RESULTADO PARCIAL DEL PROYECTO “LA RELACION ESTADO-SOCIEDAD EN LAS ENTIDADES FEDERALES Y MUNICIPIOS EN EL MARCO DE LA DESCENTRALIZACION VENEZOLANA, COFINANCIDO POR FONACIT Y AUSPICIADO POR CENDES/UCV. Junio 2006
INTRODUCCIÓN
Hasta los años cincuenta y sesenta, en América latina no se objetaba la funcionalidad del Estado centralizado en relación al modelo hacia adentro o por sustitución de importaciones que dominaba la escena del desarrollo. Si bien las reivindicaciones territoriales habían formado parte de la historia latinoamericana, el consenso logrado a principios del siglo XX alrededor del presidencialismo[1], signaría la consolidación de los estados nacionales.
Sin embargo, a principios de los setenta se registraron nuevas situaciones que entraban en conflicto con aquél consenso: el modelo de desarrollo estaba en crisis, las economías no lograban satisfacer las expectativas de la población y los regímenes autocráticos dominaban la escena política en la región. Adicionalmente, se incorporaban otros actores reclamando su inclusión en el debate de los grandes asuntos nacionales y cuestionaban la lógica de los consensos corporativos tripartitos (estado, empresarios, sindicatos) que monopolizaban las decisiones. Aparecieron, progresivamente, nuevas y variadas formas de expresión social que pugnaban con las dominantes, sobre todo en los centros urbanos en plena expansión. Se comenzó a hablar, entonces, de los nuevos movimientos sociales latinoamericanos, inspirados en las teorías fundamentalmente post-marxistas y gramscianas provenientes de Europa y, en menor medida, de Norteamérica.
La crisis del modelo de desarrollo dio entrada a una nueva oleada de dictaduras, sobre todo en el cono sur y Centroamérica, las cuales dominaron las preocupaciones políticas hasta bien entrada la década del setenta. Al iniciarse la transición hacia las democracias, la reflexión se nutrió de las esperanzas movilizadoras y transformadoras de los nuevos movimientos sociales y se planteó con fuerza la revisión de la relación entre el estado autoritario y la sociedad civil latinoamericana, como nueva fórmula para introducir cambios sustantivos que impidieran una regresión autoritaria. Así, se inicia la década de los ochenta en un nuevo ambiente: el de la democratización de América latina.
Tal democratización requeriría, en consecuencia, un cambio profundo del tipo de estado prevaleciente, patrimonial y centralizado. Se comenzaron a elaborar, de inmediato, las tesis de la reforma del estado que recorrieron todas las sociedades latinas y dieron lugar a las decisiones acerca del estado necesario para transformar su relación con la sociedad. Ese debate, con más o menos matices, se mantiene hasta los momentos, advirtiéndose sobre las etapas por las que ha pasado en estas casi tres décadas.
Uno de los temas centrales en la reflexión, fue la de buscar fórmulas que permitieran desactivar al anquilosado estado centralizado, que asfixiaba las iniciativas de los nuevos (y viejos) movimientos sociales. La fórmula fue la descentralización. La misma vino asida de la mano de la democratización, como instrumento que permitiría la cercanía del ciudadano a las estructuras de gobierno y, con ello, a la toma de decisiones, con lo cual se neutralizaría la excesiva discrecionalidad funcionarial y se enfrentaría el autoritarismo asociado a la centralización del poder.
Casi tres décadas después, América latina muestra un rostro más democrático y más descentralizado. Sin embargo, las preocupaciones acerca del patrimonialismo y el autoritarismo de los dirigentes, continúa vigente. También se discute sobre la eficacia y eficiencia de la descentralización como mecanismo democratizador y, en fin, hasta qué punto la descentralización del estado ha servido de vehículo para una rearticulación entre el estado y la sociedad civil.
El presente documento presentará la temática planteada en tres momentos: en un primer punto se revisará la discusión de los años ochenta sobre la rearticulación de la relación estado y sociedad civil, haciendo énfasis especial en el pensamiento sobre los nuevos movimientos sociales y su relación con la democratización y la descentralización. En un segundo apartado, se trabajará la discusión acerca del origen de la descentralización y su desarrollo en los noventa, incorporándose los argumentos que favorecían dicha tesis así como los que advertían sobre sus limitaciones. Finalmente, en la tercera parte del trabajo, se reflexiona sobre la relación estado-sociedad en el marco de la descentralización, los conceptos manejados a tales fines y las limitaciones que imponen factores estructurales presentes en el desarrollo latinoamericano.
¿Cambió la relación entre las esferas del estado y de la sociedad civil en estas tres décadas de democratización y descentralización?, ¿es el mismo estado autoritario o han cambiado las visiones y realidades de su manejo?, ¿es posible esperar cambios en los rasgos patrimonialistas del estado con procesos como la descentralización o se trata de elementos culturales que pudieran no cambiar aún en el largo plazo?, son algunas interrogantes que gravitarán en la discusión del presente texto.
- LA DISCUSIÓN DE LOS OCHENTA: REINTERPRETACIÓN DE LA RELACIÓN ESTADO-SOCIEDAD
A finales de los años setenta y a lo largo de los ochenta, se asomaron al debate varias perspectivas acerca del futuro de las democracias en América latina. En la mejor perspectiva marxista, algunos autores planteaban que la recuperación de la democracia latinoamericana pasaba por la incorporación activa y protagónica de los sectores populares y que el carácter de sus demandas, que eran socialistas, tendría que compatibilizar las demandas democráticas con las demandas socialistas (Baño, Benavides, Falleto et. al 1978). Insistían los autores que la crisis de la democracia se caracterizaba por la oposición al autoritarismo y, para ello el estado, para postularse como democrático, tenía forzosamente que incorporar el problema del socialismo (op. cit.). Reflexiones como la de Cortés (1980) acerca del rol político de la clase media en Latinoamérica, acompañaba la perspectiva marxista clásica según la cual, siguiendo a Poulantzas, el papel de los trabajadores intelectuales introduciría rupturas en las organizaciones políticas tradicionales lo cual, en consecuencia, daría lugar a la aparición y desarrollo de nuevas organizaciones de sectores medios que podrían entrar en contradicción con los movimientos populares. De allí que se requerirían, postulaba el autor, una alianza estratégica entre ambas clases, con lo cual la alternativa socialista sería el único proyecto nacional-popular viable para América latina (op. cit: 29).
Dentro de aquélla matriz, la más ortodoxa para el momento, se fue abriendo paso desde la izquierda latinoamericana, una visión acerca de la necesidad e importancia de la democracia que obligara, paulatinamente, a replantearse los esquemas teóricos e ideológicos en el análisis político. Se reconoció, en ese marco de pensamiento, cómo la conformación de múltiples y variadas organizaciones sociales en los setenta, se había convertido en un nuevo sujeto de la política. De allí que se imponía la necesidad de aprovechar las posibilidades que ofrecía la democracia liberal “para construir, transitando por ella, una alternativa revolucionaria de sociedad” (Pease García 1983: 35)[2].
La cuestión democrática en América latina, es necesario recordarlo, surgió como oposición a las dictaduras de Brasil y el Cono Sur. Precisará Lechner (1994) tiempo después como la Conferencia de CLACSO de 1978 en Costa Rica, había marcado un hito al plantear la democracia como eje del debate político-intelectual de América latina, todavía, durante la década del ochenta, recordará este autor, predominará la visión defensiva (antiautoritaria) de la democracia.
Democracia, antiautoritarismo y organizaciones populares dominaban la escena de la reflexión política acerca del futuro de las sociedades latinoamericanas en los setenta y, aún, en los ochenta.
- La reflexión latinoamericana sobre los movimientos sociales
En un trabajo de Gorlier (1992) acerca del potencial de los movimientos sociales en Argentina y Brasil, se reflexionaba sobre la multiplicidad de enfoques y corrientes que se fueron condensando hasta formar grandes expectativas alrededor de dichos movimientos: los nuevos movimientos sociales poseían un potencial democratizador, dentro de una visión gradualista, finalista y frentista, en clave política. En ese pensamiento, argumenta el autor, los movimientos sociales aparecían como parte de una nueva megahistoria, donde estos actores poseían un papel predeterminado que cumplir.
En el contexto de represión generalizada y atomización social[3], fueron apareciendo, de manera gradual y repentina, múltiples formas de organización y acción social, de carácter local[4] y de formas y contenidos heterogéneos. A su vez, las expectativas de las nuevas organizaciones, estuvieron relacionadas con una diversidad de materias: la identidad, la autonomía, la democracia de base, la ciudadanía social, la cotidianidad (op. cit: 127). Buena parte de aquélla perspectiva de los setenta, estuvo influenciada por los estímulos provenientes de Europa Occidental y Estados Unidos[5], países en los cuales se reflexionaba desde los movimientos de izquierda acerca de las limitaciones de la modernidad y de la democracia.
Para Kärner (1983), los nuevos movimientos sociales habían aparecido como una ascendente y decisiva fuerza social estructurada como frentes, organizaciones de base y comités de defensa, que funcionaban independientes de los partidos de izquierda y que se proponían, en la práctica, una lucha cotidiana por la sobrevivencia. En esa lucha, las organizaciones populares pugnaban de manera realista “por la eliminación de las condiciones político-económicas causantes de su enajenación” (Op. cit: 32).
En otra perspectiva, De la Cruz (1985), planteaba la emergencia de los nuevos movimientos sociales como parte del reto de las democracias latinoamericanas. En esa línea, si bien los movimientos ecologistas, feministas, cooperativistas, cristianos de base, grupos culturales y otros tipos de ellos, contribuirían al proceso de formación de una nueva forma de pensar la vida, también estaban sometidos al peligro del corporativismo y de la política perversa que terminaba siempre reforzando al estado.
Ciertamente, el peligro de la cooptación siempre estuvo (y está) presente en el desempeño de los movimientos sociales. Estos, al no ser independientes de la esfera política que les da vida, transcurren entre la búsqueda de autonomía e identidad de espaldas a los poderes constituidos y la cooptación de sus reivindicaciones que se ven transformadas en reformas e integradas al estado, tal como lo analizara Gómez Calcaño (1986) en el marco de proyecto de las Naciones Unidas sobre las democracias emergentes[6]. ¿Cómo combinar ambas opciones? se preguntaba el autor. Se trata de una nueva relación entre el estado, la sociedad política y la sociedad civil, afirma Gómez, dónde sólo una larga práctica de acción social podrá desplazar los viejos sentidos por nuevas ideas en las nociones de democracia y política (Op. cit).
Reflexionaba Eduardo Ballón (1986) en su análisis sobre la realidad peruana y en el marco del proyecto antes citado, sobre la pérdida de las certidumbres de los setenta en relación a las utopías latinoamericanas. En su defecto, se imponía “rescatar la búsqueda de nuevos modelos de ciudadanía, el reconocimiento de la pluralidad, la lucha por la autonomía y la autogestión y los intentos por construir una cultura y una simbología colectiva, como posibilidades que aparecen en los movimientos, que a su vez alientan nuevas utopías” (p. 2-3). En este pensamiento, destacaba los avances de la Constitución peruana de 1979 la cual, dentro de sus logros, contenía la posibilidad de establecer gobiernos regionales, como uno de sus avances más significativos. De allí que los gobiernos locales democráticamente electos, fueran, potencialmente, uno de los puentes más significativos entre estado y sociedad (p.22). Son estos espacios, insiste el autor, el mejor terreno para la interacción entre los movimientos sociales y los aparatos gubernamentales[7].
Las consideraciones realizadas por Carlos Filgueira (1986) sobre el acontecer uruguayo dentro del proyecto de las democracias emergentes, referían la aparición, dentro del régimen autoritario apenas desaparecido en 1985, de una multiplicidad de respuestas defensivas materializadas en el movimiento estudiantil, sindical, cooperativo, juvenil, feminista, de salud, amas de casa y productores rurales. Sin embargo, advertía sobre el hecho de que estos movimientos no aseguraban “per se” una consolidación tal que permitiera alterar los fundamentos de la antigua relación entre el estado, la sociedad política y la sociedad civil o, por lo menos, pudiera poseer el peso suficiente como para revertir la centralidad estatal dominante (P. 36).
Una visión optimista sobre la incidencia de los movimientos sociales sobre la democratización latinoamericana fue la de Mainwaring y Viola (1985). Los autores, basándose en el estudio de Brasil y Argentina, afirmaban que, a pesar de sus claras limitaciones en cuanto a tamaño, sofisticación política y de autonomía, “Los movimientos sociales han tendido un claro impacto en la creación de relaciones sociales más democráticas en sociedades en las cuales eran predominantes las prácticas autoritarias” (p.65-66), erosionando la legitimidad del discurso populista autoritario y fortaleciendo a sociedad civil en su conjunto. Poco tiempo después, Mainwaring (referido por Gómez Calcaño 1992), introdujo ajustes en sus hipótesis y reconoció su excesivo optimismo sobre el impacto de los movimientos sociales en la democratización, particularmente la brasileña, terreno de estudio del trabajo en cuestión. Logró advertir el autor como dichos movimientos, lejos de reagruparse para luchar por la democracia, se observaban dispersos y aislados, producto de su gran heterogeneidad y la división interna. A su vez, ausente el enemigo común de la dictadura militar, se inició la competencia entre las distintas organizaciones para obtener el beneficio del estado en relación a cada demanda particular. De allí que, señala Mainwaring, es preferible visualizar el desempeño de los movimientos sociales a largo plazo, en términos de su contribución a cambios en la cultura política y no a su impacto inmediato en la política (Op. cit :17-19).
En un enfoque habermasiano, Gabriela Uribe (1987) analizó los movimientos sociales latinoamericanos, concluyendo, a mi manera de ver con demasiado optimismo, sobre la gran potencialidad democratizadora y de cambio político de dichos movimientos. En el plano de la dimensión del lenguaje y de la racionalidad comunicativa, la emergencia de las organizaciones de base, populares, ongs y demás manifestaciones contemporáneas, son producto del abierto conflicto entre mundo de vida y sistema, que se traduce en un conflicto de racionalidades. Así, la reacción de los sujetos sociales no sólo resulta ser contra la amenaza de colonización del mundo de vida sino, también, contra la amenaza global de desaparición de vida en el planeta. De manera concreta (y pensando en América Latina), Uribe señala, en primer término, que el desborde de la racionalidad instrumental se ha traducido en movimientos sociales y que, en segundo término, sus conflictos se expresan entre el estado (nivel tecno-económico y administrativo y la sociedad civil (nivel cotidiano y relacional inmediato). La efectividad simbólica y capacidad de autoorganización de los movimientos, les confiere – he aquí el optimismo exagerado de la hipótesis, sobre todo vista veinte años después – un potencial de protesta que los llevaría a convertirse en grandes movimientos nacionales e internacionales, en un afán por crear espacios sociales con nuevas formas de vida y relaciones entre personas y entorno social y dotados de independencia frente a los imperativos del sistema. Una de las fórmulas que permitiría materializar el potencial democratizador de los movimientos sociales, concluye la autora, serían los procesos de descentralización económica y administrativa y de desconcentración del poder, lo que le conferiría a la sociedad “mayor capacidad de acción y decisión independiente por parte de los poderes públicos regionales y de los gobiernos locales y municipales”(p. 53), tal como se percibe en la iniciativa de la Reforma del Estado en Venezuela[8].
Algunos aspectos de la tesis de Uribe merecen ser comentados a los efectos de los objetivos del proyecto de investigación que nos ocupa. En primer término, la tesis central sustentada en aquél momento afirmaba que “ los procesos de sensibilización, toma de conciencia, preocupación y debate en el interior de estos grupos ciudadanos en torno al progreso científico-tecnológico y sus consecuencias se irán expresando bajo formas y acciones que se tornarán socialmente visibles y más significativas”. Veinte años después, por lo menos en América latina, los movimientos sociales continúan actuando, salvo excepciones como las organizaciones de derechos humanos, a nivel del mundo de la vida es decir, de la cotidianidad. Habría que discutir la temporalidad de los cambios más sustantivos en la cultura política y en la adquisición de mayor autonomía de las organizaciones sociales respecto al estado y la sociedad política pero, en todo caso, pareciera que el tiempo transcurrido no es suficiente como para repensar la posibilidad de que los movimientos sociales, per se, puedan alterar significativamente los patrones del debate científico-tecnológico y, por ende, las formas de vida y relaciones sociales. En segundo lugar, la posibilidad de que las relaciones cotidianas trasciendan la “política en primera persona” y, a través de su efectividad simbólica, irradien, vía medios de comunicación de masas, a la opinión pública general, habría que estudiarla con mayor detenimiento y cautela. Lo que se observa en América latina, en general, y en Venezuela, en particular, es una realidad en la cual la miríada de organizaciones de base no posee el potencial suficiente como para impactar y alterar el curso de políticas públicas sustantivas, tanto a nivel nacional como a nivel territorial. Aún las organizaciones de mayor tamaño con jurisdicción nacional, se ven limitadas en su incidencia en las políticas públicas que influyen en el destino de los ciudadanos. Un tercer comentario se relaciona con la posibilidad cierta de que el reforzamiento de la sociedad civil pueda generar un viraje teórico que supere las visiones estadocéntricas de las sociedades latinoamericanas y plantee nuevas mediaciones entre el estado y la sociedad bajo un esquema de autonomía de la esfera civil. Dos décadas luego de las expectativas de aquél análisis observamos en América latina, particularmente en Suramérica, una vuelta al estado centrismo a través del renacer de regímenes populistas que se pensaba eran cosa del pasado[9].
En todo caso, es indispensable rescatar la preocupación de G. Uribe respecto a su desconfianza por la implantación de una especie de ideología de la participación que proviene de los gobiernos para absorber el potencial de protesta de los movimientos sociales. Por definición, los programas “participativos” provienen del sistema imperante, con la intención de abrir el acceso de los sujetos sociales a la toma de decisiones, pero, en ningún momento, aspiran a reconocer la autonomía de los mismos. Ello se convierte, por su misma naturaleza, en un proceso de autolegitimación de la racionalidad imperante. Para una mayor o real autonomía como supuesto de la democracia, se necesitaría “una descentralización administrativa y una desconcentración del poder tales, que los ciudadanos puedan, a través del ejercicio de su acción y decisión a nivel local, apropiarse de grados de experiencia, reflexión e interacción suficientes como para definir necesidades y hacer exigencias al sistema desde una posición y perspectivas independientes”(p. 55).
La discusión sobre los términos de la participación ciudadana cobra un valor indudable a partir de la última reflexión y coloca el acento en el dilema “programa de participación”-“autonomía” de las organizaciones sociales. Este dilema se encuentra plenamente vigente en la América latina del siglo XXI, sociedad en la cual las ideologías participacionistas provenientes de las elites gobernantes son monedas de curso común. Y todo ello, dentro del desarrollo de procesos de descentralización que centran sus expectativas en la relación estado-sociedad en términos de reivindicación nacional. De este tema nos ocuparemos permanentemente, por tratarse del nodo central del proyecto de investigación.
Para comienzos de la década de los noventa, como lo analizara Gómez Calcaño (1992)[10], la visión mítica sobre los movimientos sociales había dado paso a una postura que trataba de entender la interacción entre los movimientos y otros actores sociopolíticos La presión social había disminuido y las organizaciones de base se encontraban débiles o perplejas, sobre todo por la influencia que en su área de influencia ejerció la caída del socialismo real y la descomposición de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. De allí que, en América latina se observaba una fragmentación de la acción colectiva, percibiéndose una evidente desmovilización de la sociedad civil y, colateralmente, una tendencia a la cooptación.
Sin embargo, sostuvo Gómez, no había que perder de vista las verdaderas contribuciones de los movimientos sociales, más allá del inmediatismo que plantea la política cotidiana. Las organizaciones que emergieron en América latina en los ochenta, representaban canales para la incorporación y ampliación de los temas de la agenda política, pugnando por mayor autonomía. A su vez, los movimientos habían introducido prácticas innovadoras en las formas organizativas y de acción, que permitieron la difusión de valores propios tales como la solidaridad, la equidad y la participación. Todo ello se podía asumir como contribuciones al cambio de la cultura política, dentro de una región dónde la política y los cambios históricos del estado centralizador del poder, se encontraban demasiado desdibujados.
En clara coincidencia con la óptica de Gómez Calcaño, Gorlier (1992) sostuvo para la misma época la llegada del crepúsculo de las visiones épicas respecto al potencial de los movimientos sociales. Asumir esa realidad, permitiría rescatar lo que en realidad estaba sucediendo alrededor y en función de ellos: procesos crecientes de institucionalización, re-creación de culturas políticas, afianzamiento de procedimientos de democracia interna, prácticas inéditas de confrontación y negociación y redefinición de relaciones entre movimientos y partidos. Por ello, sería conveniente, en adelante, replantear las expectativas de los movimientos sociales y esperar de ello un aporte al bloqueo a la regresión autoritaria, a la lucha contra la opresión cotidiana y en la profundización de las democracias latinoamericanas a través de asumirse como agentes activos de la descentralización del estado, creando estilos de gestión en la administración de bienes públicos.
Es posible colegir en función de las reflexiones antes ofrecidas, acerca de la íntima relación que tanto en el discurso como en la práctica existió entre los movimientos sociales latinoamericanos y el futuro de la democracia en la región. Dicho vínculo aparecía como la búsqueda de una nueva relación entre el estado y la sociedad, con miras a superar el estadocentrismo de nuestras sociedades y, con ello, aupar perfiles de autonomía ciudadana de la sociedad civil. Por ello, para entender mejor la relación en cuestión, es necesario introducir algunas referencias sobre el tema de la democratización de América latina.
