecto, Boisier, uno de los autores latinoamericanos con mayor producción sobre el tema, aupaba desde los noventa por la adopción de una conceptualización diferente que colocara en el centro del asunto territorial la construcción de proyectos conscientes colectivos.

En tal sentido, postulaba que “Una concepción actualizada-y propia de estos tiempos- del desarrollo regional, obliga a reconocer que este es un proceso que transcurre entre escenarios interdependientes, que se han configurado recientemente. Hay un nuevo escenario contextual, hay un nuevo escenario estratégico, y hay un nuevo escenario político” (Boisier, 1999. P. 35).

El Contextual lo refería a la interacción entre la globalización y la descentralización; el contextual estratégico suponía una configuración regional basada en nuevas regiones (pivotales, asociativas y virtuales) y  otra gestión regional a partir de las regiones como cuasi-estado y como cuasi-empresas.

Y, en tercer lugar, el escenario político requería la conducción de un nuevo tipo de gobierno del territorio. Se trataría entonces de construir y gestionar un nuevo proyecto de región, en el cual la modernización del gobierno del territorio es una condición indispensable para  acceder a nuevos tipos de recursos para el desarrollo, entre ellos, los psicosociales y los de capacidad para llevar adelante la animación regional.

Por su parte, Arocena (2004), en su ponencia en la I Cumbre Iberoamericana de Desarrollo Local/Regional y Descentralización, abogaba por la tesis de que el desarrollo local habría que redefinirlo a la luz de las grandes crisis globales como la valoración de nuevas diferencias e identidades locales, los cambios en las formas de trabajo y la aparición de nuevas formas de proximidad a partir de las conexiones globales.

En este contexto diferente y nada conocido, se demandaba un cambio en la lógica del modelo de acumulación en el territorio, lo que exigía un nuevo actor local con capacidad estratégica para lidiar con los nuevos procesos productivos globales. En esta frontera, tanto conceptual como de época, entrando al siglo XXI, surgieron las tesis que conectaron el desarrollo territorial con la dinámica planetaria.

Desarrollo endógeno y Desarrollo económico local

El enfoque del Desarrollo Endógeno tiene en Vásquez Barquero su principal exponente. Para este autor, ya desde finales de los ochenta era perceptible en el perfil de los sistemas productivos y de los mercados, modelo en el cual el Estado venía cediendo protagonismo a las empresas innovadoras, a la vez que las nuevas tecnologías de la información, los transportes y las comunicaciones alteraban las formas de organización.

Emergía un sistema global geográficamente diversificado, donde las ciudades y regiones mejor equipadas en conocimiento, organización y capacidad de organización, pasaban a liderar los nuevos procesos de producción e intercambio.

Pero, siendo este fenómeno asimétrico, era necesario indagar sobre las oportunidades de aquéllos territorios que no contaban con el perfil de liderazgo para, en consecuencia, procurar incorporarlos a las nuevas corrientes, bajo el liderazgo de la sociedad civil y las organizaciones locales en papel estratégico (Vasquez B, 1999).

De esta manera, para promover un proceso de desarrollo endógeno en un determinado territorio, era necesario identificar proyectar tres dimensiones: “Una económica, caracterizada por un sistema específico de producción que permite a los empresarios locales (…) ser competitivos en los mercados; otra sociocultural, en que los actores (…) se integran con las instituciones locales formando un sistema denso de relaciones (…); y otra política, que se instrumenta mediante las iniciativas locales y que permiten crear un entorno local que estimula la producción y favorece el desarrollo sostenible “ (Op. Cit. P. 32).

En la vertiente del enfoque del desarrollo económico local, Alburquerque adelantaba que este no es una carrera para alcanzar un nicho de mercado.

Se trata, por el contrario, de “un proceso generalmente lento, de articulación productiva y socio-institucional interna en los territorios y países, para mejorar en eficiencia y competitividad la organización económica territorial y así lograr mejorar las condiciones de vida de la gente” (Alburquerque 2000, P. 39).

En este esfuerzo,  una de las tareas más complejas habrá de ser la  introducción de innovaciones en el conjunto de las actividades productivas, a la vez que se procuraría la creación de un tejido de microempresas y pequeñas y medianas empresas en los territorios (Op. Cit).

