DISCURSOS SOBRE LA RELACIÓN ESTADO-SOCIEDAD CIVIL EN AMÉRICA LATINA

RESUMEN

El artículo que se presenta trata sobre los discursos que sobre la articulación estado-sociedad civil, han predominado en América latina durante las últimas décadas: el discurso de la participación, el de la relación entre sociedad civil y acción ciudadana y el referido a la relación entre modernidad y democracia. Son discursos que van cambiando y adaptándose a las realidades de la cultura política latinoamericana y, sobre todo, a la necesidad de superar las limitaciones que siempre están presentes en dicha relación: autoritarismos, patrimonialismos y asimetrías clientelares.

 

Palabras clave: estado; sociedad civil, Latinoamérica; movimientos sociales

 

Introducción

Al iniciarse la transición hacia las democracias, la reflexión latinoamericana se nutrió de las esperanzas transformadoras de los movimientos sociales y se planteó la revisión de la relación entre el estado autoritario y la sociedad civil. La mayoría de los enfoques sobre estos movimientos, fueron generando expectativas sobre su potencial democratizador en tanto que portadores del liderazgo para escribir una nueva megahistoria. En el contexto de represión generalizada y atomización social, surgieron múltiples formas de organización social, muchas de ellas de carácter local, con formas y contenidos heterogéneos. A su vez, las expectativas de las nuevas organizaciones, estuvieron relacionadas con una diversidad de materias: la identidad, democracia de base,  ciudadanía social.

Estas organizaciones, al depender de la esfera política dominante, transcurrirían su acción entre la autonomía y la cooptación. Para comienzos de la década de los noventa, la visión mítica sobre los movimientos sociales había dado paso a una postura que trataba de entender la interacción entre los movimientos y otros actores sociopolíticos, observándose, de manera contradictoria, una gran fragmentación de la acción colectiva, a la vez que aparecían múltiples canales para la presencia e incorporación de la sociedad civil en los temas de la agenda pública.

Siendo la democracia el fenómeno sociopolítico que incentivó la afirmación del discurso de la sociedad civil, existían dudas acerca de sus reales posibilidades en Latinoamérica. Así, no siendo la democracia un hecho dado  para la eternidad, surgieron interrogantes sobre su vigencia y sostenibilidad, sobre todo respecto a la viabilidad para que los principios de ciudadanía en las esferas económica y social se hicieran realidad e impidieran su desconsolidación. En una visión de largo aliento, Lechner [1] abordó la reflexión de la democracia latinoamericana desde la postura de los cambios de la política contemporánea como fenómeno sistémico global. Se asistía a un momento dramático en el cual el orden democrático había adquirido un alto reconocimiento en la región, mientras que el entorno registraba una mutación radical en cuanto al alcance y sentido de la democracia, mutación donde la propia política redefinía su lugar y sus funciones respecto a la comunidad de ciudadanos.

En medio de tales contrastes, continuaron avanzando los movimientos sociales que habían irrumpido en el conjunto social en vía de desintegración. Se sabía que se andaba tras de una nueva articulación entre el estado y la sociedad. Más, sin embargo, no existían certezas acerca de su futuro y garantías de reversión de las viejas relaciones autoritarias entre el estado y la sociedad latinoamericana.

El presente trabajo aborda el tema de la articulación estado-sociedad civil en América latina desde la perspectiva de los discursos dominantes construidos a su alrededor en las últimas décadas: el de la participación, el referido a la acción ciudadana y el que se ubica en la perspectiva de la modernidad y la democracia. Previamente, el documento ofrece un breve comentario sobre las macrotransformaciones de la relación estado-sociedad, que sirven de marco general para inscribir el proceso en el subcontinente.

 

  1. Macrotransformaciones en la relación estado-sociedad

Dos grandes fenómenos marcaron la transformación del estado contemporáneo en el siglo XX. Por una parte, en las tres décadas de postguerra, el viejo estado liberal se convirtió en el estado social, según lo cual esta nueva cualidad de estado debería intervenir activamente en la corrección de las disfuncionalidades de la sociedad más allá del rol regulador que le asignaban las ideas liberales. De esta manera, exponía García Pelayo[2], si el estado social estructura y reestructura a la sociedad y afecta los intereses de grupos específicos, a su vez estos han de estar interesados en influir la política del estado y en interpenetrar sus centros de decisión. En palabras del autor, la tendencia era a la estatización de la sociedad y a la socialización del estado. Allí tenía lugar el fenómeno de difuminación de los límites entre ambas esferas. En esta nueva época, el estado asume la procura existencial de la generalidad de los ciudadanos como condición para el desarrollo y reproducción del sistema económico, para lo cual adopta una forma histórica superior de la función distribuidora: se convierte “en un gigantesco sistema de distribución y redistribución del producto social cuya actualización afecta a la totalidad de la economía nacional, a las policies de cualquier especie y a los intereses de todas las categorías y estratos sociales” (Op. cit. : 35).