- La reflexión sobre la democratización de América latina
A finales de la década del cincuenta, Tad Szulc (Referido por P. Breslin 1991) escribió una obra titulada “El ocaso de las tiranías”[11], en abierta alusión al nacimiento de las democracias en América latina. Sin embargo, comentaba Breslin, tales democracias resultaron ser frágiles y regresaron las tiranías en los sesenta y los setenta. En la siguiente década, se inició una reversión de los autoritarismos y comenzó la era democrática latinoamericana que se prolonga hasta el presente, siendo una cronología de su inicio la siguiente (Consultada en Del Alamo 2005):
País Año de vuelta a la democracia
Ecuador 1979
Perú 1980
Honduras 1981
Bolivia 1982
Argentina 1983
El Salvador 1984
Brasil 1984
Nicaragua 1984
Guatemala 1985
Uruguay 1985
Paraguay 1985
Chile 1990
Como se concluirá, América latina asistió a un prolongado período de redemocratización, que se unió a las democracias preexistentes en Colombia, Costa Rica y Venezuela. Con altos y bajos, intentonas golpistas, escarceos autoritarios y nuevos caminos autoritario-populistas en el siglo XXI, el mapa de América latina continua siendo de una marcada tendencia a preservar los valores de la democracia como modelo de convivencia social.
En un contexto más amplio, Markoff (1998) sostiene que la humanidad está viviendo una “oleada de democracias”[12], siendo la mayor en la historia porque, además, viene sucediendo de manera simultánea en varios países. Así, más personas que nunca antes viven en países con gobiernos que pretenden ser democracias.
Sin embargo, a pesar de este fenómeno, el futuro de la democracia no está seguro. Habiendo mediado infinidad de análisis y enfoques sobre las condiciones de la democracia, lo cierto es, afirma Markoff, que ella “no es una especie de sistema fijo de procedimientos que, una vez logrado, permanece inalterado en su sitio. En tanto en cuanto los movimientos sociales y los gobiernos planteen pretensiones democráticas, la democracia continuará siendo recreada” (P. 16).
Precisamente porque la democracia no es un hecho dado para la eternidad, surgieron dudas razonables sobre sus posibilidades en América latina. “¿Podrán sobrevivir estas pacientes y frágiles democracias suramericanas, particularmente en el contexto de la peor recesión económica desde la década de los 30? La liberalización de los regímenes autoritarios centroamericanos y la perspectiva de elecciones competitivas honestas en México, ¿podrán transformarse en genuinas transiciones democráticas?. Las democracias previamente consolidadas, como Venezuela y Costa Rica, ¿podrán extender los principios básicos de ciudadanía a las esferas económica y social, o serán “desconsolidadas” por este reto revirtiéndose hacia la mera preocupación por sobrevivir?”.Tales interrogantes complejas las formuló Terry Lynn Karl (1995)[13] al discutir los dilemas que tendría que enfrentar la democratización en América latina. La respuesta a la complejidad de las interrogantes, afirmaba la autora, no podrían obtenerse por la vía de los análisis convencionales que basaban sus expectativas sobre la búsqueda de requisitos para la democracia. Se trataría, en consecuencia, de enfatizar en el análisis de los procesos y, sobre todo, de las opciones contingentes, asumiendo que los tipos de consolidación democrática[14] variarán en función de las diferentes modalidades que adoptaran las transiciones de los regímenes en cada país o bloque de ellos.
La reflexión en cuestión sugiere superar la búsqueda inútil de condiciones para la democracia: cierto grado de riqueza; existencia de una cultura política con valores y creencias proclives a la democracia; configuración histórica de tradiciones locales; la influencia de la dependencia económica y tecnológica como factor adverso. La experiencia latinoamericana de los ochenta arrojó dudas sobre la necesidad de los supuestos como condición para la democracia, toda vez que si se analizan con detenimiento los requisitos aludidos, muchos de ellos no estaban presentes en América latina y, más aún, estaban totalmente ausentes en la mayoría de los países.
En su defecto, la noción de contingencia permitiría precisar que los resultados de la transición democrática dependerá más de reglas de juego subjetivas en torno a las opciones posibles y menos de las condiciones objetivas. De allí que sea necesario poner el énfasis en decisiones colectivas y de acciones políticas, factores menospreciados en la búsqueda de condiciones para la democracia. Por supuesto, las opciones contingentes deberán ubicarse dentro de un marco de restricciones histórico-estructurales, sin lo cual la noción de democracia corre el riesgo de caer en un voluntarismo excesivo. Dentro de esta idea, sostiene Karl, el “pactismo” característico de América latina, deberá dar paso a la construcción de “un consenso social amplio en cuanto a los objetivos de la sociedad y los medios aceptables para lograrlos (toda vez que) las transiciones exitosas se caracterizan necesariamente por la negociación y el acuerdo” (p.459).
Las predicciones para aquél momento, decía Karl, eran descorazonadoras, vistas las características y tendencias de las transiciones y aún de las democracias consolidadas; particularmente, las perspectivas de fracaso eran mayores en Perú (como en efecto sucedió), dada la ausencia de acuerdos explícitos entre los principales partidos políticos. También se veía como probable la implantación de una mezcla híbrida entre formas electorales y autoritarismos, realidad que pudiera denominarse como “régimen electrocrático”[15]. En todo caso, el pesimismo advertido pudiera soliviantarse a la luz de las opciones contingentes de los democratizadores contemporáneos, sobre todo en función de los cambios del sistema internacional luego de las drásticas variaciones en la guerra fría, de la decadencia de las ideologías utópicas[16] o de la influencia de la presión de grupos sociales organizados hacia la democratización. En todo caso, el futuro de la democratización de América latina (a partir de 1990), dependería, en buena medida, de la habilidad y esfuerzos de las fuerzas políticas para definir y encauzar proyectos políticas que permitieran reformas incrementales, sobre todo en la esfera de la economía y en las relaciones cívico-militares.
En el pensamiento intelectual de izquierda latinoamericano, se había asumido con propiedad la discusión sobre la democracia, como se advirtió en el capítulo anterior. Al respecto, Weffort (1995) defendió la tesis de que en muchos países latinoamericanos, existían fuertes corrientes de opinión que concebían la democracia como un valor en sí mismo, como una vía para organizar al estado y también a la sociedad como un todo. Sin embargo, “¿cómo imaginar que una democracia pueda afirmarse en países que viven una crisis económica y social tan profunda?” (p.405). A esta duda, Weffort agregaba el hecho de que las luchas democráticas de América latina, a pesar de su profundidad, no habían logrado exorcizar todos los viejos demonios autoritarios. Como se podrá advertir, este pensamiento se inscribía en la línea de la creación de condiciones para el logro democrático el cual, a diferencia del de las “opciones contingentes” antes referido. Por supuesto, desde esta perspectiva, la democracia caía en el terreno del idealismo (y en buena medida del voluntarismo), cuando se afirmaba que la democracia sería una esperanza toda vez que “la mayoría de los latinoamericanos desea formar parte de una civilización democrática y moderna” (p. 431).
También desde el pensamiento post-marxista latinoamericano, Portantiero (1989) ofrecía su visión respecto al futuro de las democracias latinoamericanas. Aludía a la existencia de una encrucijada, toda vez que el discurso del estadocentrismo estaba agotado y, en consecuencia, había que dar paso a fórmulas innovadoras y originales que enfrentaran la ofensiva de la “Nueva derecha”. Tales fórmulas tendrían como presupuesto teórico una proyección diferente de las relaciones entre Estado y sociedad. Estando en crisis el populismo y el neoliberalismo, sería indispensable una redefinición programática en lo burocrático, lo económico, lo asistencial y lo institucional. Ello se lograría al introducir la noción de “lo público”, entendido “como un espacio que pueda asegurar en los más extendidos ámbitos de la vida colectiva una mayor información, participación y descentralización de las decisiones”[17](93). Se trataría de descongestionar al estado y trasvasar la auto-administración a la comunidad, eso si, sin transformarse en parte del mundo de la mercancía. Las formas que adoptarían las nuevas formas de relación estado-sociedad, estarían basadas en la cogestión, la autogestión, la cooperativización, que crean un espacio de socialización, de descentralización y de autonomización en las decisiones. Se trataría de una economía de estructura mixta, bajo el control de la sociedad, con un fuerte componente de participación ciudadana. De eso trataba la nueva utopía de la democracia latinoamericana en la perspectiva referida.
En una visión de mayor aliento, Lechner (1994) abordaba la reflexión de la democracia latinoamericana desde la postura de los procesos y los cambios de la política contemporánea como fenómeno sistémico global. En esa línea de pensamiento, se asistía a un momento dramático para la democracia en América latina, en el cual, por una parte, el orden democrático había adquirido un reconocimiento como nunca antes se había logrado en la región, mientras que por otro lado, el entorno registraba una mutación radical en cuanto al alcance y sentido de la democracia. La mutación en cuestión es planetaria y se expresa en diferentes espacios: uno, la modernización en las estructuras productivas globales cuyo desempeño incide, ineluctablemente, en el funcionamiento práctico de las democracias; dos, en el plano cultural se asiste a una crisis profunda de los mapas ideológicos y marcos conceptuales para ordenar el mundo, crisis que afecta directamente los imaginarios colectivos es decir, los mapas cognitivos se erosionan y se desdibujan las utopías en el sentido que se le asigna a la democracia y, en tercer término, la propia política se ha transformado en un nuevo contexto que le redefine su lugar y sus funciones, tanto en la práctica institucional como en las formas de vivir el orden que, en términos democráticos, corresponde a la comunidad de ciudadanos.
Se preguntaba Lechner años antes (1991)[18] si la demanda de democracia en América latina no obedecía, más bien, a un deseo profundo por restaurar la comunidad, en peligro de fragmentación social. Otra situación es la europea, cuya comunidad ya posee una integración sistemática por la vía del mercado, respetando la diferenciación social, lo cual ha generado valores y orientaciones compartidas y asumido el pluralismo de intereses como norma. En América latina, la democracia nos viene del impulso que impone la carencia de integración social.
En medio de ese dilema, el autor (1994) advierte sobre el peligro del debilitamiento de las estructuras comunicativas en tanto que se diluye el “cemento” normativo y afectivo de la democracia; situación tan compleja, obliga a repensar el significado de la comunidad de ciudadanos. Por ello, imperiosamente se requiere formularnos la siguiente interrogante “¿Por medio de qué mitos, símbolos y rituales el ciudadano puede identificarse con el orden democrático?” (Op. cit.: 43). Lechner solo responde con una invitación a la investigación de los procesos democráticos en marcha para ese entonces y argumenta de la siguiente manera (Ibidem: 43):
“El avance de la secularización ha desprovisto a la ciudadanía, incluyendo el acto electoral, de su aura. Se disgrega el orden simbólico que conforma el “espíritu” de las leyes e instituciones. Sin embargo, la institucionalidad democrática y las normas constitucionales, aunque sólo sea una lealtad pasiva, no puede prescindir de esos mecanismos de identificación. De hecho, las recientes movilizaciones ciudadanas en contra de intentos golpistas y escándalos de corrupción, exteriorizan un compromiso con la democracia. Por ahora, empero, se trata de una reacción defensiva, destinada a marcar los límites –el punto de no retorno – peor sin nombrar las nuevas fronteras. Falta avanzar más allá de los esfuerzos por definir lo que la democracia es y no es y dar cuenta de las dinámicas, livianas y pesadas, que configuran las tendencias emergentes”.
¿ Cómo transitar desde una sociedad con una conciencia colectiva fundada en el estadocentrismo como forma normal de vida hacia otra a la cual se le exige recomponer mapas cognitivos, viejas adhesiones ideológicas y visiones acerca de lo que es la comunidad de ciudadanos?. Ese era el drama de las democracias “emergentes” de América latina desde la década de los ochenta por lo que aún, a comienzos de los noventa, se mantenían las serias reservas acerca de su viabilidad en el tiempo.
La Matríz Estadocéntrica (MEC) en América latina, como lo argumentara Cavarrozi (1995) no tuvo flexibilidad. Fue frágil y rígida al mismo tiempo y al debilitarse sus mitos fundantes, los procedimientos de toma de decisiones no contribuyeron a reforzar la legitimidad del régimen “de abajo hacia arriba”. Hablando de la realidad mexicana – que es extrapolable al resto de Latinoamérica -, Olvera y Avritzer (1992) afirmarían que precisamente, la secular fusión entre economía, sociedad y estado, hizo que el protagonismo de los cambios de la historia de le asignara al estado y, por ello, fue convertido “en el portador del proyecto, alma de la revolución y punto de equilibrio de las anárquicas fuerzas sociales. La tradición estatólatra de la ciencia social mexicana en particular y latinoamericana en general, tiene que ver con el enorme peso del estado en nuestras sociedades, con su carácter patrimonial y con el atraso relativo de la organización independiente de la sociedad” (p.227).
¿Cómo hacer entonces para que la transición democrática pudiera ser posible en medio de una clara debilidad de la sociedad civil expresada en numerosos y nuevos grupos que actúan en el aislamiento y, sobre todo en el nivel local?¿Cómo hablar de consolidación democrática en un mar de desencuentros entre la sociedad política y la sociedad civil?.
En los primeros tiempos de la redemocratización de América latina la palabra emblemática fue “transición”. Así, las formas de hacer y pensar la política, se convirtieron en obsesión para el pensamiento ideológico latinoamericano de los ochenta (y aún para comienzos de los noventa) (Rabotnikof 1992). La reflexión sobre la democracia se transformó, por imperativo del contraste con la viejas y recientes dictaduras, en bandera aglutinante de las aspiraciones que habían sido cercenadas por esas dictaduras (Op. cit).
En medio de tales contrastes, obedeciendo al impulso de incertidumbres acumuladas, continuaron abriéndose paso hacia no se sabía exactamente qué, la miríada de organizaciones sociales, los movimientos sociales que habían irrumpido en la escena del conjunto social en vías de desintegración de América latina. Se sabía que se andaba tras la restitución o, más bien, de una nueva articulación entre el estado y la sociedad. Las reformas, las prescripciones y las utopías para que ello sucediera era la carta de navegación intelectual en los ochenta y principio de los noventa latinoamericanos. Allí surgió con fuerza un expediente, guardado en la historia republicana de la región pero aplastado por la fuerza del estadocentrismo impuesto desde comienzos del siglo XX: ¿Porqué no descentralizar el poder, mirar hacia abajo, dotar a los de “abajo” de la posibilidad de influir en los de “arriba”?. La descentralización del estado, sobre suya posibilidad se comenzara a “discursear” a mediados de los setenta, encontró terreno abonado a mediados de los ochenta y, en adelante, no ha cesado su rol en el acompañamiento, primero, de las “transiciones” hacia las democracias y, luego, de las cabriolas de la sociedad política y de la sociedad civil para mantener inestables equilibrios de legitimidad y fe en la democracia. Acerca de su nacimiento, sus postulados originarios y sus expectativas se reflexionará en el siguiente capítulo.
- ORIGEN Y DESARROLLO DE LA DESCENTRALIZACION: UNA NUEVA MANERA DE CONCEBIR LA RELACION ESTADO-SOCIEDAD EN AMERICA LATINA
De manera notable y dominante, el discurso justificador de la descentralización del estado latinoamericano en los ochenta, estuvo basado, entre otras perspectivas, en una visión política del asunto[19]. Dentro de este pensamiento, la relación entre la democracia y la descentralización era el pilar fundamental del argumento. Así, se esperaría que la reforma en cuestión ampliara los horizontes democráticos al acercar los ciudadanos a sus gobernantes, permitiéndoles un mayor acceso a las decisiones sobre los asuntos públicos y, con ello, se lograría una mejor calidad democrática con lo cual, obviamente, se impediría la regresión autoritaria. Esta expectativa incluía, a su vez, otra argumentación fundamental: si la descentralización es lo antes anunciado, los movimientos sociales, fraguados al calor de la prolongada crisis política de los sesenta y setenta, pasarán a ser actores claves en la rearticulación del estado y la sociedad, aprovechando un marco constitucional y jurídico descentralizado que confiere ventajas para la estrategia en cuestión.
Era tan contundente la visión sobre la relación entre democracia y descentralización que se argumentaría que con mayor o menor medida, América latina había tenido un nuevo punto de partida en su retorno a la democracia, lo cual había supuesto una revisión profunda del régimen territorial del estado. Esa revisión, a su vez, se había inscrito en un debate que a nivel mundial se venía suscitando sobre la revalorización de lo local en la búsqueda de nuevos paradigmas de desarrollo y de nuevos vínculos entre el estado y la sociedad. Ello supondría, en consecuencia, el fortalecimiento de las identidades locales y la presencia de distintas formas de representación y gestión de intereses a partir de la presencia de las organizaciones de base territorial (Bervejillo 1991).
Tan cierta y determinante era la idea sobre la relación en cuestión que para el caso brasileño, país con una tradición federal republicana, asfixiada bajo la impronta de los regímenes militares, se afirmaría lo siguiente:
“En el Brasil contemporáneo (…) hay la concepción generalizada de que existe una relación directa entre descentralización y democratización. La historia de la lucha por la democracia en nuestro país en las tres últimas décadas, envolvió y se basó en gran proporción en la conquista de la autonomía municipal y la autonomía de los estados de la Federación(…)Una de las primeras conquistas en el reciente proceso de redemocratización en el Brasil fue la elección directa de los gobernadores de los estados de la Federación (1982), prohibida durante los gobiernos militares y, después, la elección directa de los alcaldes de las capitales estadales (1985). Estos alcaldes, como los gobernadores, eran escogidos personalmente por los generales-presidentes (…) esta ausencia de autonomía real caracterizaba la federación en el Brasil antes de la Constitución de 1988 (Maranhao 1991: 284).
Ciertamente, todos los regímenes militares latinoamericanos, vigentes en la mayoría de nuestros países en la década del setenta, habían suprimido cualquier vestigio de autonomía territorial, fenómeno sobre todo visible en países con tradición federal como Brasil y Argentina[20]. Tal era la impronta del centralismo militar brasileño que ha llegado a hablarse de la “utopía” descentralizadora de la Constitución de 1988 (Lamounier 1991). Tal como lo sostuviera Schmidt (citado en Haldenwang 1990:27) en su análisis de la realidad peruana para la época, bajo regímenes autoritarios se descartan los procesos de descentralización, contrario a lo que puede suceder en los regímenes democráticos.
Tal era la simbiosis entre descentralización y democracia que en la Argentina de los ochenta se llegó a hablar de Re-federalización del sistema político, como una expresión que denotaba la pérdida del sentido federal que poseía este país a lo largo de su historia republicana. En ese sentido, afirmaría Martha Díaz de Landa (1991), la profundización centralista de la Argentina conllevó a la des-federalización del sistema político y el estancamiento de zonas geográficas a favor de Buenos Aires. Al respecto, afirma la autora, la centralización más acabada se logró durante los gobiernos militares. Por ello, una de las tendencias naturales durante la actual apertura democrática, es la de la re-federalización del sistema político y la democratización de la relación entre el estado y la sociedad. Por ello, para que exista una asociación entre democratización y ampliación de los grados de participación política y social, necesariamente tiene que existir algún grado de descentralización para las decisiones y la instrumentación de las políticas públicas (Op. cit 305). No fue fácil el camino argentino. Si bien era posible constatar intentos, avances y retrocesos en el proceso de distribución de los recursos, atribuciones y poder, no fue sino hasta la Ley de Transferencias de Servicios de 1991 que pudiera hablarse con propiedad de un proceso de reforma de segunda generación, inicio que será reforzado por los pactos federales de 1991, 1993, 1999 y 2000 (Smulovitz 2001)
México, con su federalismo centralizado y de partido único, introdujo reformas tendientes a vigorizar la vida municipal y ampliar las fronteras del desarrollo regional en los años ochenta. Estos primeros impulsos transcurrieron entre la retórica y la normatividad, situación que termina por convertirse en la descentralización “centralizadora” experimentada en el período del presidente Salinas, sobre todo por la concentración asumida en función de cómo ejercer los recursos transferidos por el gobierno federal (Mizrahi 2001). Sin embargo, toda vez que los procesos de descentralización suelen ser asimétricos, es posible destacar la amplia descentralización de la educación básica a partir de 1992, transferencia que impactó sensiblemente las relaciones intergubernamentales mexicanas (Gómez Álvarez 2002).Indudablemente, la apertura hacia los poderes territoriales mexicanos, supuso un debilitamiento de las bases de apoyo del PRI lo que, a la postre, llevaría al PAN a la presidencia de la república en el año 2000 con el triunfo de Vicente Fox.