Para que esta visión del territorio pudiera tener algún viso de éxito, no bastaba con la existencia de actores interesados y diagnósticos claros acerca del sistema productivo local.

El proyecto de desarrollo económico local requeriría iniciativas en distintos frentes articulados, entre los cuales destacan: la existencia de una oferta local de servicios empresariales, la gestión de recursos exógenos y el acceso de las Pymes a recursos confiables, el fomento de la asociatividad de las empresas y de estas con el gobierno local, la presencia activa y comprometida de los productores del conocimiento académico-universidades y centros de investigación, locales y nacionales-, la adecuación del marco jurídico, la complementariedad de los fondos de inversión y la existencia de espacios eficaces para la coordinación institucional (Alburquerque, 2004)

CIUDADES, METRÓPOLIS Y MEGALÓPOLIS. TRANSFORMACIONES EN MARCHA.

No había terminado el siglo XX cuando Castells (1997) proclamaba que un nuevo mundo estaba tomando forma. Se había asomado, para quedarse, la era de la Sociedad Red: la confluencia de la revolución de las tecnologías de la información, la alteración de los patrones de producción hacia procesos en red y el florecimiento de movimientos de organizaciones sociales en el planeta.

Así, el nuevo mundo era y sería el de la economía de la información/global y la cultura de la virtualidad real. Las tecnologías de la información habían sido el motor del gran cambio pues fueron las que permitieron “el desarrollo de redes interconectadas como una forma autoexpansiva y dinámica de organización de la actividad humana” (Op. Cit, p. 370).

Contra el pronóstico de quienes esperaban la desaparición del Estado, en esta nueva sociedad éste se ha miniaturizado. Han proliferado “gobiernos regionales y locales, que siembran el mundo con sus proyectos, agregan intereses diversos y negocian con los gobiernos nacionales, las empresas multinacionales y los organismos internacionales.

La era de la globalización de la economía es también la era de la localización de la política. Lo que a los gobiernos locales y regionales les falta en poder y recursos, lo suplen con flexibilidad e interconexión. Ellos son los únicos que pueden estar a la altura de las redes globales de riqueza e información” (Ibid. P. 392). 

La decadencia de los límites del estado-nación

Es evidente que desde hace unas tres décadas, los mapas territoriales que se habían configurado desde el siglo XVIII y consolidado en la primera mitad del XX, se están alterando. Para este momento, el debate sobre la validez de los límites de los Estados-nación no cuenta con definiciones claras.

Si bien esta figura  que forma aparte de la tradición moderna mantiene su vigencia para múltiples usos de la sociedad, entre ellos el ejercicio de la política y la democracia, no es menos cierto que se han generado dudas y críticas sobre su vigencia.

Los Estados-nación y sus gobernantes, afirma el autor ya citado Kenichi Ohmae (1997) que a finales del siglo XX, ya no están capacitados para resolver los problemas de las sociedades que habitan dentro de esos límites territoriales. Cada vez más recurren a la economía mundial para procurar recursos.

Los líderes voltean su mirada hacia las Naciones Unidas, el Banco Mundial, la Opep, el Nafta, La Unión Europea o la Asean (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), pero allí tampoco encontrarán las respuestas que necesitan.

Todas ellas son organizaciones creadas dentro del esquema de las naciones y, por lo tanto, se toparán con iguales limitaciones para enfrentar la complejidad que supone la garantía de recursos necesarios.

EL problema radica-continua diciendo Ohmae-, en que la inversión ya no obedece a límites geográficos. El dinero fluye de otra manera y por otras vías e irá dónde existan las oportunidades. Adicionalmente, la Industria de las grandes corporaciones ya no se guía por razones de estado sino por el deseo de atender el mercado, esté donde esté. Esta ubicuidad ya es posible con las nuevas tecnologías.

Y esta es la tercera variable en juego que no existía a principios del siglo XX. Las tecnologías de información hacen que las empresas operen en distintas partes del mundo sin que su personal esté junto en un único territorio y, de esa nueva manera, controlar el proceso de producción.