Tiempo después, en las postrimerías del siglo XX, se estará discutiendo acerca de las transformaciones del estado, habida cuenta de la crisis abierta y prolongada del estado social, en función de dos realidades: hacia “arriba”, la búsqueda de estructuras de poder público más amplias que el estado nacional y hacia “abajo”, el replanteo de las instancias de poder. Si bien , como lo estudia Parejo Alfonso[3], el estado nacional continua siendo la pieza básica de la estructura total del poder público y del ordenamiento jurídico pues retiene la soberanía constituyente, pasa progresivamente a estar construido sobre la base de una soberanía compartida con los dos nuevos espacios de lo público: lo extra-nacional y lo local. En esta segunda perspectiva, las estructuras del estado han tendido a un acercamiento del poder público al ciudadano como una manera de asegurar la transparencia y la democracia. De allí que, advierte Parejo, la subsidiariedad presente en este fenómeno de reconversión estatal, procura preservar el pluralismo territorial al ofrecer la clave para la articulación del poder público descentralizado. Esta distribución territorial del poder no es objetiva: “se resuelve en arreglo específico dentro de relaciones complejas entre instancias institucionalizadas, colectividades o grupos sociales territoriales” (Op. cit. : 15).

En América latina, la crisis de los modelos de estado condujo a una fuerte mutación desordenada y errática. Si bien las políticas de ajuste en marcha en Latinoamérica buscaban la implantación de un modelo racional que facilitara un acuerdo entre instrumentos-medios y resultados, las mismas, como lo señalaran Bonifacio y Salas[4] se basaban en medidas incrementales que no necesariamente expresaban una representación plena de valores e intereses societales. De esta manera, la definición sustantiva de las nuevas relaciones entre el estado y la sociedad tendrían que pasar, entre otros factores, por la promoción sistemática por parte del estado de la libertad de organización y gestión de la comunidad de los intereses afectados, a la vez que se imponía el aseguramiento de una mayor transparencia en el camino de lograr una participación responsable que garantizara niveles de solidaridad y justicia social. Se trataría, en consecuencia, de definir e impulsar las modalidades de subsidiariedad tanto en lo regulativo como en lo productivo y distributivo, que forjaran una relación estado-sociedad sobre la base de formas asociativas libres que, a su vez, reforzaran el tejido social.

 

  1. El discurso de la participación

Uno de los expedientes que estarán más a la mano para forjar ese nuevo modelo de relaciones en América latina, estará representado en el discurso sobre la participación ciudadana. Tal como lo explica Nuria Cunill [5], dicho discurso emerge en Latinoamérica justificado por factores múltiples y complejos: la tendencia a la despublificación y sustitución de la participación política, la necesidad de control de la administración pública, el consenso para reformar al estado en crisis y, sobre todo, la profundización de la democracia. Así, la participación ciudadana, como expresión operativa de las relaciones estado-sociedad, se podía visualizar en dos planos. En el plano político, refería a la macroparticipación en procesos de orden público, a nivel de las políticas públicas sectoriales y en el ámbito de materias cercanas al ciudadano. En la vertiente de la gestión pública, la participación se asociaba a los procesos consultivos, de ejecución de actividades o en lo referido a la regulación y fiscalización de la administración pública.