La federación centralizada venezolana se vio impactada por la discusión sobre la reforma del estado en los ochenta. Para mediados de los setenta nadie hubiera apostado a una apertura del rígido poder central bipartidista de este país, sobre todo porque se vivía un momento de bonanza petrolera que permitía oxigenar al sistema político dominante. Sin embargo, una década después, las propuestas para descentralizar el poder se habían colocado en la agenda de la discusión para, finalmente, imponerse la tesis de la elección de los gobernadores de estado y la creación de la figura del alcalde y su elección, mandatarios territoriales que iniciarán su legítima gestión en enero de 1990. Efectivamente, la reflexión venezolana incorporó, entre otros elementos, la necesidad de relegitimar el sistema político y de la democracia que se encontraban en abierta crisis, la importancia de las reivindicaciones provinciales y de sus movimientos sociales locales, preteridas en el modelo centralizador, y la búsqueda de la efectividad del estado en su conjunto a través de políticas públicas sentidas como cercanas por el ciudadano de estados y municipios (Mascareño 2000 y 2006). Es importante precisar que para ese momento, Venezuela transitaba una etapa de efervescencia de la sociedad civil, muy vinculada a los movimientos de base territorial. En este sentido, Salamanca (1989) afirmaba que la ampliación de los espacios democráticos podría ser posible a través de un ejercicio micropolítico propio del desarrollo local. De allí que “el nuevo localismo (que se vivía en el país), a través de múltiples y pequeñas redes de acción social que “existen” en localidades: asociaciones de vecinos, grupos ecológicos, cooperativas, grupos de mujeres, organizaciones de cultural popular, asociaciones deportivas, etc, significarían el comienzo de una organización a escala humana, manejable, cercana, útil” (p. 464).Sin embargo, advertía Salamanca, para que ello fuese cierto, sería necesario generar una nueva cultura política, para evitar que las organizaciones se convirtiesen en grupos auxiliares de la acción del estado o en organizaciones funcionales de los partidos y, por el contrario, pudieran profundizar su carácter transformador de la relación estado-sociedad.
También en países de corte unitario, el entusiasmo por descentralizar el poder del estado se hizo presente. Colombia, por ejemplo, avanzó hacia la descentralización en los ochenta, orientada sobre todo a la reforma del poder municipal. Sin embargo, poco tiempo después, la Constituyente de 1991 tendió a fortalecer el espacio provincial, con un gobierno central jugando a la promoción del federalismo (Jaramillo 1992). Con ello, Colombia lograría tempranamente, uno de los más altos niveles de descentralización fiscal en América latina (Cabrero 1996).
Bolivia, país unitarista por historia y convicción, se planteó la reforma en cuestión. En su caso, el centro de la discusión sería la promoción de la participación popular en los niveles locales y de la sociedad civil, proceso que sería normado tardíamente en 1994 con la promulgación de la Ley de Participación Popular, cuyo impacto en la dinámica política ha sido innegable (Molina 1997 a; Barbery 1997).
En el caso colombiano, sería importante introducir algunos elementos movilizadores que suponen una variante en los énfasis de la discusión. Si bien se asumía que la reforma permitiría acercar el estado a la sociedad civil, este cálculo estaba íntimamente relacionado con el encauzamiento de las protestas y movilizaciones locales y regionales desde los años setenta. En consecuencia, era indispensable su incorporación a los canales institucionales y, con ello, lograr un doble propósito: la modernización del estado y la legitimación del régimen (Orjuela 1991). Decimos que se trata de una variante interesante, toda vez que la legitimación del gobierno colombiano iba asociado a las posiciones de un país en medio de una guerra prolongada, guerra en la cual las diferentes organizaciones de base territorial tomaban posición entre uno u otro bando en conflicto. Por ello, la discusión sobre la reorganización y reforma política y administrativa departamental y municipal, tuvo que ver con la presión y vigencia de los movimientos cívicos policlasistas y su vinculación con el desarrollo regional. En tal sentido, “la causalidad de la descentralización política se debe buscar, entonces, en la necesidad de reubicar social y políticamente las actividades de estos movimientos populares y de institucionalizar su participación, y no (…) en la necesidad de reconocer formalmente la debilidad secular del poder central frente a los intereses del gamonalismo y el clientelismo regional” (Op. Cit: 180).
Como se observará, a pesar de las limitaciones de la reforma descentralizadora en América latina, existía una expectativa esperanzadora sobre sus virtudes y alcance, sobre todo en lo que concernía tanto a la ampliación de las bases democráticas y su legitimación como a la rearticulación de la sociedad civil y el estado en la vía de construir una nueva ciudadanía.
A contracorriente con aquéllas posiciones, y precisamente ante el exagerado optimismo presente, algunos autores llamaron su atención sobre las limitaciones que encerraba la reforma. “¿Cómo una reforma de tipo político-administrativa puede lograr tan profundas transformaciones, en sistemas donde ciertas condicionantes estructurales han gravitado en otra dirección?”, se preguntaba De Mattos a finales de los ochenta (1989: 119). Para el autor, uno de los críticos más incisivos de la descentralización latinoamericana, no había fundamento que respaldara el supuesto de que la descentralización garantizaría una mayor inclusión de los intereses populares a través de la institucionalización de los poderes locales. El calibre de tal afirmación partía del hecho de que algunos supuestos de los argumentos a favor del desarrollo local por la vía de la reforma, resultaban falsos: no era posible un cierto grado de autonomía local; era inviable el logro de un “interés general local; que ese interés general expresaría los intereses de los sectores populares locales y que, finalmente, era imposible verter ese interés general, si lo hubiese, en un proyecto político alternativo. Por el contrario, sí hay pruebas de que “las reformas “descentralizadoras” en boga en América latina, responden principalmente a las necesidades planteadas por la reestructuración capitalista, y apuntan a solucionar problemas de esta, antes que a los postulados de los ideólogos progresistas en la materia” (Op. cit. 118).
Algunos autores se inscribían en la tesis de la descentralización como un medio para lograr la eficiencia del estado. Así, para Torres (1992) la descentralización supuso la aplicación de medidas de urgencia y ensayos encuadrados en la aspiración de eficiencia y modernización que soportaba las políticas de ajuste, aplicadas en la región en la década del ochenta. Para Wiesner (1996), la descentralización respondía a la pregunta de cómo hacer más eficiente el sector público de un país. Esta hipótesis sería viable si la descentralización lograra cumplir con una serie de requisitos entre los que se encontraba la existencia de un marco institucional a nivel local que garantizara un proceso eficientemente guiado en el tiempo, para lo cual debería diseñarse una estructura de incentivos que incidiera en el poder de los agentes políticos, en la inelasticidad de la oferta institucional y en las externalidades que genera el proceso (OP. cit:13-14). Dentro de la perspectiva institucional, la vertiente que mayor auge y difusión obtuvo en América latina en los inicios de la descentralización fue la visión fiscal. La premisa dominante en los orígenes de la descentralización era la de que un máximo de autonomía en la gestión del financiamiento de los bienes públicos locales podría mejorar la prestación de los servicios, al acercar la decisión del gasto al ciudadano que era, a su vez, votante y contribuyente. Sin embargo, la experiencia de los primeros años advirtió sobre ciertos peligros que tal premisa encerraba. En ese sentido Artana y López (1996) afirmaría que “si esta ganancia de eficiencia puede plantear problemas en el manejo de la política macroeconómica, la descentralización fiscal tendría un costo que reduciría su atractivo” (P. 1).
En una perspectiva más amplia que la fiscal, Fernando Rojas (1995)[21] ubicó las reformas fiscales que buscaban la eficiencia, en un marco socioeconómico que les daba sentido y precisaba las restricciones que dicho contexto le imponía a tales propuestas. Uno de los principales factores contextuales era la arista política, la cual siempre condicionaba la orientación y la viabilidad de los procesos de descentralización, arista generalmente ignorada o subestimada por los niveles técnicos que diseñan las reformas. Así, los objetivos y condicionantes políticos suelen ser amplios porque ellos encierran temas como la participación ciudadana, la ampliación del espectro del poder político, la redistribución de ese poder y el establecimiento de nuevas relaciones entre el estado y la sociedad civil. La tarea es compleja si se entiende que esas aspiraciones deben armonizar con las variables de tipo económicas dirigidas a preservar la estabilidad macroeconómica y las de tipo institucional que buscarían la adopción de nuevas formas organizativas para la gestión de la descentralización (Op. cit.: 9-10).
La década del ochenta y los primeros años de los noventa, fueron tiempos de profusión sobre ideas alrededor de la descentralización como parte sustantiva de la reforma del estado. No hubo país dónde se abriera el debate, muchas veces intenso y conflictivo, sobre la necesidad de desagregar territorialmente el poder, aumentar la eficiencia del estado o propiciar la participación ciudadana, según fuera la perspectiva conceptual o ideológica desde donde proviniera el discurso. Efectivamente, varios fueron las visiones que se utilizaron y que, en buena medida, como un sincretismo de todas ellas, dieron origen a los procesos de descentralización latinoamericanos. En un notable esfuerzo de síntesis para ordenar, precisamente, la multiplicidad y dispersión de posturas sobre el tema, Haldenwang (1990)[22] elaboró una tipología de escuelas de pensamiento cuyos elementos relevantes son los siguientes:
- a) La escuela neoliberal[23] partió de un diagnóstico en el cual destacaba la inflación de las demandas sobre el estado, su incapacidad administrativa y la crisis fiscal. Para ello, se propusieron la modernización administrativa y el desmantelamiento del estado ineficiente. En el análisis de Haldenwang, en la perspectiva neoliberal quedaba al margen el carácter político de la crisis y la relación entre el estado y la sociedad era reducida a la demanda individual de elementos racionales a un estado ineficiente.
- b) Los neoestructuralistas[24] creían en la existencia de una crisis de distribución y legitimidad, a la vez que denunciaban la sobre-centralización del estado. Así, era necesario la ampliación de la participación política, la creación de instituciones locales representativa y una reforma democrática con base en los movimientos cívicos y los grupos de presión racional. Esta visión del problema estaba fundamentado en un modelo de regulación de conflictos políticos que, para el autor, era insatisfactorio, toda vez que la descentralización no sólo respondía a una negociación entre elites regionales y nacionales. Por ello, no era automática el traslado de autonomía a los territorios y tampoco lo era la ampliación de la participación ciudadana con lo cual, la relación estado-sociedad podía quedar comprometida cunado no reducida a relaciones autoritarias, paternalistas o clientelares.
- c) El enfoque marxista[25] representó la visión más crítica del proceso de descentralización en América latina. Su diagnóstico se fundamentaba en la supremacía del proceso de reestructuración mundial como una nueva fase de la acumulación de capital, dentro de lo cual las relaciones entre el estado y la sociedad se tornan críticas. Por ello, propuestas como la “modernización del estado” se quedaban cortas ante la complejidad del cambio advertido. Para los marxistas, las políticas de participación a través de la descentralización para ampliar las bases de la democracia, resultaban ser reformas reactivas y solo terminaban siendo formas de manejo de la crisis para ajustarse a las nuevas condiciones de la acumulación mundial. Desde esta perspectiva, los procesos de participación pasaban a ser un instrumento para fragmentar la práctica política. Para Haldenwang, el problema fundamental de la postura marxista era la atadura de cualquier cambio, sobre todo en la escena de lo político, a las determinantes de los cambios de la economía mundial. Con ello, no existía ninguna autorregulación del estado ni del sistema político y, en consecuencia, la crisis latinoamericana era unívoca. Por ello, a la hora de las propuestas, las mismas quedaban reducidas a la construcción de una respuesta ante la nueva fase de acumulación, colocando a la descentralización a depender de los conflictos de clase.
Las formas y los fondos de los procesos de descentralización en América latina, se nutrieron de las ideas de las diversas escuelas y enfoques que trataron de incidir sobre la reforma. Efectivamente, por una parte, las ideas liberales de nuevo tipo insistieron en el diseño institucional de la cuestión, dónde prevalecieron, como ya se dijera, las referidas al arreglo fiscal. Por su parte, tanto la perspectiva estructuralista como la marxista, insistieron en el perfil político con énfasis en la participación. En todo caso, el transcurrir del tiempo fue dibujando el verdadero comportamiento de la descentralización en América latina, comportamiento complejo, diverso, signado por avances y retrocesos, con características y resultados diferentes dependiendo del país que se analizara. En este sentido, se puede afirmar que la descentralización registró un comportamiento definido por el transcurrir de varios factores contingentes que determinó las diferencias entre los países, tales como la asincronía temporal de los pactos políticos, la diversidad de grados de fiscalidad territorial, el nivel de transferencia de los servicios centrales, los tipos de cultura política, las ideas dominantes sobre la forma de estado (más liberal-menos liberal), las modalidades de participación política, la diversidad de tipos de territorios intranacionales y de organización de ese territorio, el comportamiento de la presión de los grupos locales, el nivel de organización de la sociedad civil o la presencia empresarial en el desempeño de la descentralización.
El desarrollo de la descentralización latinoamericana ha estado enmarcado dentro de los límites que le imponen las posibilidades de la cultura política hispánica-centralizadora dominante, los rezagos de caudillismo y patrimonialismo, la crisis fiscal, la crisis social, la deslegitimación de los partidos políticos y de la política, así como también el impacto en la economía territorial de las nuevas formas de producción y circulación de bienes y servicios a nivel global. Así, en medio de tal complejidad de factores, la relación estado-sociedad, ahora redefinida al incorporarse la variable territorial en su comportamiento, ha evolucionado hacia formas múltiples de interacción entre la esfera de lo estatal y la esfera de lo civil. Cómo ha sido el desempeño de dicha relación en América latina luego de dos décadas de descentralización, es el tema del que nos ocuparemos en el siguiente capítulo de este documento.
III. ESTADO DESCENTRALIZADO Y SOCIEDAD TERRITORIAL TREINTA AÑOS DESPUÉS: ¿ALGO HA CAMBIADO?
Ciertamente, han pasado treinta años desde que las primeras discusiones sobre la crisis del estado centralizado de América latina, hubieran cristalizado en tímidas reformas para incorporar la visión territorial, sobre todo de lo local[26], en el manejo de los asuntos públicos. En cada uno de los países se narraba una historia republicana plena de personalismos, autocracias, dictaduras y militarismo que colocaba un dique cultural a la posibilidad de ampliar los espacios públicos civiles a partir de una nueva forma de estado menos centralizado. A pesar del lastre cultural, los países latinoamericanos, con sus indiscutibles diferencias, pueden mostrar avances nada desdeñables en el cambio de la forma territorial del estado a la vez que muestran un rostro inequívocamente diferente en lo que concierne a las formas y contenidos de las democracias. ¿Es posible hablar de cambios significativos y duraderos en la dirección de una nueva relación entre el estado, ahora en una perspectiva más descentralizada, y las múltiples formas organizativas de la sociedad civil, ahora en una perspectiva más territorial? Este capítulo, tratará de mostrar un mapa de navegación sobre el tema, con miras a entender dicha dinámica y proponer tesis de estudio en algunos elementos que se advierten como cruciales para el futuro de una mejor ciudadanía en América latina. Al respecto, se expondrá un conjunto de ideas en el siguiente orden: una primera reflexión conceptual sobre la relación estado-sociedad en Latinoamérica; en segundo término, se presentará el análisis de casos de relación estado-sociedad descentralizados; el estado del arte de la descentralización y su relación con la democracia y, finalmente, cerraremos con comentarios de crítica, interrogantes y advertencia acerca de las posibilidades de la relación en estudio.
- Sobre la conceptuación de la relación estado-sociedad y las visiones en América latina
Dos grandes fenómenos han marcado la transformación del estado contemporáneo en el siglo XX. Por una parte, en las tres décadas de postguerra, el viejo estado liberal se convirtió en el estado social, según lo cual esta nueva cualidad de estado debería intervenir activamente en la corrección de las disfuncionalidades de la sociedad más allá del rol regulador que le asignaban las ideas liberales. De esta manera, nos exponía García Pelayo (1980)[27], si el estado social estructura y reestructura a la sociedad y afecta los intereses de grupos específicos, a su vez estos han de estar interesados en influir la política del estado y en interpenetrar sus centros de decisión. En palabras de García Pelayo, la tendencia era a la estatización de la sociedad y a la socialización del estado. Allí tenía lugar el fenómeno de difuminación de los límites entre ambas esferas. En esta nueva época, el estado asume la procura existencial de la generalidad de los ciudadanos como condición para el desarrollo y reproducción del sistema económico, para lo cual asume una forma histórica superior de la función distribuidora: se convierte “en un gigantesco sistema de distribución y redistribución del producto social cuya actualización afecta a la totalidad de la economía nacional, a las policies de cualquier especie y a los intereses de todas las categorías y estratos sociales” (Op. cit. : 35).
Tiempo después, en las postrimerías del siglo XX, se estará discutiendo acerca de las transformaciones del estado, habida cuenta de la crisis abierta y prolongada del estado social, en función de dos realidades: hacia “arriba”, la búsqueda de estructuras de poder público más amplias que el estado nacional y hacia “abajo”, el replanteo de las instancias de poder. Si bien , como lo estudia Parejo Alfonso (1998), el estado nacional continua siendo la pieza básica de la estructura total del poder público y del ordenamiento jurídico pues retiene la soberanía constituyente, pasa progresivamente a estar construido sobre la base de una soberanía compartida con los dos nuevos espacios de lo público: lo extra-nacional y lo local. En esta segunda perspectiva –la que nos interesa para el presente trabajo-, las estructuras del estado han tendido a un acercamiento del poder público al ciudadano como una manera de asegurar la transparencia y la democracia. De allí que, advierte Parejo, la subsidiariedad presente en este fenómeno de reconversión estatal, procura preservar el pluralismo territorial al ofrecer la clave para la articulación del poder público descentralizado. Esta distribución territorial del poder no es objetiva: “se resuelve en arreglo específico dentro de relaciones complejas entre instancias institucionalizadas, colectividades o grupos sociales territoriales” (Op. cit. : 15).
En América latina, la crisis de los modelos de estado había conducido a una fuerte mutación desordenada y errática. Si bien las políticas de ajuste en marcha en Latinoamérica buscaban la implantación de un modelo racional que facilitara un acuerdo entre instrumentos-medios y resultados, las mismas, como lo señalaran Bonifacio y Salas (1992) se basaban en medidas incrementales que no necesariamente expresaban una representación plena de valores e intereses societales. De esta manera, la definición sustantiva de las nuevas relaciones entre el estado y la sociedad tendrían que pasar, entre otros factores, por la promoción sistemática por parte del estado de la libertad de organización y gestión de la comunidad de los intereses afectados, a la vez que se imponía el aseguramiento de una mayor transparencia en el camino de lograr una participación responsable que garantizara niveles de solidaridad y justicia social. Se trataría, en consecuencia, de definir e impulsar las modalidades de subsidiariedad tanto en lo regulativo como en lo productivo y distributivo, que forjaran una relación estado sociedad sobre la base de formas asociativas libres que, a su vez, reforzaran el tejido social.
Uno de los expedientes que estarán más a la mano para forjar ese nuevo modelo de relaciones en América latina, estará representado en el discurso sobre la participación ciudadana. Tal como lo explica Nuria Cunill (1991)[28], dicho discurso emerge en Latinoamérica, justificado por factores múltiples y complejos: la tendencia a la despublificación y sustitución de la participación política, la necesidad de control de la administración pública, el consenso para reformar al estado en crisis y, sobre todo, la profundización de la democracia. La participación ciudadana, como expresión operativa de las relaciones estado-sociedad, se podía visualizar en dos planos. En el plano político, refería a la macroparticipación en procesos de orden público, a nivel de las políticas públicas sectoriales y en el ámbito de materias cercanas al ciudadano. En la vertiente de la gestión pública, la participación reasociaba a los procesos consultivos, de ejecución de actividades o en los referido a la regulación y fiscalización de la administración pública.
Por lo general, y de manera dominante, la participación estaba institucionalizada desde la perspectiva de la oferta oficial tanto en el ámbito de las políticas nacionales y regionales, como en el campo de lo municipal y, particularmente, de lo social. En estas últimas, teóricamente, era posible encontrar formas de participación directa, de consultas, de poder compartido, teniendo a la comunidad como fuente de consulta y recursos, con organizaciones de base presentes en la planificación y gestión de programas sociales. Si bien era deseable la existencia de una oferta desde el estado, tal participación poseía, al menos dos limitaciones fundamentales: por una parte, no se cumplían las condiciones básicas para una participación que apuntara hacia una intervención real en la elaboración de las opciones de interés público y, por la otra, íntimamente atada a la anterior, “en la mayoría de los casos, es el estado quien decide la legitimidad de los interese de los grupos sociales y determina el acceso diferencial que cada uno tiene a sus centros de decisión”(Op. cit: 187). Por tales razones, concluía Cunill, no era posible visualizar esfuerzos sistemáticos que permitieran repensar las tradicionales formas de participación ciudadana, lo que dificultaba la contribución de los medios existentes de relación estado-sociedad a la democratización de América latina.
Pocos años más tarde, Cunill (1995) abogaría por un abordaje de las relaciones estado-sociedad en América latina, que permitiera ir más allá de los enfoques autocentrados en la relación misma, sin una perspectiva que las transformara y le confiera sentido a la reivindicación de la sociedad civil. Advirtiendo que “no necesariamente la generación de mecanismos de participación social estimula la organización social, sino que puede devenir en desarticulación del tejido social y/o fortalecimiento de las asimetrías en la representación social, redundando en el debilitamiento de la sociedad civil” (Op. cit: 39), la búsqueda de nuevos modos de relación estado-sociedad remitían, inexorablemente a la siguiente interrogante: “¿cómo el Estado puede desarrollar condiciones favorables para la acción privada, que preserven a la vez la autonomía social y el ejercicio de la responsabilidad pública? (Ibidem: 49).
La reflexión sobre la rearticulación del estado y la sociedad, a propósito de los procesos de democratización en marcha en América latina, había entrado en el terreno de las dudas cuando no de las frustraciones, desde el momento en que las ofertas de participación y presencia ciudadana en los asuntos públicos, continuaban circunscritas tanto en el plano del control del estado como en el de la instrumentalización por la vía de la oferta de los programas de ajuste, sobre todo en el campo de lo social. En medio de ello, continuaba impulsándose la descentralización como medio para crear un ambiente institucional más transparente y de mayor acceso a los ciudadanos, que permitiera superar las limitaciones de participación conocidas hasta mediados de la década del noventa.