El cuarto factor es revolucionario. Los consumidores se orientan mundialmente  y obtiene los insumos o productos en cualquier parte. En esta perspectiva, desconocida hace cinco décadas y profundizada en esta la segunda década del siglo XXI, “la función tradicional de “intermediación” de los estados-nación –y de sus gobiernos- sea innecesaria en buena medida (…) los estados-nación ya no tiene que desempeñar el papel de creadores de mercado. De hecho (…) lo que suelen hacer es estorbar” (Op. Cit. P. 19). 

Así, las nuevas ecuaciones de las negociaciones mundiales se han saltado las viejas fronteras nacionales y se han centrado en novedosas unidades territoriales   donde existe la capacidad para convertirse en las unidades operativas de la economía mundial. Estas son, para Ohmae, los “estados-región”, sean estos una ciudad o un territorio más extenso (Hong Kong, Osaka, Cataluña).

El mundo de las ciudades y las metrópolis

“El destino de la humanidad se juega en las áreas urbanas y, sobre todo, en las grandes metrópolis», afirmaron Borja y Castells (2000) a final del siglo XX. Es allí donde se están desarrollando las nuevos relacionamientos mundiales que respondan a las nuevas formas productivas y culturales.

Se trata de un gran problema pues las políticas urbanas están desfasadas respecto a la dinámica de la globalización y los gobiernos locales se encuentran superados por acontecimientos que escapan a su control, decían los autores.

Los tres grandes fenómenos que han confluido en la actual historia de las sociedades humanas son: la globalización de la economía y sus procesos, la informacionalización y la difusión urbana, corrientes poderosas que apuntan “hacia la desaparición de la ciudad como forma específica de relación entre territorio y sociedad. Tras milenios de existencia, las ciudades parecieran entrar en un inevitable declive histórico en el umbral de nuevo milenio” (Op. Cit, p. 12. Cursivas y resaltado nuestros). 

En esta inédita realidad, la economía global se ha articulado en torno a redes de ciudades y metrópolis, con lo cual las nuevas formas de gestionar lo urbano obligan a asumir el objetivo de ubicar a cada ciudad en las corrientes mundiales, creando las capacidades necesarias para competir globalmente y generar bienestar a sus ciudadanos.

Para ello, esa gestión deberá incorporar capacidad de conectividad que es el vínculo de las ciudades con los circuitos de comunicación, la innovación entendida como la capacidad de generar nuevos conocimientos y flexibilidad institucional que exige autonomía de las organizaciones territoriales para negociar la articulación de la ciudad con las empresas e instituciones supra-locales (Ibid. Pp.31-32).

Se habla entonces, desde comienzos del siglo XXI, de la ciudad difusa, ciudad-región, ciudad dispersa o simplemente metrópolis. El tema central en esta nueva territorialidad es que la ciudad compacta, cercana, definida, está en transformación y tiende a ser desplazada como zona privilegiada de vida.

Las metrópolis se definen por la ruptura de los límites tradicionales y conocidos y su expansión hacia la periferia, con límites imprecisos y en permanente cambio y sin posibilidades de conocer al instante su población porque ella se mueve constantemente (Capel, 2002). Sin embargo, es importante advertir que el fenómeno de metropolización no es nuevo es decir, no se inicia a finales del siglo XX sino, por el contrario, se visualizó a comienzos de dicho siglo.

En los censos y estudios de la década del 30 y 40 ya se hablaba de áreas periurbanas o fuera del radio de la ciudad de siglo XIX (Op. Cit); pero su existencia se limitaba a pocas ciudades.

El nuevo fenómeno entonces no es que las grandes concentraciones urbanas hayan surgido, que ya se conocía, sino como esa larga expansión urbana terminó encontrándose con las alteraciones de las economías nacionales superadas por los procesos globales, de la mano de las tecnologías de información que trascienden los límites rígidos de naciones y se difunden por las concentraciones de la sociedad.

Nos encontramos frente a un fenómeno territorial en plena expansión y con velocidad creciente. Para el año 2016, de acuerdo al  Demographia World Urban Areas (2016) existían 1.022 centros urbanos con más de 500.000 habitantes donde vivían 2,2 billones de personas. Esta cantidad representó el 53% del total de población clasificada como urbana en el mundo. Es decir, que el total urbano sería 4,15 billones.