Por lo general, y de manera dominante, la participación estaba institucionalizada desde la perspectiva de la oferta oficial tanto en el ámbito de las políticas nacionales y regionales, como en el campo de lo municipal y, particularmente, de lo social. En estas últimas, teóricamente, era posible encontrar formas de participación directa, de consultas, de poder compartido, teniendo a la comunidad como fuente de consulta y recursos, con organizaciones de base presentes en la planificación y gestión de programas sociales. Si bien era deseable la existencia de una oferta desde el estado, tal participación poseía, al menos, dos limitaciones fundamentales: por una parte, no se cumplían las condiciones básicas para una participación que apuntara hacia una intervención real en la elaboración de las opciones de interés público y, por la otra, íntimamente atada a la anterior, “en la mayoría de los casos, es el estado quien decide la legitimidad de los intereses de los grupos sociales y determina el acceso diferencial que cada uno tiene a sus centros de decisión”(Op. cit: 187). Por tales razones, concluía Cunill, no era posible visualizar esfuerzos sistemáticos que permitieran repensar las tradicionales formas de participación ciudadana, lo que dificultaba la contribución de los medios existentes de relación estado-sociedad a la democratización de América latina.

Pocos años más tarde, Cunill [6] abogaría por un abordaje de las relaciones estado-sociedad en América latina, que permitiera ir más allá de los enfoques autocentrados en la relación misma, sin una perspectiva que las transformara y le confiriera sentido a la reivindicación de la sociedad civil. Advirtiendo que “no necesariamente la generación de mecanismos de participación social estimula la organización social, sino que puede devenir en desarticulación del tejido social y/o fortalecimiento de las asimetrías en la representación social, redundando en el debilitamiento de la sociedad civil” (Op. cit: 39), la búsqueda de nuevos modos de relación estado-sociedad remitían, inexorablemente a la siguiente interrogante: “¿cómo el Estado puede desarrollar condiciones favorables para la acción privada, que preserven a la vez la autonomía social y el ejercicio de la responsabilidad pública? (Ibidem: 49).

La reflexión sobre la rearticulación del estado y la sociedad, a propósito de los procesos de democratización en marcha en América latina, había entrado en el terreno de las dudas cuando no de las frustraciones, desde el momento en que las ofertas de participación y presencia ciudadana en los asuntos públicos, continuaban circunscritas tanto en el plano del control del estado como en el de la instrumentalización por la vía de la oferta de los programas de ajuste, sobre todo en el campo de lo social. En medio de ello, se impulsaba la descentralización del estado como medio para crear un ambiente institucional más transparente y de mayor acceso a los ciudadanos, que permitiera superar las limitaciones de participación conocidas hasta mediados de la década del noventa.

Dentro de la modernización del estado social, habrán surgido diferentes lecturas acerca de la recomposición de los actores sociales sobre todo alrededor de la definición y ejecución de los programas sociales en boga. Se podía definir, como lo asienta Hopenhayn [7], un mapa semántico de supuestas oposiciones polares: “focalización (vs.) universalismo, eficiencia social (vs. ) burocracia estatal, gestión descentralizada (vs.) centralismo y verticalismo y participación democrática (vs.) Paternalismo y/o clientelismo” (p.76). Tal polaridad encerraba riesgos, sobre todo el del atrincheramiento ideológico el cual limitaba el análisis de la confluencia de la crisis del estado social, el ajuste fiscal y la emergencia de los procesos democráticos y sacrificaba el sentido y los valores que deberían regir los proyectos de futuro en América latina. No bastaba entonces con apelar “a la fuerza semántica de términos “agiornados” como gestión y descentralización” (op. cit. 78); era necesario ampliar la reflexión para reformular la política social en el marco de una articulación entre el desarrollo social y el desarrollo económico.

Reconociéndose entonces la existencia de nuevos sujetos sociales en la relación estado-sociedad en América latina, sería indispensable establecer criterios para la construcción de un nuevo espacio público que propiciara el desprendimiento de lo público de lo estatal. En la línea de pensamiento de la democracia participativa, Restrepo [8] abogaba por opciones alternativas de participación que alteraran el foco de la participación, pasando de la discusión sobre el cómo y ubicándose en el para qué. En esta idea, Restrepo propondría pasar de la participación sólo focalizada en las políticas de reproducción social (en general, prestación de servicios y generación de ingresos) y ampliar sus bases hacia el régimen de propiedad, asignación de los principales recursos, la orientación del desarrollo y las políticas macroeconómicas, terrenos tradicionalmente propiedad del estado. Este paso supondría, en consecuencia, el fortalecimiento de la sociedad civil y de las organizaciones de base, así como la adecuación de los procesos de participación con miras al reconocimiento de la autonomía de la esfera de lo civil. Lamentablemente, anotaba Restrepo, la participación social no arrojaba grandes realizaciones, específicamente en el caso colombiano, país objeto de su estudio.