Dentro de la modernización del estado social, habrán surgido diferentes lecturas acerca de la recomposición de los actores sociales sobre todo alrededor de la definición y ejecución de los programas sociales en boga. Se podía definir, como lo asienta Hopenhayn (1997) un mapa semántico de supuestas oposiciones polares: “focalización (vs.) universalismo, eficiencia social (vs. ) burocracia estatal, gestión descentralizada (vs.) centralismo y verticalismo y participación democrática (vs.) Paternalismo y/o clientelismo” (p.76). Tal polaridad encerraba riesgos, sobre todo el del atrincheramiento ideológico el cual limitaba el análisis de la confluencia de la crisis del estado social, el ajuste fiscal y la emergencia de los procesos democráticos y sacrificaba el sentido y los valores que deberían regir los proyectos de futuro en América latina. No bastaba entonces con apelar “a la fuerza semántica de términos “agiornados” como gestión y descentralización” (op. cit. 78); era necesario ampliar la reflexión para reformular la política social en el marco de una articulación entre el desarrollo social y el desarrollo económico.
Reconociéndose entonces la existencia de nuevos sujetos sociales en la relación estado-sociedad en América latina, sería indispensable establecer criterios para la construcción de un nuevo espacio público que propiciara el desprendimiento de lo público de lo estatal. En la línea de pensamiento de la democracia participativa, Restrepo (1997) abogaba por opciones alternativas de participación que alteraran el foco de la participación, pasando de la discusión sobre el cómo y ubicándose en el para qué. En esta idea, Restrepo propondría pasar de la participación sólo focalizada en las políticas de reproducción social (en general, prestación de servicios y generación de ingresos) y ampliar sus bases hacia el régimen de propiedad, asignación de los principales recursos, la orientación del desarrollo y las políticas macroeconómicas, terrenos tradicionalmente propiedad del estado. Este paso supondrá, en consecuencia, el fortalecimiento de la sociedad civil y de las organizaciones de base, así como la adecuación de los procesos de participación con miras al reconocimiento de la autonomía de la esfera de lo civil. Lamentablemente, anotaba Restrepo, la participación social no arrojaba grandes realizaciones, específicamente en el caso colombiano, país objeto de su estudio.
Nada halagador el panorama para un cambio de las relaciones estado-sociedad en América latina, sobre todo por la persistencia de los patrones patrimoniales y autoritarios, acompañados ahora por las políticas liberales de nuevo cuño las cuales, al decir de muchos, particularmente de quienes suscribían las tesis postmarxistas, no hacían otra cosa que profundizar los cánones de dominación de los grupos sociales preteridos por parte del estado, asistiendo a una gran fragmentación del tejido social. ¿Cuál vía escoger para superar el escollo de un estado nada dispuesto a conceder autonomía a los espacios ciudadanos? La respuesta sería la reivindicación de la sociedad civil. Desde ella, y para ella, se debería transitar un largo pero prometedor camino hacia el fortalecimiento y cambios de patrones de las organizaciones sociales, las cuales buscarán la fuerza de la ciudadanía como norte de la sociedad latinoamericana.
Al respecto, Gómez Calcaño (1997), en su revisión histórica de las perspectivas de la ciudadanía en América latina, afirmará que la misma “se constituyó en América latina centrada en el estado, pero hoy trata de recentrarse en la sociedad civil” (p. 31). Por ello, se deberá ir hacia la superación de las incompletas, sesgadas y frágiles formas de inclusión de América latina y proyectarse hacia la idea de ciudadanía como complejo de derechos y deberes, lo que redefine las bases del ejercicio de la ciudadanía con un rol decisivo de la sociedad civil. Esta apuesta ciudadana siempre tendrá el riesgo de una adaptación de clientelismo a las nuevas condiciones que reclaman los sujetos de ciudadanía, con la consecuente disminución de transparencia en las relaciones entre el estado y la sociedad civil. Esta realidad inocultable sólo podría enfrentarse con la “permanente reconstrucción de los actores sociales alrededor de principios de autonomía y responsabilidad (con lo cual se) podrá asegurar la superación del dilema entre el estatismo paternalista y el individualismo disgregador” (Op. cit:32).
Así entonces, el papel de la sociedad civil en la búsqueda de nuevas relaciones de ella con el estado, se adueño de la discusión. Ello llevará a la Banca Multilateral a incorporarla con protagonismo. Para la Conferencia Norte-Sur de 1996, Reilly (1996) asesor del BID, describiendo algunas impresiones sobre esta entidad respecto a la cambiante configuración del estado, el mercado y la sociedad, afirmará lo siguiente: “..y lo más importante desde mi propio punto de vista, que es un banco de desarrollo que está descubriendo las posibilidades de los ciudadanos y de las entidades de la sociedad civil (..) Actualmente, a mi juicio, no existe una formulación de paz social sin una nueva formulación teórica y una reelaboración del papel de los ciudadanos” (p. 1). Ciertamente, por esa época, el BID afirmaba que, hablando sobre América latina, “Un común denominador ha sido la modificación substancial del papel del estado en términos de su tamaño, el carácter de sus intervenciones y su relación son el mercado y los diferentes agentes económicos (…) De manera simultánea, se aprecia en la región una tendencia generalizada al establecimiento de regímenes políticos democráticos (…). Los dos procesos antes referidos han conducido a un cambio substancial en la relación del estado con la sociedad civil (…) han ensanchado el ámbito de responsabilidades de la sociedad civil” (S/F:7)[29]. En función de este diagnóstico, el Banco Interamericano concluirá que “ el fortalecimiento de la sociedad civil forma parte del objetivo central de las políticas de aumento del Octavo Aumento de Recursos del BID orientadas a promover una estrategia integrada de desarrollo, la modernización del estado y la consolidación del sistema democrático”(Op. cit.: 17).
La sociedad civil y el discurso a su alrededor se impuso en América latina. Por ello, el Congreso Anual de ADLAF[30], celebrado en octubre de 1997, dedicaría su discusión a la sociedad civil latinoamericana y al respecto se diría que “El resurgimiento de la sociedad civil se encuadra entonces en el triángulo formado por el nuevo papel del estado a desarrollar en América latina, un adecuado funcionamiento de los partidos políticos y la extensión de una nueva cultura política en la ciudadanía” (Hengstenberg et. al 1999:13). Por ello, “La sociedad civil –a pesar de la ambigüedad del término – se ha convertido no solamente en una referencia de las discusiones políticas, sino que también ha abierto nuevos espacios para la realización de identidades e intereses” (Op. cit: 17). Este renovado entusiasmo por la sociedad civil, por supuesto, no sólo era una realidad de América latina. Se trataba de una apelación, como lo afirmara Salazar (1999), que venía a llenar el vacío de los mapas cognitivos, obsoletos y caducos, dejados por el fin de la guerra fría. Por ello, la idea de sociedad civil expresaba sentimientos comunes en las diversas experiencias democratizadoras, desde las sociedades que estuvieron sometidas a sistemas totalitarios hasta los regímenes populistas y personalistas.
Si bien la emergencia de las organizaciones civiles en América latina tributarias de los movimientos sociales de los ochenta, ahora bajo la denominación renovada de sociedad civil, se había convertido en un factor de esperanza para la ampliación de las bases democráticas, continuaba rondando el fantasma del patrimonialismo y de las autocracias como cultura política dominante. No cualquier relación entre la sociedad civil y el estado llevaría al desarrollo de una nueva ciudadanía. No bastaría con el fortalecimiento de las organizaciones civiles como medio para alterar las viejas y tradicionales relaciones con el estado[31]. Habría que preguntarse, por una parte, sobre cuáles instituciones que conectan a la sociedad civil con el estado fomentaría los valores democráticos y, por la otra, por cuáles serían las condiciones que fomentarían una acción ciudadana efectivamente democrática.
La respuesta a la primera interrogante, fundamental en el pensamiento político moderno, ha sido la misma: son aquéllas que responden a las instituciones constitucionales propias de una democracia liberal. Sin embargo, argumenta Chalmers (2001), las elecciones y el sistema judicial no pueden soportar la única carga de responsabilidad como vínculo con los ciudadanos. Existe un conjunto de instituciones de segundo nivel que moldean el acceso ciudadano a las decisiones del estado[32]. A la luz de la explosión contemporánea de organizaciones civiles, “la cuestión por resolver es la forma en que estas organizaciones y sus redes resultantes se incorporan en el proceso político, en el Estado (toda vez que) La geografía de la representación política y de la acción pública se ha modificado”(p. 171). En el esquema de la participación clásica, sobresalen tres formas dominantes: el clientelismo, el corporativismo y el partidismo, regímenes no excluyentes que representan tipos ideales en la dinámica política moderna y de la relación entre el estado y la sociedad civil. Estos patrones, al debilitarse, como de hecho ha sucedido, dan paso a la presencia de un tipo de régimen abierto de participación en “red”.Este patrón, advierte Chalmers, no garantiza, por sí sólo, una mayor democracia. Habrá entonces que analizar detenidamente el funcionamiento de las instituciones de segundo nivel adaptadas a las demandas y necesidades de las redes, con miras a ampliar el acceso de los ciudadanos a las decisiones del estado.
En la perspectiva de la acción ciudadana, Lechner (2000) se preguntaría al comienzo del siglo XXI si sería posible transformar el capital social en capacidad de acción ciudadana. La acción ciudadana, ciertamente, estaba bloqueada; existían duras limitaciones para que los ciudadanos pudieran expresar sus sueños[33], a pesar del inmenso deseo de cambio que los embargaba. Una manera fecunda para superar aquella limitación, para superar la dialéctica entre individuación y socialización, sería el concepto de capital social, entendido “como la trama de confianza y cooperación desarrollada para el logro de bienes públicos”( 10).Siendo el capital social una relación y un recurso, será necesario entonces crear las condiciones para que, a pesar del predominio de relaciones clientelares y oportunistas, puedan existir inventivos para una acción colectiva que fomente la confianza generalizada. Con ello, sería factible contrarrestar las formas dirigistas de intervención política, en la medida en que el capital social se transforme en capacidad de acción ciudadana[34]. Para Lechner, ese será el problema de fondo a resolver en los tiempos venideros de América latina.
La acción ciudadana se ha planteado, entonces, como una superación de los mecanismos de participación afines al período nacional-populista latinoamericano, tiempo en el cual, el reclamo resultante apuntó hacia el derecho al reconocimiento de la diferencia y la valoración de la diversidad[35]. Sin embargo, habiéndose avanzado en tal reconocimiento, se requiere de la presencia de una ciudadanía activa como una socialización del conocimiento entre los miembros de la sociedad, construida vía acción comunicativa entre actores y sujetos sociales. En ese marco, observa Calderón (2002), “resulta fundamental que los ciudadanos latinoamericanos reivindiquen el manejo de los códigos de la modernidad”( 18). Es decir, perseguir la ciudadanía activa supone, en el caso de América latina, enfrentar los problemas de pervivencia de la cultura política organicista-autoritaria, la debilidad de las instituciones y la limitada capacidad del sistema de actores (op. cit.).
No es poca la elaboración que sobre el futuro de la relación estado-sociedad civil ha proliferado en los últimos quince años en (y sobre) América latina. Mientras la reflexión continuaba, cientos de miles de organizaciones de base, con diferentes escalas territoriales y diversidad de intereses sectoriales, hacían vida en la región. La extensión organizacional de la sociedad civil con referente territorial, ha tenido que enfrentarse a las limitaciones propias de la profunda herencia de la cultura política contra la cual todas las posturas conceptuales han insurgido desde hace décadas. Sin embargo, ellas continúan el quehacer del mundo de la vida sin ni siquiera saber, la más de las veces, si, efectivamente, ese quehacer conduce a una nueva ciudadanía. ¿De qué y sobre quienes hablamos cuándo nos referimos a esa diversidad? El siguiente capítulo intentará ofrecer un panorama al respecto.
- La relación estado descentralizado-sociedad territorial latinoamericana: casos y realidades
Una de las tareas del proyecto, dentro del objetivo relacionado con el estado del arte en Latinoamérica, fue la de aproximarse a un conocimiento de distintas formas de gestión entre organizaciones territoriales y el estado descentralizado. Por supuesto, se requería un arqueo bibliográfico para tal propósito que facilitara dicha aproximación. El resultado de este intento fue sorpresivo: si cualquier interesado en la materia introduce las palabras clave en cualquier buscador por Internet, se encontrará con una temática que posee más de medio millón de registros sólo para América latina. Hubiera sido una tarea fascinante ordenar los temas y los casos de gestión territorial; sin embargo, ese cometido requiere una inversión de tiempo que quedaba fuera del alcance del proyecto. Se acudió a una fuente que ofrece registros confiables y sistematizados: el Sistema de Información del CLAD, el SIARE, institución que nos brindó su apoyo para obtener los documentos sobre la materia[36]. De allí se revisaron alrededor de doscientos documentos de los cuales, finalmente, se seleccionaron sesenta y ocho que han servido para elaborar cuadros síntesis de casos de gestión para algunos países ( Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, México, Nicaragua, República Dominicana, Panamá, Perú, Uruguay).Los cuadros síntesis se encontrarán en el anexo nº 1 al final del presente informe.
Adicionalmente, se acudió a varios estudios que analizan realidades de gestión estado-sociedad civil, en los cuales se formulan hipótesis sobre el comportamiento de la relación en cuestión. Así, en función de la documentación referida, se presentan los resultados ofrecidos.
B.1. Expansión organizativa de la sociedad territorial
Como se anunció anteriormente, es tarea poco menos que imposible dar cuenta del inventario de organizaciones territoriales existentes hoy día en América latina. Se pudiera afirmar que son varios cientos de miles, a juzgar por el hecho de que solamente en Venezuela nos podríamos aproximar a las sesenta mil[37]. Pensemos en la dimensión del número de organizaciones en Brasil, México, Colombia o Argentina, para citar los cuatro países con mayor población. Interesa entonces no tanto saber con exactitud o siquiera con aproximación cuántas son, como conocer de su presencia e influencia activa en la rearticulación constante entre el estado y la sociedad civil, relación en la cual la expresión territorial aparece como un factor fundamental.
Albert Hirschman se apartó por un corto tiempo de su intensa labor de elaboración conceptual y se dedicó en unas vacaciones sabáticas de 1983 a recorrer un conjunto de experiencias de organización popular de América latina. En la obra por el elaborada (1984) producto de su recorrido de catorce semanas, el autor expresa su asombro por lo encontrado: en América latina existía un cuadro complejo de desarrollo popular, el brote de un número importante de organizaciones intermedias que participaban en la ayuda a las personas de menores recursos y, en función de ello, especula sobre los efectos sociales y políticos de lo que el denomina “una densa red de esfuerzos por el desarrollo popular”. Organizaciones de tierra, centros educativos urbanos y rurales, microempresas, academia de mujeres, cooperativas, promoción comunitaria cultural y deportiva, desarrollo de vivienda y desarrollo económico y social, fueron vistas y analizadas en aquélla incursión cuando apenas comenzaba la democratización de América latina. A pesar de los avatares de los regímenes autoritarios, ese movimiento de base, de corte territorial, pudo avanzar, según Hirschman, por causa de su naturaleza descentralizada y pluralista. Esta peculiaridad en la extensión de la sociedad civil territorial pudiera tratarse de “una corriente mundial, pues un movimiento similar parece estar desarrollándose en la India”(116). En esa mirada, Hirschman refería lo que Chandra Shekhar, político hindú en ascenso, pensaba al respecto de la proliferación de grupos sociales activistas en la India: “Las previsiones de la ciencia política dicen que hay miles de tales grupos que forman un movimiento descentralizado en lo que es una sociedad descentralizada. Afirman que el activismo social está ocupando el vacío dejado por la decadencia de otras instituciones políticas”(p.116). Albert Hirschman veía el nacimiento y desarrollo de un muy diverso esfuerzo local por reducir la distancia entre una gran masa poblacional latinoamericana respecto a lo que se tenían como derechos de todos y, según el autor, era la fuente de enormes tensiones en el continente[38].
La crónica y análisis referidos, se suscitan en una época en la cual coincidían tres fenómenos en América latina: un movimiento hacia la democracia, otro hacia la consolidación de redes sociales, sobre todo locales, y una apertura hacia la descentralización del poder.
Casi un cuarto de siglo después de las impresiones referidas, la extensión de organizaciones territoriales, tanto de base como Ongs de desarrollo, forma parte del diagnóstico y estrategias en todos los países latinoamericanos. La Fundación Interamericana, al evaluar sus programas luego de veinticinco años en América latina, determinó como más de seis mil organizaciones no gubernamentales en cuatro países (Ecuador, república Dominicana, Costa Rica, Uruguay), la mayoría de base local, habían incorporado metodologías innovadoras para tratar de interactuar con el estado. Al respecto, resaltaba Ritchey-Vance (1996) como “resulta especialmente interesante en esta época de democratización y descentralización el grado en que las organizaciones donatarias de la Fundación interactúan con los gobiernos y otras entidades de la sociedad civil a nivel municipal y nacional” (7).
Para el caso venezolano, Lugo (1996), en entrevista realizada a Mireya Vargas de la ONGs Socsal, apuntaba que, si bien en los años ochenta habían surgido organizaciones comunitarias, es en la década de los noventa cuando se produce el surgimiento del mayor número de organizaciones comunitarias, lo cual coincidía con el incremento de la pobreza y la implementación de medidas compensatorias por parte del estado quien, finalmente, recure a la sociedad civil para enfrentar la crisis social del momento. En ese contexto, las Ongs de desarrollo debían abrirse a nuevos esquemas de trabajo “donde lo local, por ser el escenario natural de muchas iniciativas, juegue un rol protagónico”(op. cit. 7).
Una de las principales reformas para la participación ciudadana en Latinoamérica, fue la Ley de Participación Popular boliviana de 1994. En atención a la existencia de miles de organizaciones campesinas, indígenas y vecinales, extendidas por toda la geografía del país, la Ley le confirió personería jurídica a dichas organizaciones de base, creando las llamadas Organizaciones Territoriales de Base (OTB). Se trataba, según Campero (2000), de saldar una deuda histórica del estado boliviano con la población crecientemente organizada y con mayor capacidad de presión.
El IV Encuentro Nacional de iniciativas de Concertación para el desarrollo Local efectuado en Lima por Red Perú (2001), se desarrollo “en medio del surgimiento, legitimación e incremento de numerosas experiencias territoriales y temáticas a lo largo de todas las regiones del país” (9). Para la Red Perú, organización que aglutinaba para el momento cuarenta y siete iniciativas de concertación distritales, provinciales y departamentales, la descentralización representaba la reforma democrática más importante del estado peruano, por lo cual había que luchar desde la sociedad civil. Tratándose del momento en que se daba la transición del régimen autoritario de Fujimori hacia la apertura democrática, era indispensable articular las iniciativas de concertación social con el proceso de descentralización que estaba en puerta. En el trabajo elaborado por Iván Mendoza y citado por Ballón (2001: 79), se sostiene que en Perú existían 7 redes sociales para 1985, aumentando a 26 en 1990 y para 1993 resultaba imposible llevar un registro de estas organizaciones. Para Ballón, se trataba de una dinámica caracterizada por un crecimiento sostenido de organizaciones sociales, a pesar de que su precariedad organizativa era parte de la fragmentación que caracterizaba a la débil sociedad civil peruana en los comienzos del siglo XXI.
En Chile, el catastro de asociatividad elaborado en el año por el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), había registrado alrededor de ochenta mil asociaciones ciudadanas, sin incluir las organizaciones religiosas (Citado por de la Maza 2003:143). Muchas de tales iniciativas, todavía son invisibles y de bajo nivel de influencia sobre el reconocimiento por parte de la comunidad política. Por ello, afirma de la Maza, si bien es importante el registro de tantas formas asociativas, “la existencia de múltiples acciones asociativas microlocales no “empodera” realmente a la sociedad” (op. cit.: 143). De allí que sea necesario pasar de las expresiones organizativas hacia la innovación.
En toda América latina será posible, entonces, encontrarse con fenómenos de organización social, sobre todo de base local, como expresión de cambios sustantivos en la configuración ciudadana para acceder a los asuntos públicos comandados, tradicionalmente, por el estado. A su vez, tal explosión de formas asociativas y de su imbricación en redes sociales, es un fenómeno mundial que marca la pauta en la formación de nuevos perfiles ciudadanos. Una buena expresión de lo que sucede, lo representa el Congreso Mundial de Redes Ciudadanas que se realiza desde el año 2000, con el patrocinio de Global CN Partnership, una alianza de redes ciudadanas de Europa, Estados Unidos, Canadá y América latina.. En su segunda versión, año 2001, realizado en Buenos Aires, la discusión estuvo centrada en la formación de redes por la vía digital, sobre las cuales se diría que son más que una simple Web, pues son nuevas formas asociativas que aprovechan “las nuevas tecnologías por parte de actores locales (una asociación, una ciudad, un barrio, una comunidad indígena, una librería, un club de jóvenes o de mujeres…), así como actores nacionales y hasta globales, con el propósito de producir una transformación social, sea en forma de desarrollo económico, una mayor participación ciudadana o una menor exclusión social”(Global CN 2001: 2).