Esto arrojó una proporción del 63% de la población del planeta. De los 1022 centros, 36 superaban los 10 millones de habitantes y 471 tenían una concentración entre 1 millón y 10 millones. Es decir, el planeta tiene 36 áreas urbanas que ya superaron la vieja idea de metrópoli y avanzan hacia convertirse en nuevas formas de vida que, por comodidad, les llamaremos megalópolis.

La concentración más grande para el 2016 era Tokyo con cerca de 38 millones de pobladores y la mayor concentración de estas ciudades se encuentran en China (429 millones), La India (225 millones), Japón (84,5 millones) y Brasil (84,1 millones).

Megalópolis: reto a lo imposible

Ya existen megalópolis. Es la integración de metrópolis que se encuentran en su indetenible proceso de dispersión urbana. No tiene comienzo ni fin. Son sedes de todas las actividades económicas conocidas y están integradas a todas las redes del planeta.

El reto para administrar conglomerados urbanos con  la magnitud de Tokyo, por ejemplo, es inmenso. Supone gobiernos metropolitanos con gran capacidad de autonomía y ejecución, a la vez que de coordinación con los múltiples gobiernos locales que se van adhiriendo a su área urbana.

Ya es reconocida la megalópolis china conformada por Hong Kong-Shenzhen, que ya contaba con más de 50 millones de habitantes para final del siglo XX ocupando más de 50.000 kilómetros cuadrados.

Pero estamos cerca de presenciar un reto a la imaginación de las sociedades humanas: Jing-Jin-Ji. Será la concentración más grande de planeta, con más de 100 millones de personas y 215.000 kilómetros cuadrados, la mitad de tamaño de España (Díez, 2016).

¿Cómo se administrará este sueño humano alrededor de Pekin? ¿Cuáles serán las identidades de sus pobladores? ¿Cuáles sus oficios?¿Cómo se comportará la pobreza y la exclusión?¿Bajo cuales modalidades se procurarán los servicios públicos para tanta gente?¿Con cuales recursos se financiará esta obra humana? ¿Será sostenible? ¿Serán nuevos feudos articulados por medios rápidos de transporte e internet?

Para este momento sabemos que el sapiens continúa su larga marcha de encuentro, de concentración, innovación y generación de riquezas y productos, transformando el planeta cada vez más concentrados. Esta marcha no ha dejado de transformar los límites territoriales de sus sociedades, crear y recrear mitos y promesas dentro de esos límites y, en definitiva, imaginar límites hasta no verlos casi en las megalópolis. 

COMENTARIOS FINALES: CONCEPTOS, TEORÍAS Y VISIONES SOBRE EL TERRITORIO EN EL SIGLO XXI AVANZADO

La tendencia de las sociedades humanas en el territorio, a la luz de la evolución presentada en las anteriores páginas, es hacia la máxima concentración y la total integración planetaria.

Este intenso fenómeno, acelerado a velocidades desconocidas por los humanos que vivían hace apenas cincuenta años, se ha transformado en otra manera de vida producto de la interconexión propiciada por la innovación tecnológica.

El cambio de la articulación de los humanos con el territorio es, por lo tanto, nuevo y  desconocido.

Las teorías que se elaboraron para sobre el desarrollo territorial desde los años cuarenta y hasta los noventa, versaron sobre premisas que hoy están siendo desplazadas:

  1. Que el desarrollo de un territorio estaba atado al crecimiento económico del mismo, en consonancia con las teorías del desarrollo imperantes
  2. El territorio era una unidad que respondía a la dinámica del estado-nación, cuyas determinantes establecían las reglas de juego para los actores dentro de cada recorte territorial.
  3. En consecuencia, que los intercambios de esos actores, dentro de cada territorio, fuera un municipio, una entidad federal o una ciudad, se daban con arreglo a las normas y procedimientos establecidos por el estado nacional en articulación con las instituciones subnacionales.
  4. Las posibilidades de crecimiento del territorio, venían dadas por la incorporación de las tecnologías y la inyección de la inversión para que las unidades de producción en un territorio subnacional dieran un salto en la generación de riquezas y, con ello, se propiciara su distribución.


Todas estas premisas han sido alteradas, cuando no desplazadas. Los amarres al territorio y la seguridad que le conferían a la sociedad territorial, han aflojado su fuerza. Por más que los grupos humanos se esfuercen por producir más y mejor, ello no se traducirá en nuevas y mayores riquezas si no conectan con los circuitos planetarios que son los que hoy revalorizan la actividad humana. 