III. Sociedad civil y acción ciudadana

Nada halagador resultaba el panorama para un cambio de las relaciones estado-sociedad en América latina, sobre todo por la persistencia de los patrones patrimoniales y autoritarios, acompañados ahora por las políticas liberales de nuevo cuño las cuales, al decir de muchos, particularmente de quienes suscribían las tesis postmarxistas, no hacían otra cosa que profundizar los cánones de dominación de los grupos sociales preteridos por parte del estado, asistiendo a una gran fragmentación del tejido social. ¿Cuál vía escoger para superar el escollo de un estado nada dispuesto a conceder autonomía a los espacios ciudadanos? La respuesta sería la reivindicación de la sociedad civil. Desde ella, y para ella, se debería transitar un largo pero prometedor camino hacia el fortalecimiento y cambios de patrones de las organizaciones sociales, las cuales buscarán la fuerza de la ciudadanía como norte de la sociedad latinoamericana.

Al respecto, Gómez Calcaño [9], en su revisión histórica de las perspectivas de la ciudadanía en América latina, afirmará que la misma “se constituyó en América latina centrada en el estado, pero hoy trata de recentrarse en la sociedad civil” (p. 31). Por ello, se deberá ir hacia la superación de las incompletas, sesgadas y frágiles formas de inclusión de América latina y proyectarse hacia la idea de ciudadanía como complejo de derechos y deberes, lo que redefine las bases del ejercicio de la ciudadanía con un rol decisivo de la sociedad civil. Esta apuesta ciudadana siempre tendrá el riesgo de una adaptación del clientelismo a las nuevas condiciones que reclaman los sujetos de ciudadanía, con la consecuente disminución de transparencia en las relaciones entre el estado y la sociedad civil. Esta realidad inocultable sólo podría enfrentarse con la “permanente reconstrucción de los actores sociales alrededor de principios de autonomía y responsabilidad (con lo cual se) podrá asegurar la superación del dilema entre el estatismo paternalista y el individualismo disgregador” (Op. cit:32).

Así entonces, el papel de la sociedad civil en la búsqueda de nuevas relaciones de ella con el estado, se adueño de la discusión. Ello llevará a la Banca Multilateral a incorporarla con protagonismo. Para la Conferencia Norte-Sur de 1996, Reilly [10], asesor del BID, describiendo algunas impresiones sobre esta entidad respecto a la cambiante configuración del estado, el mercado y la sociedad, afirmará lo siguiente: “..y lo más importante desde mi propio punto de vista, que es un banco de desarrollo que está descubriendo las posibilidades de los ciudadanos y de las entidades de la sociedad civil (..) Actualmente, a mi juicio, no existe una formulación de paz social sin una nueva formulación teórica y una reelaboración del papel de los ciudadanos” (p. 1). Ciertamente, por esa época, el BID afirmaba que, hablando sobre América latina, “Un común denominador ha sido la modificación substancial del papel del estado en términos de su tamaño, el carácter de sus intervenciones y su relación son el mercado y los diferentes agentes económicos (…) De manera simultánea, se aprecia en la región una tendencia generalizada al establecimiento de regímenes políticos democráticos (…). Los dos procesos antes referidos han conducido a un cambio substancial en la relación del estado con la sociedad civil (S/F:7)[11]. En función de este diagnóstico, el Banco Interamericano concluirá que “ el fortalecimiento de la sociedad civil forma parte del objetivo central de las políticas de aumento del Octavo Aumento de Recursos del BID orientadas a promover una estrategia integrada de desarrollo, la modernización del estado y la consolidación del sistema democrático”(Op. cit.: 17).

La sociedad civil y el discurso a su alrededor se impuso en América latina. Por ello, el Congreso Anual de ADLAF[12], celebrado en octubre de 1997, dedicaría su discusión a la sociedad civil latinoamericana y al respecto se diría que “El resurgimiento de la sociedad civil se encuadra entonces en el triángulo formado por el nuevo papel del estado a desarrollar en América latina, un adecuado funcionamiento de los partidos políticos y la extensión de una nueva cultura política en la ciudadanía” (Hengstenberg et. al 1999:13)[13]. Por ello, “La sociedad civil –a pesar de la ambigüedad del término – se ha convertido no solamente en una referencia de las discusiones políticas, sino que también ha abierto nuevos espacios para la realización de identidades e intereses” (Op. cit: 17). Este renovado entusiasmo por la sociedad civil, por supuesto, no sólo era una realidad de América latina. Se trataba de una apelación, como lo afirmara Salazar [14], que venía a llenar el vacío de los mapas cognitivos, obsoletos y caducos, dejados por el fin de la guerra fría. Por ello, la idea de sociedad civil expresaba sentimientos comunes en las diversas experiencias democratizadoras, desde las sociedades que estuvieron sometidas a sistemas totalitarios hasta los regímenes populistas y personalistas.