Existe pues una expansión de organizaciones en todos los países del mundo. En el caso latinoamericano que nos ocupa, esta expresión organizativa, vinculada con diversos temas e intereses, posee una íntima relación con la acción del estado desde donde, tradicionalmente, se ha formulado la oferta programática para la inclusión de intereses en las decisiones públicas. Otrora se trató de modelos corporativos anclados en las grandes organizaciones de inclusión –partidos, sindicatos, gremios empresariales -, que canalizaban las expectativas colectivas. Hoy se trata de organizar una nueva articulación entre el estado y la sociedad a partir de la constatación de que ya no es posible mantener exclusivamente aquél modelo, sino que se deben abrir múltiples y diferentes canales de acceso que pudiera cumplir con las expectativas de la explosión organizativa referida en los comentarios anteriores.
El esfuerzo latinoamericano al respecto es notable, a juzgar por la proliferación de ofertas de espacios que pretenden articular al estado con la sociedad civil. Tal esfuerzo se observa, sobre todo, en los niveles territoriales de gobierno, sobre todo desde el inicio y desarrollo de los procesos de descentralización en todo el continente. En el siguiente apartado, dedicaremos un espacio a presentar, sin pretensión exhaustiva alguna, un conjunto de experiencias de relación estad descentralizado- sociedad territorial en varios países latinoamericanos.
- 2. Realidades en la relación estado-sociedad: la oferta desde el estado
Brasil ha obtenido renombre en materia de rearticulación entre el estado y la sociedad en la última década, producto de dos realidades que sirven de patrón para otros países. Por una parte, el establecimiento de un marco regulatorio de tales relaciones y, por el otro, la introducción del presupuesto participativo como instrumento de democratización de las decisiones locales.
En el año 1999, el parlamento brasileño aprobó la Ley 9.790/99 que calificó a las personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro, como Organizaciones de la Sociedad Civil de Interés Público (OSCIP), a partir de un consenso logrado entre organizaciones de la sociedad civil, el Poder Ejecutivo Federal y el Poder Legislativo. Esta iniciativa partió del Consejo de la Comunidad Solidaria[39] en 1997, instancia que se propuso reformular el marco legal del Tercer Sector, tal como lo señala Ferrarezi (2001). Haber llegado a este acuerdo, fue producto de un largo camino recorrido en Brasil desde la década del ochenta, cuando se inicia el debate sobre la reforma del estado cuyos ejes eran la democratización, la equidad y la descentralización, siendo el principal reto la superación del patrón de intervención estatal. No ha sido fácil la práctica de la Ley. Representando un adelanto en la concepción del interés público, el instrumento todavía no termina de ser asimilado tanto por el estado como por la sociedad civil. En ello incide la larga tradición clientelar, patrimonial y corporativa presente en las políticas públicas.
En el mundo de lo local, el Presupuesto Participativo (PP) que ha promovido la Prefectura Municipal de Porto Alegre desde 1989, se ha convertido en una modalidad de gestión pública que ha fungido como modelaje para muchos municipios de América latina. El PP se encuentra asentado sobre una estructura y un proceso de participación de la población, en función de tres principios básicos: reglas universales de participación; un método objetivo de definición de recursos de inversión y un proceso decisorio descentralizado (Fedozzi citado en Araujo 2001:241). El PP de Porto Alegre es reconocido como una experiencia de ampliación de la participación de la población en los procesos decisorios. Por ello, siendo un instrumento que propicia la apropiación de la cosa pública por parte de los ciudadanos, a pesar de sus limitaciones y máculas (de las cuales se hablará en el siguiente apartado), el PP le ha conferido alto grado de legitimación a las autoridades locales que habían logrado hasta el año 2000 el triunfo electoral en cuatro mandatos consecutivos.
El caso antes referido es apenas una muestra de la proliferación de medios e instrumentos para la participación en al ámbito local, que desde el estado o a través de acuerdos con la sociedad civil han sido puestos en práctica en Latinoamérica. Audiencias públicas, cabildos abiertos, leyes de participación ciudadana, promoción del voluntariado, revocatorias de mandato, referéndum (Ziccardi 1999; Spehar 2001), son parte de la lista de instrumentos que se agregan a los presupuestos participativos para abrir la compuerta de la presión ciudadana en el ámbito territorial del estado.
En el ámbito municipal, la Ley de Participación boliviana ha incentivado la conformación de diferentes espacios de articulación de la sociedad civil con el estado. Los Comités de Vigilancia de la gestión pública, por ejemplo, funcionan como un instrumento de apoyo a las Organizaciones territoriales de base (OTB), creadas por la Ley. A su vez, al instituirse la planificación municipal participativa, se ha propendido a la elaboración de planes operativos y planes de desarrollo municipal bajo la regla de la participación en su elaboración (Thevoz y Velasco 1998; Molina 1997 a; Molina 1997 b; Barbery 1997;Verdesoto 1998).
Los Consejos de clientes, las células de planificación, los Foros ciudadanos, los Comités consultivos y de usuarios, son parte del instrumental de consulta y participación de la población en los municipios chilenos (Núnez 2001). En este caso, el proceso se encuentra orientado hacia la captación de los problemas y necesidades de los usuarios de los servicios públicos, con miras al mejoramiento de su calidad.
Colombia, con una dilatada tradición municipalista, también muestra una amplia gama de medios para la articulación de la sociedad con el estado. En Cali y Armenia, por ejemplo, los gobiernos locales se afianzan en la formulación de políticas públicas sociales dentro de una perspectiva de descentralización de las decisiones (Varela 2000). De igual manera, el plan local de desarrollo participativo es de obligatorio cumplimiento en los gobiernos locales colombianos, en función de la instrumentación de talleres temáticos participativos, además de que la Ley 134 establece mecanismos de consulta popular como los cabildos abiertos, los Consejos de planeación, las Juntas de educación o los Comités de control de los servicios públicos (Betancourt 2001; Londoño 1998).
En el ámbito de los gobiernos intermedios (provinciales, estadales, departamentales), también es posible señalar un conjunto amplio de medios de articulación. En Argentina, país con tradición federal, la Provincia de Mendoza utiliza los Consejos Sociales departamentales como vía para la concertación. Sectorialmente, es posible encontrar Comunidades de Usuarios de Agua que participan en las inspecciones de cauces y en la administración de la red de irrigación. En esta provincia la Ley 23696 reconoció la presencia activa de individuos y sociedad en los asuntos públicos, como una vía para profundizar la reforma de la gestión pública (Quesada 1999; Magnani 1992; Arroyo 1997). En Córdoba, la acción de las Ongs es reconocida como parte fundamental de la gestión pública. Así, existen instituciones de democracia semidirecta como la iniciativa popular, las consultas, la revocatoria o el referéndum. De igual manera, el Consejo Económico y Social de la provincia, actúa junto con las mesas de concertación como canales de control social sobre las instancias de poder (Rey 1992; López 1997;Carrizo 1997).
También México ha instituido medios de participación en las entidades federales o estados. En el estado de Chihuahua, a partir de la descentralización del sistema educativo, fueron creados espacios de reflexión y discusión de propuestas de las agendas educativas con la sociedad civil, a partir de lo cual se inicia un proceso de autonomización de las unidades educativas con la presencia de los grupos civiles organizados de la entidad (Cavo Pontón 1998). Por su parte, en el estado de baja California, los Convenios de desarrollo Social, junto con los Consejos Agropecuarios, la Comisión para la promoción de las exportaciones o el Fondo de Financiamiento de las Empresas de Solidaridad, son expresiones de medios de articulación, desde la oferta del estado, entre sociedad territorial y estado (Mercado 1997).
En Centroamérica han proliferado formas de articulación estado-sociedad local. Los Consejos Escolares Directivos en Nicaragua (Rivarola et. al. 1998), los Consejos locales en República Dominicana (Calderón 2001), los Consejos Provinciales y Juntas Locales en Panamá (Ministerio de Planificación y Política Económica 1990), los Consejos Locales de Desarrollo en Guatemala (Saldomando y Cardona 2005)[40] o la propuesta de Contraloría Ciudadana en el ámbito local en El Salvador (Cummings 2002), representan apenas algunos ejemplos de variados esfuerzos en la dirección de revalorizar la dimensión territorial como espacio para ensayar el acercamiento entre la sociedad organizada y las estructuras de gobiernos descentralizados.
Perú reinició su camino a la descentralización en el año 2002 con la elección de los Presidentes Regionales y la promulgación de la Ley de Bases de la Descentralización, seguidas de la Ley que norma los Gobiernos Regionales y, posteriormente, en el 2003, la aprobación de la Ley de Municipalidades. Se trató efectivamente de un relanzamiento político entusiasta que permitió, negociación y presión de la sociedad civil de por medio, aprobar las figuras de los Consejos de Participación Regional y de los Consejos de Participación Municipal (Mascareño 2005 a). En ambos casos, la sociedad civil territorial posee presencia activa en la deliberación e incidencia sobre las políticas y decisiones de cada nivel de gobierno. Para observar su cumplimiento, el Grupo Propuesta Ciudadana (2003; 2004), consorcio que reúne once Ongs peruanas de gran peso en la vida nacional y regional, mantiene un programa de vigilancia y control ciudadano sobre la gestión regional. El propósito de este ambicioso programa es el de que la participación ciudadana a nivel territorial se convierta “en un mecanismo imprescindible para construir condiciones de gobernabilidad regional y local” (Azpur 2003).
En cada país, en cada provincia o en cada municipio latinoamericano, es posible encontrar hoy día alguna expresión de oferta estatal para la incorporación de grupos civiles organizados en la gestión descentralizada. Independientemente de las limitaciones y máculas que se hacen presentes al formularse la propuesta de participación desde los aparatos de gobiernos, es necesario aceptar que algo está pasando, algún tipo de apertura ha ocurrido en las últimas décadas. Como todos sabemos, no se trata de una oferta gratuita ni voluntaria. Existe otra cara de la moneda que hace posible, de manera unívoca, que tales espacios tomen su lugar en la trama institucional y puedan avanzar más allá de las estrechas paredes del estado.
B.3. Los espacios de participación desde la sociedad civil territorial: la otra cara de la moneda
La Organización Panamericana de la Salud, en el documento promocional de sus 100 años, establece con claridad que los espacios de participación para enfrentar los problemas de salud locales y definir las respectivas políticas públicas, no pertenecen sólo al gobierno local sino, sobre todo, a las comunidades y sus respectivos intereses. De allí que el documento elaborado para tales efectos haya sido denominado “Municipios y comunidades saludables” (OPS 2002) y no como años antes, cuando se hacía referencia sólo al municipio. Es un cambio lento pero visible. Por ello, se reconoce la existencia de una tendencia global hacia la descentralización de las políticas sociales, con un papel preponderante en el liderazgo de las autoridades locales pero con la corresponsabilidad de todos los ciudadanos y sus familias (Alleyne en OPS 2002: IV). ¿Dónde comienza y dónde termina el espacio de estado descentralizado y la sociedad territorial en las políticas sociales y, particularmente, en las de salud?. No se ha ensayado una respuesta satisfactoria como no sea la de la construcción de espacios de corresponsabilidad. Pero, de nuevo, surge otra interrogante ¿cuándo comienza a perderse la autonomía de las organizaciones civiles en virtud de la mayor fortaleza del estado a la hora de la negociación? Tampoco existe un límite claro que no sea defendido con la idea de que la sociedad civil debe continuar avanzando en su nivel ciudadano para advertir y sortear los peligros que ello encierra. Esos son los retos que se advierte se están asumiendo por el lado de la sociedad civil territorial latinoamericana.
Como bien lo explican Rofman y Fournier (2004), la expansión de programas de desarrollo local no se explica solamente como un efecto discursivo o producto de la difusión de las innovaciones. Este fenómeno está reflejando una redefinición en las formas y contenidos de la intervención social que hace que, finalmente, las organizaciones civiles – sean sociales o empresariales -, se apropien de la dinámica del desarrollo local. Allí comienza a percibirse un cambio sustantivo en la direccionalidad de la oferta que ya no sólo pertenece al estado o a los gobiernos, sino que comienza fluir desde los espacios ciudadanos. Las experiencias de promoción del desarrollo local que se registran actualmente en la zona noroeste del conurbano de Buenos Aires, muestran como las iniciativas de articulación entre los actores estatales y civiles, no provienen solo del aparato gubernamental ni tampoco, de manera exclusiva, del terreno de lo civil. La conjunción del Municipio Moreno, la Universidad Nacional del Gral. Sarmiento y la experiencia comunitaria de los “Aguante de la Cultura”, hace pensar en una perspectiva diferente del problema. En ese sentido, una conclusión importante es la de que, a los efectos de la rearticulación estado-sociedad vista territorialmente, “no es posible señalar previamente cómo debería conformarse la instancia de articulación local que lidere el proceso. La constitución de este espacio, y la identificación de los actores que lo conforman forma parte del mismo proceso de cambio (negrillas en el texto), y estas experiencias resaltan que cabe aportar a este proceso desde distintos ámbitos institucionales: académico, de gobierno organizaciones sociales” (op. cit: 217).
Meses antes de promulgarse la Ley de Bases de la Descentralización de Perú, La Red Perú llevó a efecto su V Encuentro Nacional, en abril de 2002. Con la presencia de ciento sesenta representantes de experiencias de concertación provenientes de catorce regiones peruanas, el encuentro se desarrollo bajo el lema “Construyendo la gobernabilidad democrática desde los espacios regionales y locales” (Red Perú 2002). La sociedad civil reunida en este Foro, se había propuesto objetivos muy concretos: la institucionalización de la Red y de los espacios de concertación regional y local, la incorporación de los planes concertados de desarrollo y los presupuestos participativos y la promoción de mecanismos de vigilancia ciudadana. En buena medida, aquéllas propuestas fueron recogidas posteriormente por la Ley de descentralización, la de los Gobiernos Regionales y la Ley de Municipalidades. Este tipo de propuestas provenientes de los espacios civiles, parten de diagnósticos que esclarecen la futura acción para la incidencia sobre las políticas públicas del estado, en especial la de descentralización. Para Red Perú, era claro que “uno de los problemas más importante es la falta de identidad institucional, porque quienes tienen la capacidad de decisión no siempre participan en los procesos de concertación. Por un lado, existe desconocimiento acerca del proceso y los objetivos de la descentralización, y por el otro, no ha sido bien definido el rol que deben cumplir los espacios de concertación en este proceso” (op. cit.:89).
Como lo señala Clemente (2000), la década de los noventa fue escenario de permanentes conflictos en la relación estado-sociedad, envueltos en una búsqueda de nuevos consensos y medios para lograr una mayor gobernabilidad entre los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil. Esta difícil dinámica permitió una suerte de reconversión de la gestión local que concitó múltiples articulaciones y procesos de mutua influencia. En este marco, el Programa FICONG[41] ejecutado entre 1991-1998, fue escenario de un conjunto denso de experiencias de incidencia desde la sociedad civil territorial en las respectivas políticas públicas. En la publicación editada especialmente para la difusión de los resultados[42], es posible encontrar experiencias como las que se reseñan a continuación. La concertación entre la cooperativa de intermediación financiera, COFAC, el Centro Latinoamericano de Economía Humana, CLAEH, el centro Cooperativo Uruguayo (CUU) y el departamento de extensión de la Universidad de la República, permitió el desarrollo de una experiencia que durante dos años se ejecutó en el Departamento de Colonia de Uruguay. Si bien es compleja la concreción de las iniciativas de desarrollo, sobre todo por los tiempos largos de aprendizaje y recursos de sostenimiento que ellas suponen, la aparición de algunos resultados en ámbitos familiares para los actores locales, hace que emerja una nueva forma de hacer las cosas, aceptándose que los procesos de desarrollo local resultan exigentes tanto en recursos como en conocimiento (Marsiglia 2000: 55-61). Como se sabe, la experiencia de Villa El Salvador en Lima, representa un paradigma de iniciativa ciudadana local en busca de una mejor articulación con el gobierno local. Surgida en 1971, La Villa es hoy una ciudad popular dentro de una gran metrópoli, con más de trescientos mil habitantes y un tejido social complejo y organizado. La experiencia de este mundo urbano limeño ha implicado que el Plan de desarrollo se convierta en el Plan de todos y no en un plan a ser ejecutado por la municipalidad (Llona y Zolezzi 2000: 18-22).
Este tipo de oferta desde la sociedad civil para el desarrollo local, abunda en América latina, sobre todo dirigidas desde Ongs que han incursionado en este ámbito de acción de lo social. Y ha sido comprendido así en tanto que potenciar la vida local con mayor participación y representación, supone “un estilo de gobernar diferente y (…) un desarrollo de la tarea educadora de la ciudadanía local y de su cultura cívica” (Friedmann y Llorens 2000: 4). No cabe duda de que, entendiendo la descentralización como una institucionalidad que potencia la concertación de los actores, su viabilidad vendrá dada por el grado de confianza mutua entre los órganos representativos del estado y los representantes civiles. Es una doble búsqueda tanto por el lado de lo político como por el lado de lo económico y social (Göske 1999). En lo social, la búsqueda se orienta hacia la autonomía de la actuación de las organizaciones civiles como parte activa de la gestión de lo público. En lo económico, no cabe duda de que la relación entre empresarios y autoridades locales, exige una redefinición que apunte hacia la cooperación público-privada (Hengstenberg 1999). Más que un conflicto entre polos irreconciliables, el desarrollo territorial descentralizado como marco para una rearticulación estado-sociedad, supone la creación de espacios concertados entre actores sociales públicos y privados, nueva institucionalidad que pueda responder la modernización de los ámbitos productivos locales (Alburquerque 1999: 45). ¿Cuán factible será un cambio sustantivo en la calidad de esa articulación estado- sociedad que se pretende desde hace ya tres décadas en América latina, tanto por la vía de la democratización como de la descentralización?.Intentaremos algunas respuestas en el siguiente apartado.
- Limitaciones en la relación estado descentralizado-sociedad territorial
Retomemos el punto de partida del análisis. Las nuevas utopías sobre cambios en la relación estado-sociedad civil y su concreción territorial, se configuraron en medio de tres realidades complejas: la crisis del estado benefactor centralizado, la democratización de América latina y la diversificación social expresada en los movimientos sociales emergentes. En este orden de ideas, lo que pudiera suceder en esa relación, iba a estar fuertemente determinado por el desempeño de aquellos factores.
Existen algunas avances evidentes: en las últimas tres décadas, América latina ha asistido a una verdadera profusión de ideas sobre la rearticulación del estado con la sociedad, en la búsqueda de horizontes de democracia y ciudadanía; en ellas, la descentralización del poder ha asistido como invitada de honor al lado de la democratización del continente. En este mismo lapso, Latinoamérica ha visto aparecer y desarrollar un número impresionante de organizaciones civiles las que, con sus virtudes y perversiones, se han instalado en la agenda de los asuntos públicos. Ambas realidades, de por sí, son loables. Pero, al referirnos a la pregunta que conduce estas últimas páginas ¿algo ha cambiado?, parecieran que esas realidades no resultaran suficientes o, en todo caso, se requeriría relativizar las respuestas que se adelantaran. La respuesta, entonces, no es nada fácil.
C.1. Contingencia en la democracia y en la relación estado descentralizado-sociedad territorial
Algunas percepciones desde afuera sobre las democracias latinoamericanas indicarían que poco se ha logrado y, aún, se avizoran retrocesos. Veamos: en el New York Times que publicó el Diario El Nacional el 6 de agosto de 2005, se catalogaba de nacientes a las democracias latinoamericanas y los articulistas Rother y Forero (2005: 1-2) eran demoledores con sus juicios acerca de la precariedad de estas democracias: los gobernantes de hoy (con la excepción de Chile y Uruguay) continúan incurriendo en las mismas prácticas de personalismos, absolutismo y corrupción de sus antecesores coloniales, con la diferencia de que los primeros son electos, realidad que desilusiona a los ciudadanos. Las páginas del Wall Street Journal Americas publicadas también en El Nacional (20/10/2005), ofrecen un artículo denominado “El renacer de los caudillos traba desarrollo económico y político en América latina”, de David Luhnow. Junto a los caudillos anteriores (Trujillo, Perón, Pinochet), señala a los que actualmente comandan e influyen en naciones: Castro, Chávez, Alemán, Ortega, y apela al nombre de una famosa película para describir su permanencia y pervivencia en las sociedades latinoamericanas: “duros de matar”.
La versión periodística sobre las democracias en América latina resulta por demás gráfica, a la vez que terrorífica. Con tal fatalismo, habría que apagar la luz y marcharse de estas tierras, por lo menos aquellos que creemos en la posibilidad de una sociedad más democrática, justa, transparente y donde reine el estado de derecho, la justicia y la autonomía de los poderes. Sin embargo, es conveniente apelar a juicios más “pensados” los cuales, no por más alentadores, pueden aportar elementos de reflexión para “darle vueltas y vueltas” al asunto.