En esa visión, las concentraciones poblacionales en ciudades, muchas convertidas en metrópolis o en camino a ese estatus, van adquiriendo autonomía de interrelación con otras concentraciones, agentes o unidades de actividad humana que se pueden encontrar lejos de ese límite territorial.

Los humanos se encuentran en un aprendizaje de interconexión que genera resultados impredecibles, toda vez que se trata de la conformación de un sistema complejo sin límites territoriales convencionales y con nuevos límites únicos: los del planeta.

A medida que el siglo XXI avanza, señala Harari (2017 a), el nacionalismo va perdiendo terreno. Mayor cantidad de personas creen hoy que el origen legítimo de la autoridad política es la humanidad y no los miembros de una nacionalidad, de allí que “salvaguardar los derechos humanos y proteger los intereses de toda la especie humana debiera ser el faro que guíe la política.

Si es así, tener cerca de 200 estados independientes es un estorbo en lugar de una ayuda” (Op. Cit. P. 231). Son intensas y profundas las corrientes de capital, trabajo e información que desatienden las fronteras de las naciones y van forjando un Imperio global ante nuestros ojos (Ibid).

El reciente trabajo de la Cepal (2017) acerca del desarrollo territorial, advierte con claridad sobre esta nueva realidad.

Al respecto advierte que el planeta tierra adquiere carácter de territorio único y que, en consecuencia, las capacidades de acción de las sociedades territoriales deberán reorientarse hacia una cabal comprensión del nuevo escenario del territorio, para lo cual conviene que todo esfuerzo se encuentre alineado con las Agendas Globales: la 2030 de los Objetivos del Desarrollo Sustentable y las propuestas de Hábitat III.

En esa perspectiva, la planificación territorial tendrá que convertirse en un proceso con múltiples escalas (desde la planetaria hasta la individual en el sitio) si en verdad se desea que un determinado grupo humano conecte con la probabilidad de producción y distribución de riquezas y, en consecuencia, de mejorar su calidad de vida.

Los nuevos escenarios dónde se debatirán las posibilidades de la vida están lejos, muy lejos, de aquéllas bandas móviles en el planeta y de las aldeas agrícolas dispersas sin conexión.

Aún, para no exagerar en el tiempo, los escenarios son muy distantes de la organización institucional de las sociedades en la etapa de crecimiento económico de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX. En aquél momento, los límites territoriales se estaban conformando y adquirieron solidez.

Por ello, las relaciones e intercambios en el planeta transcurrían a través de las puertas que abrían los estados nacionales y las unidades locales del territorio.

Estos escenarios son redes globales, ancladas en concentraciones poblacionales, metrópolis y megalópolis, con las cuales se conectan, a su vez, múltiples centros menores de vida para realizar sus necesidades humanas.

Llama la atención la proliferación de documentales en los últimos años que advierten sobre un nuevo fenómeno: los pueblos se van quedando solos. Se cuentan por miles en Europa. Igual tendencia se asoma en Norteamérica. 

También reclama nuestra atención cómo las formas de trabajo están cambiando aceleradamente, sin que a veces lo veamos. Ya se habla de mundo post-laboral en el cual miles de millones de humanos entrenados para trabajos originados al comienzo del siglo XX, ya no tendrán que hacer.

Y las opciones para insertarse son actividades virtuales en formas de juegos, que exigen nuevas capacidades (Harari, 2017 b).

Los procesos de descentralización del poder, plagados de normas y reglamentos intergubernamentales, tal como los conocemos, cada vez sirven menos para cumplir son el objetivo de propiciar desarrollo en un territorio.

El incremento de la enrevesada burocracia que solo ve dentro de sus límites, está impidiendo que las sociedades miren más allá y se conecten, con autonomía, con las nuevas formas de vida.

Todavía no contamos con instrumentos precisos como los hubo en la etapa de consolidación de los estados nacionales y sus unidades subnacionales, para comprender y formular prescripciones sobre el desempeño de esta nueva manera de funcionamiento territorial.

Pero, en todo caso, si asumimos que este escenario ya domina el planeta, estamos obligados a pensar de otra manera el desarrollo del territorio. Es una tarea obligada que ya llegó.