Si bien la emergencia de las organizaciones civiles en América latina tributarias de los movimientos sociales de los ochenta, ahora bajo la denominación renovada de sociedad civil, se había convertido en un factor de esperanza para la ampliación de las bases democráticas, continuaba rondando el fantasma del patrimonialismo y de las autocracias como cultura política dominante. No cualquier relación entre la sociedad civil y el estado llevaría al desarrollo de una nueva ciudadanía. No bastaría con el fortalecimiento de las organizaciones civiles como medio para alterar las viejas y tradicionales relaciones con el estado. Habría que preguntarse, por una parte, sobre cuáles instituciones que conectan a la sociedad civil con el estado fomentaría los valores democráticos y, por la otra, por cuáles serían las condiciones que fomentarían una acción ciudadana efectivamente democrática.

La respuesta a la primera interrogante, fundamental en el pensamiento político moderno, ha sido la misma: son aquéllas que responden a las instituciones constitucionales propias de una democracia liberal. Sin embargo, argumenta Chalmers [15], las elecciones y el sistema judicial no pueden soportar la única carga de responsabilidad como vínculo con los ciudadanos. Existe un conjunto de instituciones de segundo nivel que moldean el acceso ciudadano a las decisiones del estado[16]. A la luz de la explosión contemporánea de organizaciones civiles, “la cuestión por resolver es la forma en que estas organizaciones y sus redes resultantes se incorporan en el proceso político, en el Estado (toda vez que) La geografía de la representación política y de la acción pública se ha modificado” (p. 171). En el esquema de la participación clásica, sobresalen tres formas dominantes: el clientelismo, el corporativismo y el partidismo, regímenes no excluyentes que representan tipos ideales en la dinámica política moderna y de la relación entre el estado y la sociedad civil. Estos patrones, al debilitarse, como de hecho ha sucedido, dan paso a la presencia de un tipo de régimen abierto de participación en “red”.Este patrón, advierte Chalmers, no garantiza, por sí sólo, una mayor democracia. Habrá entonces que analizar detenidamente el funcionamiento de las instituciones de segundo nivel adaptadas a las demandas y necesidades de las redes, con miras a ampliar el acceso de los ciudadanos a las decisiones del estado.

En la perspectiva de la acción ciudadana, Lechner [17] se preguntaría al comienzo del siglo XXI si sería posible transformar el capital social en capacidad de acción ciudadana. La acción ciudadana, ciertamente, estaba bloqueada; existían duras limitaciones para que los ciudadanos pudieran expresar sus sueños[18], a pesar del inmenso deseo de cambio que los embargaba. Una manera fecunda para superar aquella limitación, para superar la dialéctica entre individuación y socialización, sería el concepto de capital social, entendido “como la trama de confianza y cooperación desarrollada para el logro de bienes públicos”( p.10).Siendo el capital social una relación y un recurso, será necesario entonces crear las condiciones para que, a pesar del predominio de relaciones clientelares y oportunistas, puedan existir inventivos para una acción colectiva que fomente la confianza generalizada. Con ello, sería factible contrarrestar las formas dirigistas de intervención política, en la medida en que el capital social se transforme en capacidad de acción ciudadana[19]. Para Lechner, ese será el problema de fondo a resolver en los tiempos venideros de América latina.

La acción ciudadana se ha planteado, entonces, como una superación de los mecanismos de participación afines al período nacional-populista latinoamericano, tiempo en el cual, el reclamo resultante apuntó hacia el derecho al reconocimiento de la diferencia y la valoración de la diversidad[20]. Sin embargo, habiéndose avanzado en tal reconocimiento, se requiere de la presencia de una ciudadanía activa como una socialización del conocimiento entre los miembros de la sociedad, construida vía acción comunicativa entre actores y sujetos sociales.  En ese marco, observa Calderón [21], “resulta fundamental que los ciudadanos latinoamericanos reivindiquen el manejo de los códigos de la modernidad”( 18). Es decir, perseguir la ciudadanía activa supone, en el caso de América latina, enfrentar los problemas de pervivencia de la cultura política organicista-autoritaria, la debilidad de las instituciones y la limitada capacidad del sistema de actores (op. cit.).