Una reciente entrevista de Guillermo O’Donnell en el Diario La Nación de Argentina (19/02/2006) fue titulada de manera sugestiva “El poder tiende a olvidar su origen”. En ella, rehusando opinar sobre la coyuntura de su país, O’Donnell prefirió aletear por los espacios del difícil equilibrio inestable de la democracia. Conocedor como el que más de los regímenes autoritarios de América latina, habla del Populismo como un período específico en el cual se crearon liderazgos no-democráticos y, aunque falta muchísimo –advierte-, la actual democracia argentina (y la latinoamericana en general, decimos nosotros) la consiguieron los ciudadanos y es a ellos que corresponde realizar una crítica democrática a la democracia. Esa argumentación le sirve para disparar esta sentencia: “No olvidarse nunca del enorme progreso respecto de la brutalidad autoritaria, pero a la vez, no tener miedo a criticar”[43]. Prefiere hablar entonces de democracia de baja calidad, en las cuales existe, por una parte, un molecular proceso de construcción de ciudadanía y, por el otro, una tendencia de los gobiernos y líderes, una vez instalados y estabilizados, a olvidarse de cual fue su origen: los ciudadanos que allí los colocaron. Esta realidad, incesante, casi inmanente, lleva entonces al problema crucial: los gobiernos incurren en un gran descuido por la institucionalidad y pasan a jugar el juego del “movimientismo” que es agresivamente anti-institucional y los líderes terminan creyendo que son la encarnación de los verdaderos intereses de la Nación. Se convierten en “decisionistas” a los que les molesta los poderes independientes, la opinión de los intelectuales y la prensa libre y, así, las naciones terminan en un punto paradigmático: concederle al ejecutivo los poderes extraordinarios de la economía, con lo que se termina sacrificando a la sociedad.
No es nada fácil el acertijo que propone O’Donnell: reconozcamos que hemos avanzado y utilicemos esa fortaleza (sin tregua ni descanso), aunque, verdaderamente, esa tradición de la política latinoamericana es, ciertamente, “dura de matar”. Ante tal dilema, surge otra interrogante, ¿será posible la coexistencia de grados “aceptables” de democracia (que eviten la regresión militarista autoritaria extrema) con procesos moleculares de creación de ciudadanía? y si lo es, ¿Por cuánto tiempo y hacia dónde conduce? ¿Se garantizaría así, en ese camino, una futura democracia de mayor calidad?.La búsqueda de respuestas en esta materia remite al uso de métodos que incorporen, como lo asomara Terry Karl anteriormente, al estudio de los procesos y las opciones contingentes con lo cual se podrían entender diferentes tipos de transiciones democráticas[44] [45].
Si utilizamos el camino de reflexión aplicado a la democracia al caso de la descentralización y el tipo de relaciones estado-sociedad que de allí resultan, será posible determinar un conjunto de factores contingentes que van a establecer diferencias entre uno y otro país latinoamericano. Ellos serían, sin ser exhaustivos, los siguientes:
– La Asincronía temporal de los pactos políticos
– La diversidad de fortalezas de dichos pactos (en el sentido de descentralizar o en el de centralizar)
-Los grados de descentralización en términos de fiscalidad, transferencia de competencias y poder burocrático y mecanismos de regulación intergubernamental
– El grado de cultura política democrática imperante
– La evolución de las ideas acerca del tipo de estado
– Las formas y contenidos de la participación política en la trayectoria histórica de cada país.
Para ser coherentes con la idea de la contingencia, estas relaciones no van a cristalizar fuera de las realidades dadas: preeminencia de una cultura política hispánico-centralista; acendrado patrimonialismo; tendencias mundiales a la inserción en códigos globales de democracia; la influencia de la innovación y la información; la tensión entre liberalización y control estatal, para mencionar procesos históricos y supranacionales que moldean los límites dentro de los cuales las relaciones estado-sociedad en ambientes descentralizados podrán darse.
Esta perspectiva nos lleva a una pregunta crucial: ¿Existirá entonces una influencia de la descentralización sobre los grados de democracia y, particularmente, sobre la posibilidad de auspiciar relaciones estado-sociedad más democráticas?. Para facilitar el camino a una posible respuesta, afirmemos primero que, definitivamente, bajo regímenes autoritarios (civiles y militares) queda descartada la descentralización política. Entonces, dentro del espacio democrático, asumiendo que existen varios grados de calidad democrática en América latina, la respuesta no resulta automática o directa. Algunos estudios recientes (Giannoni 2004) recomiendan precaución por las siguientes razones: a) no existe una fuente definitiva que ofrezca un marco conceptual que permita afirmar acerca de la relación directa entre descentralización y democracia. La primera se asumió como producto de una mala práctica del centralismo pero no necesariamente reduce la tiranía de los líderes ni menos aún, aumenta el control de los ciudadanos sobre las elites gobernantes; b) los resultados empíricos de esta relación en dieciocho países latinoamericanos (donde la hipótesis era: a mayor descentralización, mayor fortaleza democrática), han sido que en la mayoría de los países, la relación ha sido inversa. Así, por ejemplo, en Argentina, a pesar de su grado de federación, esta no ha conducido a un buen sistema de representación ni al logro de un mejor balance del poder. Al contrario, en Costa Rica, a pesar de su alto grado de centralismo, la democracia permanece como una de las de mayor eficacia en el continente. Por el contrario, advierte Ryan (en Giannoni), un mayor grado de descentralización en Costa Rica, pudiera tener un efecto desestabilizador sobre la democracia y c) la descentralización es una buena política pero no hay que esperar que ella, por si sola, resuelva los problemas de desbalance de poder, las resistencia de las culturas políticas patrimonial-clientelares de los líderes locales ni la real efectividad de los gobiernos por la vía de la participación ciudadana toda vez que esta, por si sola, no crea un gobierno efectivo.
En descargo de las dudas planteadas, es importante repetir una verdad antes dicha: bajo regímenes autoritarios queda descartada la descentralización política del poder. En el caso del Chile de Pinochet, por ejemplo, las reformas introducidas por la dictadura permitieron que los municipios manejaran un mayor número de fondos y aumentaran su eficacia (Castañeda 1990). Sin embargo, no poseyeron autonomía política ninguna, toda vez que la municipalidad se constituyó en una institución neutra al servicio de un objetivo eficientista, bajo un clima de gran control social y de represión. Lo mismo puede decirse del caso peruano bajo el régimen autoritario de Fujimori. Para aquél momento, las municipalidades quedaron sujetas al control del poder central a través de la asignación de los recursos, desapareciendo las precarias autonomías regionales que habían sido alcanzadas a finales de los ochenta. En ambos casos, las reivindicaciones de las organizaciones territoriales quedaron supeditadas a los designios del autócrata, con poco margen democráticos de maniobra para defender su espacio autonómico.
La mayor o menor supeditación al poder de los líderes centrales, depende, también, de la presencia de procesos de re-centralización del poder una vez que un país ha alcanzado niveles de descentralización. Este expediente ha estado presente en América latina en los últimos tiempos. En los casos de Brasil y Argentina, Eaton y Tyler (2004) advierten que la re-centralización ha comenzado a posicionarse como parte de la agenda política, sobre todo por el pronunciado protagonismo presidencial que intenta revertir las reformas que expandieron la autonomía de los gobiernos subnacionales, sobre todo por la pugna por el control de los recursos fiscales. En Venezuela, el gobierno de Hugo Chávez, luego de siete años en el poder, ha dado evidentes muestra de una vocación re-centralizadora tanto por el control de las transferencias como por el ataque constante a las autonomías de las entidades federales y, aún, del municipio como nivel de gobierno (Mascareño 2005 b) .El caso colombiano llama la atención, sobre todo por la evidencia de que sí es posible la reversión de la descentralización, dentro de situaciones contingentes que conduzcan hacia ese destino. Efectivamente, siendo Colombia el país que ha alcanzado uno de los mayores niveles de descentralización de América latina, hoy se hacen presente medidas que atentan contra esos logros. Las políticas gubernamentales en ese sentido, son producto de la presión del déficit fiscal, de la pobreza creciente que demanda soluciones, del conflicto armado que requiere medidas centralizadoras y la presión de los organismos multilaterales (Velásquez 2004).Si la dominación del poder se inclina hacia una mayor centralización, en esa medida la relación entre la sociedad civil territorial y las estructuras de gobierno descentralizadas sufrirán una inexorable mediatización y debilitamiento toda vez que las organizaciones girarán su eje de interés hacia la oferta que provenga de las agencias centrales
Como se observará, la contingencia a la que se encuentra sometida la relación estado descentralizado- sociedad territorial es tal que exige hurgar en factores que pueden estar incidiendo negativamente o como elementos restrictivos. Tres de ellos se analizan a continuación: el problema del patrimonialismo y clientelismo; el de los límites de la participación ciudadana en su contribución a la construcción de ciudadanía y la debilidad de la relación del empresariado y el desarrollo productivo con los procesos de descentralización. Son los temas de los siguientes puntos.
C.2. Los límites que impone la cultura patrimonial y clientelar
Se trata de una vieja pero muy actual tensión entre las formas de dominación tradicional y la racionalización moderna del poder. Weber (1992) estableció con claridad que la dominación patrimonial era aquella dominación orientada primariamente por la tradición y ejercida en virtud de un derecho que se asume como propio. Dentro de esta tradición, la administración es apropiada por quien ejerce la dominación, operando sobre la naturaleza de la economía y, en particular, de la economía fiscal, impidiendo la preeminencia de reglas legales racionales. Precisamente por ser así, el patrimonialismo se opone al establecimiento de relaciones impersonales donde reinaría la dominación racional, que descansa en la legalidad de ordenaciones estatuidas (172-192).
No existen sociedades donde imperen modelos puros de patrimonialismo o de dominación racional. Sin embargo, la lucha en la modernidad por la secularización del poder ha sido la marcha de las sociedades modernas hacia formas menos patrimoniales y más impersonales en el ejercicio del poder.
La permanencia de la relación clientelar ha representado un viejo problema en sociedades con aspiraciones igualitarias: se trata de la persistencia bajo distintas formas del homo hierarchicus. En una perspectiva que va más allá del inmediatismo sociologista, afirma González Alcantud (1997), el clientelismo social constituye un universal antropológico, lo que no debe confundirse con la “naturalidad” del clientelismo. Si así fuera, la historia social de la humanidad no hubiera podido trascender los límites de lo estático constituido y, a partir de la tensión moral del hombre por construir mundos ideales, no hubiera sido posible la modernidad y la democracia contemporánea (7-10). En la presencia y vigencia del clientelismo político, González observa la confluencia de varios vectores: su vínculo con el intercambio de bienes; su relación con el parentesco y el territorio; un ethos nucleado alrededor del honor y el intercambio simbólico como basamento ideológico; su constitución en la vida política municipal y su vínculo con el Estado Nacional a través de los partidos y la burocracia. Como en todos los clientelismos, en consecuencia, prima el horizonte pragmático sobre el normativo (Op.cit. 15-21)[46].
Para el caso latinoamericano, el estudio de la cultura política cobra indudable valor toda vez que la misma se caracteriza precisamente como clientelar, patrimonial y, en consecuencia, poco proclive al civilismo y sus valores. Y es necesario insistir en el tema cuando se habla de descentralización porque, como se ha dicho, una de las esperanzas puestas sobre ella era la posibilidad de constituirse en medio para un mayor accountability y, con ello, lograr una gestión más transparente de cara al ciudadano.
Ese ideal social se encuentra en entredicho a la luz de las realidades políticas latinoamericanos en las cuales, ante la fragmentación de las organizaciones populares y sociales (la mayoría de ellos de corte localista o de ámbito territorial), el poder real es asumido por elites que se convierten en actores dirigentes de la sociedad civil (Quero 2004). Ellas, por su mayor capacidad de negociación, terminan siendo depositarias del discurso democrático que se pretende desde el espacio civil, repitiéndose, de manera consuetudinaria, la dependencia clientelar que culmina por excluir a las organizaciones civiles de la esfera de la influencia en las decisiones públicas.
Esta dinámica encierra riesgos mayores. Como afirmara Lechner (1992 b), una de las principales demandas hacia la política moderna y que la democracia no puede ignorar, es la pertenencia a una comunidad, búsqueda que se torna más angustiante a medida que la fragmentación de espacios y tiempos diluye las identidades colectivas. Allí, cuando el sentimiento de desamparo domina la escena, las mayorías terminan prefiriendo el refugio en certezas absolutas e identidades cerradas. Ante una realidad imponente, surge un dilema: o el estado es reformado de manera tal que restaure una nueva noción de comunidad o, en su defecto, las sociedades latinoamericanas terminarán bajo el cobijo de movimientos populistas o fundamentalistas.
De nuevo entonces la pregunta de Chalmers (2001):¿Qué tipo de instituciones que conectan a la sociedad civil al estado fomentan los valores democráticos?. Además de las instituciones constitucionales liberales, tradicionalmente, como ya se apuntara, han sido el clientelismo, el corporativismo y el partidismo las formas de intermediación dominantes en la relación estado-sociedad civil. Cuando estas se han debilitado (que es el caso de América latina), el patrón de instituciones de intermediación se torna más abierto, buscando un cierto grado de autonomía y fluidez. Por ello, existió la época, dice Chalmers, en la que las organizaciones de base y no gubernamentales, fueron consideradas como la solución a los problemas que generaba el estado centralizado, por lo cual el concepto de capital social se convirtió en medida de éxito y en consigna de moda. Pero, ¿hasta dónde los regímenes abiertos son más democráticos?. Este régimen puede, bajo determinadas circunstancias, pueden ser elitistas, no igualitarias. En América latina, por su parte, se instaló un fuerte sentimiento de que la sociedad civil pudo haber desempeñado un importante rol en la democratización pero, a su vez, esta sociedad civil no tiene espacio en un estado ordenado, porque sus características de ciudadanía y trabajo voluntario no forman parte de la cultura latina (op. cit.: 63;80-81). Por ello, concluye Chalmers, la pregunta que originó su reflexión no tiene respuesta automática. Sólo “He intentado señalar el camino que tendremos que tomar para poder dilucidarlo” (ibidem: 87). Refiriendo de nuevo a Lechner (2000), reiteramos su pregunta ¿ Cómo debería ser una política no dirigista que enfrente la orientación clientelar y populista desde el poder central y los caciques locales en América latina?. De nuevo, no hay respuestas directas. En consecuencia, siendo la descentralización una vía de acción colectiva, ¿tendrá la capacidad para realizar aportes a la transformación del capital social en acción ciudadana?
- 3. Los límites de la participación
A pesar de poseer una realidad de Estados unitarios fuertemente centralizados, los países centroamericanos han venido avanzando desde los años ochenta, dentro de sus determinantes histórico-políticas y las limitaciones propias de una zona de alta conflictividad y desestabilización institucional, hacia formas descentralizadas del poder con anclaje en el nivel municipal de gobierno. Este camino ha sido, sin duda, convergente con la democratización de esta sub-región latinoamericana, al cual la ciudadanía le ha apostado mayoritariamente. En esa apuesta, los ciudadanos le otorgan una alta valoración a la participación ciudadana, sin embargo, a pesar de la proliferación de mecanismos que crean espacios para la participación, se registra un notable contraste con los bajos niveles de participación real (Saldomando y Cardona2004: 79-98)
Colombia es uno de los países latinoamericanos con mayor profusión de medios e instancias para la participación ciudadana, sobre todo luego de la Constituyente de 1991. En virtud de ello, los ciudadanos colombianos han reclamado de manera creciente su presencia en el manejo de las políticas públicas. Sin embargo, advierte Restrepo (2003), es notable la carencia de una sistematización analítica acerca del verdadero alcance de aquélla participación y, por el contrario, se han entronizado discursos ideológicos sobre la democracia participativa, el establecimiento de normas, programas y medios en la esfera estatal y proliferan manuales de adiestramiento para el logro de una buena participación.
Efectivamente, la participación como acto que busca redimir a la sociedad de las deficiencias de la representación política, cuyas vituperadas instituciones son casi condenadas al papel de jarrones chinos cuando no al rincón de los recuerdos en las democracias latinoamericanas, ha tomado su lugar en la conciencia colectiva de nuestras sociedades.
La popularidad de la democracia participativa, evidente, incesante y creciente, termina siendo vinculada al malestar ciudadano con la democracia representativa. Así, cada crítica a la representación se espera resolver con la democracia participativa. Se trata, como lo define Restrepo (2001), de enfrentar un prontuario anti-representación, sin percatarse que la opción participacionista también posee un límite en el afán de resolver las desigualdades sociales y, lo más grave, en nombre de ella ( la participación), se fortalecen procesos de fragmentación que atentan contra la posibilidad de crear referentes comunes y colectivos. Se trataría, en la versión de Lechner (2000), de disminuir las posibilidades de recrear una comunidad política que enfrente la siempre ventajosa presencia (por su mayor probabilidad de conexión subjetiva con las preteridas expectativas de la población latinoamericana) de los movimientos populistas y fundamentalistas.
Si bien la descentralización se ha legitimado en el discurso de la participación, es en esta materia dónde claramente se observan debilidades en tres sentidos: la vigencia del centralismo y la cultura de relaciones verticales, la fragmentación del tejido social luego de los autoritarismos y las fallas de la reforma misma que, en la práctica, deja de lado la práctica de la participación. De allí que, en la inmensa mayoría de las ciudades latinoamericanas, los procesos de participación son de poco impacto y, la más de las veces, de carácter consultivo (Gallicchio y Camejo 2005: 84-86)
Luego de tres décadas de discurso de participación, buena parte del cual se ha asociado a la descentralización del poder en América latina, las certezas que él ofrecía se han diluido y las limitaciones y perversiones de las prácticas de participación salen a flote. Es necesario entonces repensar la noción de lo público y recuperarlo como un asunto de la sociedad y no sólo como un espacio de realización del estado, sugiere Cunill (1997). En esa perspectiva, la participación ciudadana en tanto que reclamo de libertad e igualdad de los sujetos sociales para lograr su presencia en la acción pública, supone la construcción de una ciudadanía que, en tanto entidad política, “no se resuelve automáticamente en el establecimiento de oportunidades para a la participación en deliberaciones democráticas y en la toma de decisiones público-estatales, ni queda restringido a su ámbito. Supone, sí, un contexto institucional que realice el principio de autonomía, permitiendo a la vez el ejercicio de la ciudadanía en relación con la subjetividad”(op. cit:144). En ese sentido, tratándose la autonomía de un principio fundamental para la ciudadanía, “la concreción de las condiciones para la aplicación de este principio equivale a la concreción de las condiciones para la participación de los ciudadanos en las decisiones sobre cuestiones que son importantes para ellos” (Held citado en Ibidem:145).
A sabiendas, como lo advierte Cunill (Ibid), de que la “publificación” de la administración pública trasciende lo mero organizacional y se inserta en el vigor de lo institucional y, sobre todo, de lo político, con lo cual se trataría de “publificar” al Estado en la búsqueda de un modelo de gobernabilidad democrática, ¿ cómo se comportan en la práctica los procesos de participación ciudadana en América latina?. Busquemos una aproximación a algunas respuestas por la vía del análisis de dos casos emblemáticos: el presupuesto participativo brasileño y la Participación Popular de Bolivia.
Tal como lo analizan Cavalcanti y Maia (2000), la innovadora propuesta de Presupuesto Participativo amparada en la Constitución brasileña de 1988, ha sido difundida como una alternativa a los modelos tradicionales de gestión de ciudades, con la cual se espera establecer nuevos patrones de articulación entre los intereses organizados y el estado y, con ello, alcanzar nuevas condiciones de gobernabilidad y governance local. Si bien se acepta que esta técnica de gestión posee indudables aspectos positivos y que supone un salto respecto a las modalidades convencionales de relaciones con la sociedad local, existen limitaciones y perversiones necesarias de señalar. En primer término, quienes han impulsado su uso, en este caso el Partido de los Trabajadores del Brasil y sus liderazgos municipales, han terminado revistiendo a esta técnica de consulta con virtudes trascendentes como sería la profundización de la democracia; con ello, se aspira a reforzar la vía de la democracia participativa que superaría a la democracia representativa. De esta manera, quienes lo propugnan, logran dos resultados perversos: el proceso de consulta se convierte en un medio de legitimación del liderazgo que lo dirige y, a la vez, al presentarse como la expresión más legítima de la voluntad general en manos del ejecutivo, se promueve el desgaste del parlamento local[47] como el locus de la democracia liberal en el que se forja, legítimamente, la voluntad popular (Op. cit. 150). En definitiva, se crea un clima de confrontación entre el Consejo del Presupuesto Participativo y la Cámara de ediles, con la consecuente superposición de las atribuciones de ambos espacios de decisión (Araujo 2001). En segundo lugar, siendo que la movilización poblacional se estimula con fines de democracia directa y no de control y presión sobre la representación constituida, se oxigena la dictadura de las minorías activas[48], una de las imperfecciones de la democracia liberal (Dahl citado por Cavalcanti y Maia 2000:150). En tercer lugar, el mecanismo de participación corre el riesgo cierto de incentivar el uso de las tácticas de cooptación de los liderazgos comunitarios, siendo un campo fértil para el amiguismo al imponerse la lógica del intercambio de favores para el mantenimiento del poder del voto (Op. cit.). En ese sentido, las instancias del Presupuesto Participativo, al constituirse en los espacios que legitiman las reivindicaciones sociales en materia de equipamientos y programas sociales, terminan asfixiando la dimensión contestataria de los movimientos sociales y compromete el principio de autonomía de las organizaciones civiles (Araujo 2001: 248). Finalmente, advierten Cavalcanti y Maia (2000), es necesario sincerar la verdadera dimensión de este mecanismo de participación: se trata de un reparto de recursos limitados que, aunque necesarios, se alejan demasiado de las reales necesidades de recursos para impactar en las exigencias populares. Eufemísticamente, concluyen los autores, se termina “dividiendo correctamente lo que sobra”, con lo cual es, por lo menos, ingenuo, esperar que el Presupuesto Participativo posea un carácter pedagógico para el perfeccionamiento de la democracia. En todo caso, terminaría cumpliendo el rol de des-educar a la población en la medida en que ella entraría en una atmósfera de confusión respecto a cuales son los procedimientos decisorios legítimos, por lo menos en lo que a un sistema democrático liberal se refiere.