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Citas

(1) Los sistemas complejos tienden a comportarse según pautas que surgen de la interacción de los componentes del mismo sistema y con el entorno. Si bien puede pensarse que el sistema puede arrojar infinitos estados, sorpresivamente los sistemas complejos tienden, finalmente, a seguir pautas que ordenan su estructura y adquieren formas determinadas. En las sociedades humanas, advierte Gell-Mann (Lewin 1995, p. 29), el esquema de evolución y adaptación son las instituciones, las costumbres, las tradiciones y los mitos. Estos constituyen una forma de ADN cultural. Estas pautas culturales representan los atractores del sistema; de acuerdo a Goodwin (Op.Cit., p. 92), los atractores son estados en los que los sistemas dinámicos acaban por asentarse. El sistema complejo esta tenuemente poblado de un número limitado de atractores, algunos de los cuales, de manera aleatoria, terminan por incorporar los componentes y convertirse en conductores del comportamiento sistémico. Son, en esencia, pautas globales que emergen a partir de reglas sencillas.

(2) Desde la perspectiva de los teóricos de los sistemas complejos, en la evolución cultural se conocen cuatro pautas de organización asociadas a formas territoriales (Lewin, 1995. P. 35). Ellas son: a) Las Bandas, que dominaron desde la aparición de la especie Sapiens hace unos 200.000 años, hasta el inicio de la Revolución agrícola hace unos 12.000 años. Las bandas desplegaban su sobrevivencia en territorios móviles y acotados, en pequeños grupos (Lenski, 1997. P. 106); b) Las Tribus, cuya construcción social supuso la confluencia de una mínima estructura jerárquico-organizativa que une a varios grupos familiares y la sujeción al territorio que ocupa. Su aparición está vinculada a la Revolución Agrícola, momento a partir del cual el Sapiens inicia su atadura al sitio donde desempeña su sobrevivencia (Harari, 2017); c) Los Imperios, aparecidos hace unos 5.000 años, derivaron de la agregación de aldeas agrícolas en grupos humanos de mayor densidad, iniciándose la legitimación de reyes locales con origen divino y el ejercicio del poder tiránico. Comenzó la era de los sistemas sociales de herencia ideológica, con incremento sustancial del esclavismo hereditario (Op. Cit. p. 162-166) (También Harris, 1986); d)  Los estados-nación, forma de organización socio-territorial aún dominante en nuestros tiempos, devino de la transición y desintegración de los grandes imperios. Sus contornos son posibles de rastrear en la Edad Media (Llobera, 1996), cuando todavía coexistían comunidades locales con autogobierno y trazas de imperios (Gellner, 1998). A la categorización anterior, debe agregarse una: la era de La amalgama planetaria de  Estados, localidades, metrópolis y megalópolis. Existe, según Ohmae (1998), el desdibujamiento de la cartografía nacional, a la vez que la humanidad se encamina hacia un mundo urbanizado de manera generalizada, en el cual todos los territorios estarán supeditadas a esa dinámica (Borja y Castells, 2000), dentro de una cartografía planetaria marcada por la integración de redes interconectadas tanto para la cooperación como la competencia.

(3) Publicado por primera vez en 1776.

(4) Marshall expone su tesis en su libro “Principios de Economía” publicado en 1890.

(5) El texto original es “Note sur la notion de Pole de Croissance”, Economie Apliquée, 1.955, num. 1, págs.. 307-20. Citado por: Posada, Luis Javier. “Los fundamentos económico-espaciales de la teoría de centros de desarrollo”, Revista Agricultura y Sociedad. Año 1978, N° 6. Enero-marzo, España, pp. 137-180.

(6) El Federalista es el nombre de la publicación en forma de libro de una serie de ochenta y cinco artículos escritos por Alejandro Hamilton,  Santiago Madison y  Juan Jay en tres periódicos de New York entre 1787 y1788. Hamilton y Jay formaron parte de la Convención de Filadelfia, mientras que Madison era el Secretario de Estado de la Confederación antes de introducirse la fórmula federada.

(7) Los países estudiados, de manera comparada, son: Inglaterra y Gales, Escocia, Nueva Zelanda, Fidji, Japón, Estados Unidos, Canadá y Australia.

(8) Conferencia centroamericana por la descentralización del estado y el desarrollo local

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