Para tener una dimensión sobre el significado de la Ley de Participación Participación boliviana, es necesario observar la siguiente afirmación: “la participación popular es lo mejor que hemos hecho los bolivianos en los casi últimos cincuenta años de historia republicana”(Rojas Ortuste: 2003:7). Muy alta fue y ha sido la expectativa puesta sobre esta reforma. Sin embargo, al transcurrir del tiempo, emergen sus limitaciones. Con datos en manos, Rojas (op. cit.) informa acerca de la persistencia de los rasgos patrimoniales y caudillistas en el manejo municipal, con incrementos de corrupción sin sanción legal, toda vez que la sociedad apenas había puesto en práctica, luego de nueve años de gestión popular, el voto de censura en apenas el 19% de los municipios. Para Urioste (2003), la descentralización municipalista con participación ciudadana directa, fue una medida radical en el contexto político boliviano, inspirada en la experiencia de la diversidad de actores sociales y políticos. Como ya se señalara, el principal sujeto de dicha reforma radical fueron las comunidades indígenas, campesinas y juntas vecinales, reconocidas jurídicamente con el término de Organizaciones Territoriales de Base (OTB).A pesar de sus potenciales y evidentes bondades, el proceso ha sido objeto de numerosas críticas las cuales se resumen a continuación (op. cit). En primer lugar, las instituciones previstas para la participación no están funcionando según las expectativas ideales, sobre todo por la mediatización de la cual han sido objeto producto del monopolio político partidista. Esta situación ha llevado a la cooptación de los Comités de Vigilancia, convertidos en espacios de reparto partidario. Una segunda limitación se encuentra ubicada en las estructuras de gobierno local. La mayoría de ellas son débiles tanto en su vertiente fiscal y de servicios como en las capacidades para conducir un proceso complejo de participación. En tercer lugar, persisten problemas en cuanto a la redefinición de lo público dentro del proceso de participación. Luego de una primera etapa, la Ley generó un efecto centrífugo al lograra movilizar centenas de organizaciones populares en el camino hacia la apropiación del proceso. Sin embargo, pasada la efervescencia inicial, se observa una etapa centrípeta dónde el poder central se convierte en protagonista, aunado a una tendencia a la fragmentación institucional de la sociedad civil. En un escenario pesimista, señala Urioste, a pesar de la existencia de una incontestable realidad municipal en Bolivia, pudiera producirse un proceso de “modernización incorporativa” (ibidem: 21), con lo cual se destruirían herencias indígenas y culturales, a pesar de la retórica de la participación popular.
Es evidente como, en ambos casos, la práctica real de la participación, termina envuelta en y supeditada a los usos y costumbres que son dominantes en la relación estado-sociedad (o gobierno-pueblo) en el acontecer histórico latinoamericano: la relación populista. Este modelo relacional construido en función de una política explícita de participación popular desde la década de los treinta y cuarenta, produjo una categoría de “pueblo” que se constituye dentro de una participación de carácter heterónomo que “se valida únicamente a través de la presencia de líderes políticos situados por encima del mundo popular. El pueblo no está constituido, pues, de un modo democrático como apropiación de un derecho de ciudadanía anterior al Estado (…) el pueblo existe sólo como masas confinadas en un estado de naturaleza (“miseria”) y desprovistas de lenguaje (como no sea la violencia), cuyo principio de organización debe provenir desde fuera” (Valenzuela 1991:12-13). En esta perspectiva, el concepto o noción de sociedad civil como esfera autónoma del estado resulta absolutamente extraña y contrapuesta a este modelo de relación entre el estado y la sociedad. Así, ante la permanente presencia de culturas populistas dominantes en la sociedad política latinoamericana, ¿es posible hablar de creación de ciudadanía en función de los procesos de participación?. He aquí, en consecuencia, una de las limitantes centrales de la participación puesta en marcha, con anclaje en la oferta desde el estado descentralizado, desde hace tres décadas. ¿Será posible su superación? La respuesta entra de los espacios de reflexión de la sociedad política y de la sociedad civil que invita a pensar la ciudadanía latinoamericana en el muy largo plazo.
C.4. La débil relación del empresariado con la descentralización y el desarrollo económico local
En la tradición del desarrollo latinoamericano, la tarea de instaurar una sociedad moderna ha pertenecido al Estado. Esa intervención, no opuesta a una economía capitalista, se convierte en una fuerte intervención política que termina siendo una iniciativa que se expande ilimitadamente de manera populista y termina por no respetar la racionalidad propia del proceso económico; así, se destruye la calculabilidad del mercado (Lechner1992 a). Luego de la crisis del modelo de desarrollo hacia adentro, ¿cómo compatiblizar democracia y desarrollo en América latina,?, se pregunta Lechner (op. cit.).
La tradicional cultural impuesta por décadas de dominio estatal en la esfera de la economía, ha determinado una relación de sujeción de los agentes económicos, los empresarios, a las reglas impuestas desde el estado latinoamericano. Esa realidad, hasta los momentos, no ha sido superada, a pesar de la avanzada liberal que por más de dos décadas intentó separar las aguas entre los dominios del estado y los del mercado. Es importante advertir que en la profusa literatura sobre sociedad civil latinoamericana, el empresariado como actor fundamental del desarrollo poco aparece[49], por no decir que nada. Esta situación expresa una visión que va más allá de las reformas: indica una determinante cultural que limita posibilidades de encuentro del empresariado con lo público. Esta realidad la encontraremos también en la dinámica de la descentralización.
En esta materia, dos han sido las perspectivas en las cuales se ha intentado vincular los procesos de descentralización con el empresariado y el desarrollo económico. En una vertiente, la discusión sobre la asimilación de los procesos de privatización con los de descentralización, han generado un debate que cae en el plano de lo ideológico. Siendo que las privatizaciones latinoamericanas vinieron de la mano de la propuesta neoliberal como uno de los antídotos para enfrentar el gigantismo estatal, su diseño e instrumentación entró en el campo de la diatriba política al asumirse, por parte de quienes se le oponían, que con ello se desmontaría el estado y se atentaría con los intereses nacionales. En estos casos, las privatizaciones poco tuvieron que ver con el empresariado territorial y más con grupos económicos nacionales e internacionales.
La segunda vertiente conectaba directamente con la relación que nos interesa. En la perspectiva de que el desarrollo regional pasaba por la construcción de un proyecto de territorio (tanto político como cultural), la descentralización se convertía en un requisito institucional para lograr acuerdos entre los actores de un territorio específico. Estos acuerdos serían, por una parte, políticos, para resolver el acceso de la población a las decisiones públicas y, por el otro, económicas, para acceder al empleo. En esta última vertiente, la importancia de la pequeña y mediana industria y de la innovación pasaba a jugar un papel central en el desarrollo regional. Por ello, los gobiernos locales deberían asumir un papel activo en el fomento de estas actividades, tal como venía sucediendo en Europa (Boisier 1995). Lógicamente, en este camino, la relación sinérgica entre el empresariado innovador y las estructuras de gobierno descentralizado eran un requisito para el logro de tales objetivos.
Esta relación se vino a convertir en un requisito y una línea de deseo para el desarrollo territorial. Por ello, se imponía una política explícita con el entorno empresarial para lograr una mayor competitividad. Por ello, era válida la preocupación por el tema, toda vez que “en el marco de la ampliación del campo de acción de la política comunal, la relación entre empresarios y autoridades locales, inevitablemente, requiere de una redefinición (cooperación público-privada)” (Hengstenberg 1999:16). Alburquerque, en la misma perspectiva de pensamiento, habría dicho, a propósito del desarrollo económico de América latina en relación a sus gobiernos locales que “una actuación del gobierno municipal centrada únicamente en la atención a los servicios y equipamientos sociales resulta insuficiente si no incorpora la atención a la búsqueda de empleo e ingresos para la gente, lo cual requiere avanzar conjuntamente con el sector productivo y empresarial en la búsqueda de estrategias de mayor eficiencia productiva y competitividad del tejido de empresas existente en cada ámbito local” (1999: 40).
Como vemos, el reclamo por un acercamiento estratégico entre empresariado y gobiernos territoriales se suscita a finales del siglo XX cuando la descentralización latinoamericana había transitado dos décadas sin que esa relación se colocara en la agenda de las políticas públicas. Sin embargo, la conceptuación del tema del desarrollo local y la presencia empresarial, se encontraba desde el diseño de las primeras reformas en los ochenta. Contra esa expectativa, autores como De Mattos (1989) advirtieron tempranamente acerca de sus limitaciones. La crítica estaba fundamentada en el diagnóstico de que la acumulación del capital, en su transformación, había tendido a la desterritorialización es decir, se había despegado de los lugares dónde se localizaban las actividades productivas. Por ello, los grupos económicos desbordaban los límites sectoriales y regionales y se articulaban internacionalmente. Esta tendencia debilitaba las raíces y compromisos territoriales de los empresarios y limitaba, cuando no anulaba, sus lealtades hacia la identidad local. Con ello, el crecimiento local se ve impedido y quienes esperen que la dinámica de la desterritorialización se revierta, caen en un voluntarismo utópico.
Pareciéramos estar atrapados entre dos visiones extremas: por un lado, el idílico proyecto de territorio dónde el empresariado se incorpora sinérgicamente en pos de mayores niveles de calidad de vida de la población y, por el otro, la idea de que nada es posible en materia de desarrollo económico territorial ante la desafección total del interés del empresariado respecto a los asuntos del territorio. El tiempo transcurre y el problema sigue más vigente que nunca, sobre todo por la débil relación de los empresarios con las políticas públicas territoriales.
Al respecto, Restrepo y Cárdenas (2004), han enfrentado recientemente la posición de aquellos que afirman que la descentralización nada tiene que ver con la economía y, en consecuencia, los gobiernos territoriales deben limitarse a la administración de los servicios y políticas sociales. Sus motivos son los siguientes: “Primero, porque es necesario fortalecer las condiciones que permitan competir a los espacios territoriales en mercados integrados. Segundo, porque la integración, e incluso el “libre comercio”, se realizan a través de intervenciones políticas de diversas instancias estatales desde el momento de la negociación. Tercero, porque es factible y defendible construir opciones de desarrollo en un mundo globalizado. Y, cuarto, porque podría facilitar un desenlace a la crisis política y la confrontación armada” (op. cit.:36). El mercado no se vale por sí mismo para generar desarrollo y es por eso, advierten Restrepo y Cárdenas, que el sector más lúcido del empresariado colombiano ha empezado a inmiscuirse, de manera incipiente, en los asuntos del desarrollo territorial, generándose ejercicios de estudios sobre las variables territoriales con el concurso del empresariado.[50]
En la Primera Cumbre Latinoamericana sobre el Desarrollo Local, Regional y la Descentralización[51], Carlos Leyton (2004), Coordinador General del evento, postulaba como la descentralización tenía que cumplir objetivos más allá de lo normativo estatal y, en consecuencia, debía promoverse la descentralización económica para lo cual era necesario tener en consideración las características de los mercados y los actores localizados en los territorios. Por ello, advertía, que “existe consenso en la discusión actual de que la descentralización supera el enfoque político administrativo tradicional (descentralización fiscal) y deviene en un diseño de estrategia o estrategias que busquen un desarrollo económico y territorial equitativo (…)” (op. cit. : 15). La Cumbre culminó con interrogantes más que con certezas sobre el desarrollo económico del territorio. Al respecto Paredes (2004), en la relatoría de la Agenda pendiente, escribe :”Finalmente la pregunta es ¿ cómo construir ese bloque de intereses económicos y productivos en función de la ventaja competitiva?, donde de nuevo aparece el desafío de quién o quiénes pueden ser los facilitadores de este actor colectivo” (op. cit: 245).
Para la Segunda Cumbre[52], algunos autores señalaron que una de las tendencias por donde se había abordado el desarrollo local era desde una perspectiva economicista, la cual había priorizado el desarrollo de microempresas y mejoras en la competitividad regional, orientación reflejada sobre todo en los proyectos que la cooperación europea había implantado en Centroamérica (Gallichio y Camejo 2005). Sin embargo, el mencionado enfoque ha adolecido de la falta de construcción de “un modelo donde los emprendimientos se articulen y generen una lógica de desarrollo local, y no de crecimiento de empresas. La articulación entre esta lógica productivista y una de carácter más social pocas veces ha estado presente” (op. cit. 98).
Como se ve, el tema de la inserción del empresariado en los procesos territoriales es complejo. Se asiente acerca de su importancia; sin embargo, las visiones sobre el cómo y el para qué, continúan siendo motivo de discusión, cuando no de perplejidad. Por una parte, sigue presente una cultura desarrollista en la cual es el estado el factor de desarrollo y no sólo uno de los más importantes. Por la otra, es cierta la dificultad que poseen los empresarios latinoamericanos para su conexión con las transformaciones mundiales, lo que agrega un lastre adicional a las ya marcadas limitaciones del empresariado local. Al respecto, hablando de Chile, uno de los países que mayor avance ha obtenido en la inserción global, Messner y Scholz (1999) advierten, sin embargo, que existe una dinámica cultural que impide una mayor y mejor relación de la sociedad empresarial chilena con el mundo. Y afirman que, “a causa de la introspección cultural
apenas tienen cabida unos pocos impulsos del exterior. La apertura de la sociedad chilena a la sociedad mundial se constriñe mayormente al grupo de los “empresarios dinámicos””. (op. cit.: 223).
Se han sucedido casi tres décadas de ajustes estructurales en América latina, con énfasis en la estabilización macroeconómica y política, lográndose una mayor democratización. Sin embargo, la inestabilidad y la creciente desigualdad social y económica, colocan siempre en aprietos a los logros señalados. Por ello, es importante siempre advertir que
a nivel subnacional, por supuesto, no podrán sucederse cambios estructurales como el de la relación empresariado-estado, sin que se sucedan cambios en el estado-nación. Como claramente lo afirmara Haldenwang, “la descentralización, se concluirá, no puede ser mejor que el proceso de ajuste dentro del cual se instrumenta” (1999:372).
- ¿Algo ha cambiado?
Tocqueville (1993) decía que lo que más le chocaba a los europeos cuando recorrían los Estados Unidos, era la ausencia de gobierno o administración. En la tradición norteamericana, el derecho de aplicar la ley se encontraba repartido entre tantas manos, que el poder existía, más no se sabía dónde se encontraba. Además, se había querido que la autoridad de la sociedad fuera grande y el funcionario público pequeño, a fin de que la sociedad siguiera libre. Por ello, eran los municipios quienes con los jueces de paz, regulaban los detalles de la existencia local mientras que, por el contrario, “el gobierno central no está representado por ningún hombre encargado de confeccionar reglamentos generales de policía u ordenanzas para la ejecución de leyes, estar en comunicación habitual con los administradores del condado y del municipio, inspeccionar su conducta, dirigir sus actos o castigar sus faltas” (p. 70). Eran los usos y costumbres fundacionales de la relación entre el estado y la sociedad local que tanto admiraron a Tocqueville.
Como sabemos, en la tradición hispánico-católica, la omnipresencia del estado central monárquico en todos los actos de la vida de los territorios latinoamericanos, fueron la norma, fueron los usos y costumbres, a pesar de la existencia de la institución municipal que funcionara con gran autonomía, ante la lejanía de las autoridades de mayor jerarquía.
Siglos después, en América latina nos encontramos discutiendo cómo hacemos para que la sociedad adquiera una autonomía tal que pueda contrarrestar la omnipresencia del estado. La impronta del tipo de estado y, desde el, de construcción de la sociedad, mantiene su huella perenne en el comportamiento de la sociedad respecto al estado y viceversa.
Entre una y otra tradición, existen diferencias marcadas que conducen a prescripciones actuales también diferentes. Al respecto Cohen y Arato (2000), al pensar sobre la realidad norteamericana, plantean la necesidad de recuperar la idea de sociedad civil de la tradición de la teoría política clásica, formulándose un programa que persiga la representación de los valores e intereses de la autonomía social entre el estado y la economía, siendo este camino la mejor manera de autoorganización y autoconstitución. Pensando sobre la realidad latinoamericana, los autores ubican el resurgimiento de la sociedad civil en el marco de los regímenes “autoritario-burocráticos”, siendo un término clave para la autocomprensión de los actores democráticos y su transición a la democracia. Este nuevo estadio pareciera representar una superación de la tradición que en América latina condujo a una sociedad sin profundas raíces organizativas, aunque movilizada por los populismos, condición que abonara el camino de su supresión por parte de los regímenes autoritarios.
Entre una y otra realidad ¿algo ha cambiado?. Ubiquémonos, por un instante, en un discurso omniabarcante: el de la modernidad. Para Renato Ortiz (2000), se puede decir que en América latina se levanta una “tradición de la modernidad”. A esta conclusión arriba el autor al comparar las visiones y vivencias latinoamericanas de los años treinta, cuarenta y cincuenta cuando la modernidad era aún un proyecto a ser construido respecto a la realidad de los setenta y ochenta en las que mucho de lo que se reclamaba se realizó. “La modernidad se vuelve así algo presente, en un imperativo de nuestros días, y ya no más una promesa deslocalizada en el tiempo. Modernidad problemática, controvertida, pero sin duda parte integrante del día a día”(op. cit.:166). Aquél salto vino de la mano a través de un intenso proceso de racionalización impuesto consistentemente en una conjunción activa de las instituciones que se encargaran de ello: el estado, las empresas, las universidades, los sindicatos (los partido políticos, agrego), que hicieron que América latina se distanciara sustancialmente de su pasado rural y arcaico, forjado en función de relaciones exclusivamente filiales y cercanas. A ello contribuyó, definitivamente – sostiene Ortiz- la implantación de las industrias culturales. Cuando aquello se estaba formando, pasábamos, de una vez, a una modernidad-mundo, siendo todavía la nuestra una modernidad incompleta.
Es quizás el relato alrededor de la modernidad el que no pueda ayudar a elaborar alguna respuesta a la pregunta final de este trabajo. Sin lugar a dudas, la democratización de América latina formó parte de aquélla aspiración de modernidad de la primera mitad del siglo XX como también lo fue la aspiración de una sociedad a ejercer su autonomía de la esfera del poder. Décadas más tarde, Latinoamérica entra en una oleada de democracias como reacción ante los autoritarismos dominantes, y luego de casi treinta años, se puede afirmar que el espectro político dominante es el de las instituciones democráticas, con lo que de asunción de valores ello implica. Sin embargo, no existe satisfacción con las democracias actuales; hay, por el contrario un profundo desagrado. Así quedó revelado en el reciente informe del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (2004:33): el 54% de los ciudadanos latinoamericanos, prefieren mantener algún nivel de satisfacción material, sobre todo la económica, aunque sea en regímenes menos democráticos (resaltado nuestro). Es decir, no importan tanto las formas y fondos democráticos, siempre y cuando el autoritario de turno pueda satisfacer las expectativas más inmediatas. Y no debemos olvidar que, en definitiva, son los propios ciudadanos quienes legitiman al régimen de turno, sea de la orientación que fuese en cuanto a la preservación y los derechos de esos mismos ciudadanos. Este resultado lo reafirma José Miguel Insulza recientemente (2006)[53] cuando reclama una reforma profunda de los sistemas políticos y sus instituciones para poder estar a tono con los tiempos. Si bien en la región ha mejorado la elección de sus presidentes, al menos dieciséis de ellos han tenido que terminar su mandato anticipadamente, lo que está reflejando severos problemas de gobernabilidad, estabilidad democrática y de calidad de gestión pública, concluía el Secretario General de la OEA. Democracia incompleta dentro de una democracia-mundo, diríamos parafraseando a Ortiz.
Estas incompletas democracias se han nutrido de cambios en la complejidad de los patrones de asociatividad y organización de las sociedades latinoamericanas. De una lógica dominantemente arcaica, de vínculos familiares y de escasa o ninguna expresión de formas modernas, hemos asistido a una proliferación de estructuras sociales que tratan de incursionar en todos los ámbitos de la vida y de la acción pública. No se quiere decir que los patrones filiales han desaparecido y entramos en el terreno de la absoluta racionalidad weberiana, en el reino de lo impersonal. Sin embargo, hay que aceptar que la diferenciación funcional[54] de las sociedades contemporáneas, proceso presente en América latina a propósito de su inserción (incompleta) en la modernidad, ha hecho emerger una multiplicidad de organizaciones sociales que se desparraman a lo largo de la trama institucional. De este fenómeno forman parte los esfuerzos por descentralizar el poder del estado, en una reacción para responder a ese desborde que amenazaba (y amenaza constantemente) con convertir en obsoleto al denostado estado latinoamericano. Y dentro de ese fenómeno habrá que tratar de comprender también el establecimiento de múltiples conexiones de la sociedad con el estado, aún proviniendo la oferta de conectividad fundamentalmente desde el estado, pero que no existiría sin la existencia de la presión de las organizaciones sociales.
No se trata de un dilema. Tampoco de un juego suma cero. Conviene mirar la relación entre la sociedad civil y el estado descentralizado como parte de una realidad cambiante, que arrastra lastres de premodernidad, sobre todo de relaciones asimétricamente patrimoniales, pero que en ningún momento es igual a las relaciones exclusivamente filiales cuando apenas se aspiraba a incorporar los patrones de modernidad, donde destacaba la aspiración a la democracia.
¿Hasta qué punto es posible generar una representación perdurable de la sociedad civil latinoamericana en la arena de los asuntos públicos?. Existe un reto teórico y práctico para repensar la conexión entre la representación política y los movimientos sociales, de manera que se pueda conservar la apertura de ambas esferas, sostienen Levine y Romero (2004), toda vez que “los lazos entre los espacios civiles de empoderamiento y los espacios públicos de representación política, por un lado, y el poder estatal, por otro, siguen siendo problemáticos” (58). La ya vieja aspiración de los movimientos sociales a una pretendida autonomía fue exagerada, por lo que no germinó una nueva clase política de las semillas sembradas por esos movimientos. Las fronteras entre empoderamiento y clientelismo siguen siendo frágiles y borrosas. La emergencia de regímenes autocráticos como los de Fujimori y Chávez, hacen retroceder la independencia de los movimientos sociales y los procesos de descentralización. Por tales razones, sostienen Levine y Romero, no es fácil ser optimista respecto al futuro de los movimientos urbanos. Pero ante el poco optimismo o el mucho pesimismo, es conveniente tener presente que ese espacio de la sociedad civil no resulta ser, como lo define Gómez Calcaño, “un campo ordenado donde cada actor conoce sus límites e interactúa por medio de instituciones estables (toda vez que) la transición produce actores híbridos y muchas veces efímeros que disuelven las fronteras entre el “movimiento social”, el grupo de presión y la organización política, que en algunos casos se enfrentan radicalmente al estado y en otros dependen de su protección para sobrevivir” (2006:2)[55]. De allí que, continúa Gómez Calcaño, las organizaciones civiles han enfrentado el dilema de ocupar amplias zonas de zonas grises entre lo social y lo político, emergiendo organizaciones sociales promovidas por el propio estado o apareciendo espacios locales para la deliberación y la decisión (Op. cit)
Como si poca fuera la complejidad que se adueña de este campo, hay algo más que comprender: las agendas de los movimientos han cambiado. No sólo se demanda tierra, agua, vivienda, transporte, educación o seguridad, sino que se imponen reclamos por el acceso a la representación política. Esta aspiración supone conexiones viables con los distintos niveles de gobierno. Allí, entonces, la conexión con las formas de representación descentralizadas, concluimos nosotros, continúa siendo una arena conveniente e indispensable para una articulación de la sociedad civil territorial en condiciones de mayor autonomía. La respuesta final es, entonces, muy modesta y sencilla: algo está cambiando. Pero no un cambio radical, como muchos ilusoriamente esperarían. Se trata de cambios con altas dosis de contingencia, realidad en la cual los resultados que se obtienen no necesariamente complacen cabalmente las expectativas formadas alrededor de los procesos de descentralización, tal como fueran diseñados y argumentados inicialmente. Pareciera que nos moveremos, permanente y crecientemente, en una constante insatisfacción; y ello forma parte de la incorporación de los valores de la modernidad en América latina.
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[1] Sobre este tema, es importante ver el trabajo de Marcello Carmagnani (1993) sobre los federalismos latinoamericanos.
[2] Aclaraba Henry Pease García, sociólogo peruano identificado con la izquierda de este país, que la idea de transitar por la democracia liberal no se podía interpretar como instrumentalización sino como aceptar la validez de aquél espacio político, teniendo en cuenta sus reglas de juego. Una visión del pensamiento de diversos autores con visión de izquierda para aquél momento sobre el potencial democratizante de las organizaciones populares en América latina, se puede encontrar en la revista Nueva Sociedad, Nº 6, enero-febrero 1983.
[3] Las excepciones de aquél drama eran las democracias de Colombia, Costa Rica y Venezuela.
[4] Queremos resaltar en este momento la insistencia de todos los autores sobre el predominante carácter local que poseían los movimientos sociales en los setenta y los ochenta. Esta idea, basada en una realidad innegable, está indisolublemente atad al origen de la descentralización latinoamericana. Por ende, tal realidad se encuentra en el centro de la reflexión de la rearticulación entre el estado descentralizado y la sociedad civil territorial, objeto de estudio de nuestro proyecto.
[5] Autores como Castells, Touraine, Habermas, Mellucci, Laclau y Mouffe (citados por Gorlier), entre otros, eran referencia obligatoria para entender la conformación del ideario alrededor de las organizaciones sociales como una nueva perspectiva de la historia de los cambios sociales y su clara influencia en el pensamiento latinoamericano para ese momento.
[6] A mediados de los ochenta, América latina estaba llena de democracias emergentes. Por ello, siendo este el fenómeno social de mayor significación, la Universidad de las Naciones Unidas financió, a través de su programa para América latina, un proyecto sobre democracias emergentes. En él participaron intelectuales de distintos países, a los efectos de dar cuenta de la realidad democrática y su relación con el desenvolvimiento de las organizaciones sociales.
[7] Desde finales de los años setenta, se impuso con fuerza el ideario según el cual una mayor democracia en América latina, estaría basada en un acercamiento de los ciudadanos con las estructuras de gobierno a través de las organizaciones sociales emergentes. Esa relación sería más fructífera si tal acercamiento se desarrollara en un ambiente descentralizado del poder, porque, de esta manera, existiría mayor probabilidad de un poder transparente, controlado y participativo. Este ideario estará presente, como se verá más adelante, en las reformas descentralizadoras en toda Latinoamérica.
[8] Para el momento de su reflexión, Gabriela Uribe, investigadora de origen chileno, era profesora del CENDES de la Universidad Central de Venezuela. De allí su referencia inmediata al caso venezolano.
[9] Los casos de Hugo Chávez en Venezuela, Gutiérrez en Ecuador o Evo Morales en Bolivia son emblemáticos.
[10] Se trata de un importante y esclarecedor trabajo de Luís Gómez, investigador del Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela, acerca de las visiones sobre los movimientos sociales en América latina.
[11] Tad Szulc, autor de origen polaco pero con una dilatada obra intelectual en los Estados Unidos, publicó el libro referido cuyo título en inglés es “Twilight of Tyrants”, editado por Holted en New York. Aborda Szulc el ocaso de las dictaduras de Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, Perón, Odría y Vargas, como el alba de la democracia en América latina.
[12] Para el momento de esta obra, América latina, como viéramos, había iniciado su inserción en esta “oleada”. También arrancaba la democratización de los países de Europa del Este y de la ex Unión Soviética, luego de la caída del Muro de Berlín.
[13] El trabajo de Terry Lynn Karl fue publicado originalmente en octubre de 1990 en la revista Comparative Polítics, vol. 23, nº 1, justo cuando se cumplía un primer ciclo (1979-1990) de redemocratización de América latina.
[14] Para ubicarnos en lo que Terry L. Karl entiende por tipos de democracia, es necesario explicitar su concepto político de democracia. Este involucra varias dimensiones: a) competencia por políticas y puestos, b) participación de la ciudadanía por medio de partidos, asociaciones y otras formas de acción colectiva, c) responsabilidad ( accountability) de los gobernantes ante los gobernados, mediante mecanismos de representación y apego a la ley, d) control civil sobre los militares, dimensión fundamental en el contexto latinoamericano y que debe asumirse para superar la idea de Dahl sobre los “requisitos mínimos de procedimiento” (procedural minimun). Insiste la autora sobre la importancia de este factor de la definición de democracia para América latina y para ello cita la obra de Alfred Stepan acerca de la política militar en Brasil y el Cono Sur (Ver referencia bibliográfica en la obra de Karl, p. 435). Al respecto, una de las conclusiones que debe tenerse presente es la de que las prerrogativas institucionales militaristas, terminan por ocupar áreas extramilitares del aparato estatal e inclusive terminan estructurando las relaciones entre el estado y la sociedad política y civil. (Resaltado nuestro)
[15] Término acuñado por Charles Call, referido por Karl., p. 456.
[16] Las ideologías utópicas siempre son un expediente a la mano del liderazgo político en América latina. Hoy, como ayer, renacen con fuerza las expectativas utópicas, muchas de las cuales terminan envolviéndose en posturas nacional-populistas que terminan en el campo de los autoritarismos de nuevo y de viejo cuño.
[17] El tema de la descentralización tuvo su auge en América latina a partir de enfoques ideológicos contrapuestos: por una parte, el neoliberalismo aupaba la descentralización como una opción para aumentar el eficientismo estatal. Esta prédica formó parte, inclusive, del régimen de Pinochet y fue soporte para las reformas municipales chilenas bajo el control del poder central. Desde la izquierda, los partidos sobre todo socialistas (no así los comunistas), fueron abanderados de la descentralización como reforma fundamental en la democratización latinoamericana. En Venezuela, por ejemplo, el Movimiento Al Socialismo (MAS) y el movimiento Electoral del Pueblo (MEP), lanzaron con prontitud esta reforma en los años setenta, cuando todavía los partidos tradicionales AD y COPEI veían con resistencia este paso que luego se dio. Sobre este tema volveremos más adelante, cuando se discuta la relación entre la democracia y los movimientos sociales con el origen de la descentralización latinoamericana.
[18] Entrevista realizada a Norbert Lechner por Augusto Bolívar en 1991, publicada en la revista Leviatán.
[19] Es innegable la presencia de una perspectiva económica en el discurso descentralizador latinoamericano articulado sobre la base de una mayor eficiencia y eficacia e los servicios públicos centralizados. Sin embargo, el mismo terminó formando parte de la esfera de lo político, en tanto que esos objetivos, al pretender atacar la crisis del abultado e ineficiente estado central, abonaron el camino para pactar una nueva distribución del poder en la mayoría de los países latinoamericanos.
[20] En Venezuela y México, los otros países con inspiración federal en América latina, no hubo una inclinada apertura a la descentralización en los años setenta. En el primer caso, imperó una democracia fuerte matriz estadocéntrica con régimen bipartidista; en el segundo, se trataba de un régimen de partido único con rostro de democracia por existir elecciones para el presidente. En los ochenta, la discusión sobre la descentralización tomó su lugar en ambos países. En Venezuela, sirvió de argumento para la relegitimación del sistema político y en México como bandera y medio de acción para horadar el férreo poder del PRI.
[21] El trabajo de Fernando Rojas fue elaborado en el año 1993 por encargo del CLAD, recogiendo las impresiones sobre los primeros años de la descentralización latinoamericana. Es importante el énfasis de Rojas sobre la determinación de las condicionantes políticas del proceso, factor que estará en un lugar estelar en los años siguientes en la descentralización latinoamericana.
[22] Este trabajo de Haldenwang fue publicado en la revista EURE (1990), Bd. 16, H.50.
[23] El autor cita como principales autores de esta escuela a Rondinelli, Cheena y Montgomery
[24] Los neoestructuralistas más prominentes eran Boisier, Borja, Nolte y Arocena. En general, se les definía como la escuela de la CEPAL.
[25] Los principales autores de esta escuela eran De Mattos, Restrepo, Coraggio, Faletto, Slater.
[26] En Colombia se introdujeron las primeras reformas en materia municipal en la década del setenta. En Venezuela se aprobó la ley Orgánica de régimen municipal en 1978, luego de un largo debate sobre su conveniencia. En el Chile de Pinochet se aprobaron reformas de reforzamiento municipal, en la perspectiva de una mayor eficiencia y eficacia, más no en la vía de la autonomía y la democratización.
[27] Este importante estudio del profesor Manuel García Pelayo estuvo centrado en el estado y las sociedades de los países capitalistas desarrollados. Sin embargo, la universalidad de sus observaciones son aplicables a los países latinoamericanos, región en la cual se adaptó el naciente estado social a una manera de welfare state latino, conducido, económicamente, bajo el modelo de crecimiento hacia adentro y en lo político, en función del modelo nacional-populista mayoritariamente autoritario.
[28] Los trabajos de Nuria Cunill son pioneros en el pensamiento latinoamericano sobre el tema de la participación ciudadana. Esta línea de pensamiento ha tenido gran impacto en la reflexión latinoamericana de los últimos quince años, sobre todo a la luz de la idea de la “publificación” del estado y de la gestión pública.
[29] El documento referido del BID no presenta fecha de edición,. Sin embargo, es posible deducir, por su contenido, que el mismo apareció alrededor de 1996-1997.
[30]La Asociación Alemana de Investigación sobre América latina (ADLAF) se reunió en Boguense/Brandenburg entre el 29 al 31 de octubre de 1997. Producto de este Congreso se derivó una importante obra que contiene una larga lista de artículos sobre la sociedad civil latinoamericana de autores latinos y alemanes, desde diversas perspectivas. La misma expresa la preocupación intelectual y política sobre el tema de la sociedad civil y su relación con el estado para este momento.
[31] En Venezuela fueron creadas en los ochenta varias organizaciones civiles liberales que alcanzaron un buen nivel de desarrollo y autonomía respecto al estado. Al respecto García Guadilla y Roa (1997), advirtieron como, a pesar de la potencialidad de las mismas para transformarse en un actor autónomo, tendría que sortear dos obstáculos: por una parte, “los rezagos corporativistas, burocráticos y partidistas existentes en el Estado y en el sistema político” (74) y, por la otra, “la arraigada cultura política paternalista, extendida en amplios sectores de la población” (74), situación que restringía el radio de acción para modelar una cultura con valores liberales.
[32] Chalmers las agrupa en cuatro espacios de acción: estructuras legales que moldean las formas de las asociaciones civiles, la profesionalización de los participantes en un campo de la política, un sector de servicios que moldea la formación de estas instituciones y los procedimientos y espacios para la consulta popular.
[33] El trabajo de Lechner se fundamentaba en el caso chileno y los problemas actuales de desidentidad dentro de la modernización. Sin embargo, la trascendencia de sus planteamientos los hacen válidos para América latina.
[34] Lechner cita a Peter Evans (p.18) quien plantea la necesaria complementariedad entre el ámbito local y las instituciones gubernamentales, interacción que debería estar enraizada en las redes sociales de base. En esa línea de pensamiento, Lechner advierte que la descentralización de la gestión pública, para ser efectiva, deberá estar fundamentada en una vigorosa acción ciudadana.
[35] Este reclamo de reconocimiento a la diversidad, se encuentra en la base del origen de la descentralización latinoamericana. Como ya se ha comentado, la descentralización, al ir de la mano de la democratización latinoamericana, es producto de reivindicaciones territoriales en un momento en el cual se asiste a la expansión de las organizaciones de base y de desarrollo, interesadas en replantear la relación con el estado.
[36] El proyecto agradece el apoyo irrestricto del Centro de Información del CLAD para la obtención de los documentos necesarios en esta materia. Sin duda alguna, este Centro es uno – sino el más – completo de Latinoamérica en lo que concierne a estudios sobre la gestión pública de América latina, además de poseer una alto nivel de desempeño en el manejo de la información.
[37] En los seis estados de la muestra de este proyecto, se ha estimado un total aproximado de 20000.
[38] Como se sabe, la preocupación central de Hirschman a lo largo de su historia intelectual como economista, ha sido buscar respuestas a la pregunta ¿Cuáles son los caminos por los que se llega al desarrollo?. En ese sentido, el interés del autor por estudiar la emergencia de un fenómeno social basado en redes de múltiples organizaciones sociales locales en América latina, responde a la búsqueda de respuestas a aquélla pregunta. Hirschman creyó que ese fenómeno era un nuevo camino que la sociedad abría en su infinito afán por mejorar sus condiciones de vida. No por casualidad, el epígrafe con que se inicia la obra citada es el siguiente:
“…el deseo de mejorar nuestra condición…llega con nosotros desde el útero y nunca nos deja hasta que bajamos a la tumba”. Adam Smith, La riqueza de las naciones.
[39] Este Consejo tiene como objetivos los siguientes: diseñar e implantar programas innovadores en la asociación estado/sociedad; desarrollar iniciativas para el fortalecimiento de la sociedad civil y promover la interlocución política sobre temas estratégicos de desarrollo social (Op. cit)
[40] Cuadros de las páginas 142-143: Guatemala, Honduras, Salvador, Nicaragua
[41] Programa de Fortalecimiento Institucional y Capacitación de Organizaciones No Gubernamentales para América Latina, ejecutado por el Instituto Internacional de Medio Ambiente y Desarrollo, IIED- América latina, con sede en Buenos Aires.
[42] Revista Pobreza Urbana y desarrollo “Planes y Programas Participativos para el desarrollo local”, Año 9, Nº 20, Abril 2000, Buenos Aires.
[43] Una frase similar fue esgrimida por el actual Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, en la oportunidad de estrenarse en el cargo.
[44] La contingencia, según Luhmann (1998) es “aquello que no es necesario ni imposible, aquello que puede ser como es (fue, será), pero que también puede ser de otro modo. El concepto designa, por lo tanto, lo dado (experimentado, esperado, pensado, imaginado) a la luz de un posible estado diferente; designa objetos en un horizonte de cambios posibles. Presupone el mundo dado, es decir, no designa lo posible en sí, sino aquello que, visto desde la realidad, puede ser de otra manera(…)La realidad de este mundo, entonces, se presupone en el concepto de contingencia como primera e insustituible condición de lo que es posible” (115-116).
[45] Esta manera de enfrentar la complejidad de los procesos democráticos latinoamericanos, había sido asomada por O’Donnell hacía tres décadas en su ya clásico texto “Modernización y autoritarismo” (1972). En él se planteó una crítica a los métodos que se utilizaban para intentar “predecir” las posibilidades de democratización de los países latinoamericanos. Esos métodos, al asumir las esperanzas del Iluminismo en cuánto al sentido de “progreso”, culminaban estableciendo una relación causal entre “alto desarrollo socioeconómico- democracia política”, tal como había sido la trayectoria de las democracias consolidadas de entonces.
[46] José González Alcantud advierte, por intermedio de lo que Graziano (16) afirmara en 1975, que el estudio del clientelismo en relación al sistema político es bastante reciente y poco refinado. Hacia finales del siglo XX la situación era bastante parecida: una falta de comprensión del universal antropológico del clientelismo.
[47] Este resultado, visto desde la perspectiva de los liderazgos de izquierda, sobre todo de inspiración marxista, que impulsan al presupuesto participativo, es un resultado deseable pues se trataría, con ello, de contribuir con la superación de la democracia formal burguesa e instaurar una democracia real, la participativa. Para llegar a ella, los líderes preclaros desde el estado, aspiran dirigir las masas prevalidos de la idea de que ellos conocen lo que más conviene al pueblo y al país. Esta forma de pensamiento, se encuentra en la raíz de los movimientos populistas latinoamericanos, con lo cual sería imposible rearticular al estado y la sociedad civil dentro de nuevas ciudadanías, dando al traste con el principio de autonomía antes señalado.
[48] El profesor Fernando Mires, en su conferencia titulada “El Islamismo y la política internacional de los Estados Unidos” dictada en el Doctorado del Centro de Estudios del Desarrollo Cendes, de la Universidad Central de Venezuela, el día 17 de enero de 2006, advirtió sobre el cuidado que se debe tener con el manejo de las comunidades de base, porque su potencial democratizador es relativo. Ellas pueden ser el germen del totalitarismo como sucedió con el fascismo: “facio” es el nombre de una organización social italiana de base. Ellas tendrán sentido democratizante en la medida en que se encuentren articuladas a una nación y sociedad como representación de comunidad mayor. Adicionalmente, afirmó Mires, no hay que olvidar que Gramsci había prescrito que la hegemonía debía construirse desde abajo, en un esfuerzo por introducir nuevas visiones en las prácticas del socialismo real que permitiera avanzar hacia procesos de democratización. Sin embargo, pareciera que esa aspiración se materializó en el fascismo de Mussolini o en casos como el de Egipto, dónde el dictador Mubarak no controla nada pues todo está en manos de las organizaciones de base, altamente fascistas y fanatizadas.
[49] La información sobre el empresariado latinoamericano se encontrará asociada al rol de grupos o familias que, a su vez, se relacionan con empresas. Sin embargo, en el plano del empresariado como sociedad civil, vía gremios y múltiples organizaciones asociativas, es escaso su tratamiento.
[50] Los estudios sobre el caso venezolano efectuados por Mascareño (2002; 2005 c) revelan un rezago de la inserción del empresariado en el tema del desarrollo territorial, no sólo por su vinculación histórica con las estructuras del poder central para resolver sus problemas sino, además, por fallas inherentes al diseño y a la práctica de la descentralización, en la cual el liderazgo político poco se ha mentalizado sobre la importancia de la relación entre las estructuras descentralizadas y el empresariado territorial.
[51] La Cumbre se efectuó en la ciudad de Arequipa, Perú, en junio de 2003.
[52] Efectuada en San Salvador en julio de 2005.
[53] Discurso en el Foro para América Latina, América central y República Dominicana sobre política y partidos políticos, efectuado en Santo Domingo, el 6 de marzo.
[54] El fenómeno de la diferenciación funcional de los sistemas sociales modernos ha sido desarrollado ampliamente por Niklas Luhmann en varias de sus obras. Uno de los trabajos que aborda el tema de manera amplia es el capítulo “la diferenciación de la sociedad” en la obra “Complejidad y modernidad. De la unidad a la diferencia”, editado por Trotta bajo la coordinación de Josexto Beriain y José María García Blanco, Madrid, 1998.
[55] El trabajo referido es un documento inédito elaborado por el prof. Gómez en el marco del Proyecto de investigación que él coordina, denominado “Redefinición de la ciudadanía y la democracia en Venezuela: nuevas relaciones entre estado y sociedad civil”, financiado parcialmente al Área de desarrollo Sociopolítico del CENDES por el FONACIT.