No es poca la elaboración que sobre el futuro de la relación estado-sociedad civil ha proliferado en los últimos quince años en (y sobre) América latina. Mientras la reflexión continuaba, cientos de miles de organizaciones, particularmente de base, con diferentes escalas territoriales y diversidad de intereses sectoriales, hacían vida en la región. La extensión organizacional de la sociedad civil, ha tenido que enfrentarse a las limitaciones propias de la profunda herencia de la cultura política contra la cual todas las posturas conceptuales han insurgido desde hace décadas. Sin embargo, ellas continúan en el quehacer del mundo de la vida sin ni siquiera saber, la más de las veces, si, efectivamente, ese quehacer conduce a una nueva ciudadanía.

  1. IV. Modernidad, democracia y representación política

Los comienzos del siglo XXI encuentran a América latina discutiendo cómo hacer para que la sociedad adquiera una autonomía tal que pueda contrarrestar la omnipresencia del estado. La impronta de la visión estadocéntrica sobre la construcción de ciudadanía, mantiene su huella perenne en el comportamiento de la sociedad respecto al estado y viceversa.

Al respecto, existen diferencias marcadas que conducen a prescripciones actuales también diferentes. Al respecto Cohen y Arato [22], al pensar sobre la realidad norteamericana, plantean la necesidad de recuperar la idea de sociedad civil de la tradición de la teoría política clásica, formulándose un programa que persiga la representación de los valores e intereses de la autonomía social entre el estado y la economía, siendo este camino la mejor manera de autoorganización y autoconstitución. Pensando sobre la realidad latinoamericana, los autores ubican el resurgimiento de la sociedad civil en el marco de los regímenes “autoritario-burocráticos”, siendo un término clave para la autocomprensión de los actores democráticos y su transición a la democracia. Este nuevo estadio pareciera representar una superación de la tradición que en América latina condujo a una sociedad sin profundas raíces organizativas, aunque movilizada por los populismos, condición que abonara el camino de su supresión por parte de los regímenes autoritarios.

Entre una y otra realidad ¿algo ha cambiado? Ubiquémonos en un discurso omniabarcante: el de la modernidad. Para Renato Ortiz [23], se puede decir que en América latina se levanta una “tradición de la modernidad”. A esta conclusión arriba el autor al comparar las visiones y vivencias latinoamericanas de los años treinta, cuarenta y cincuenta cuando la modernidad era aún un proyecto por construir respecto a la realidad de los setenta y ochenta en las que mucho de lo que se reclamaba se realizó. “La modernidad se vuelve así algo presente, en un imperativo de nuestros días, y ya no más una promesa deslocalizada en el tiempo. Modernidad problemática, controvertida, pero sin duda parte integrante del día a día”(op. cit.:166). Aquél salto vino de la mano a través de un intenso proceso de racionalización impuesto consistentemente en una conjunción activa de las instituciones que se encargaran de ello: el estado, las empresas, las universidades, los sindicatos (los partido políticos, agrego), que hicieron que América latina se distanciara sustancialmente de su pasado rural y arcaico, forjado en función de relaciones exclusivamente filiales y cercanas. A ello contribuyó, definitivamente – sostiene Ortiz- la implantación de las industrias culturales. Cuando aquello se estaba formando, pasábamos, de una vez, a una modernidad-mundo, siendo todavía la nuestra una modernidad incompleta.

Es quizás el relato alrededor de la modernidad el que nos pueda ayudar a aventurar alguna respuesta en la parte final de este trabajo. Sin lugar a dudas, la democratización de América latina formó parte de aquella aspiración de modernidad de la primera mitad del siglo XX como también lo fue la aspiración de una sociedad a ejercer su autonomía de la esfera del poder. Décadas más tarde, Latinoamérica entra en una oleada de democracias como reacción ante los autoritarismos dominantes, y luego de casi treinta años, se puede afirmar que el espectro político dominante es el de las instituciones democráticas, con lo que de asunción de valores ello implica. Sin embargo, no existe satisfacción con las democracias actuales; hay, por el contrario, un profundo desagrado. Así quedó revelado en el reciente informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2004:33)[24]: el 54% de los ciudadanos latinoamericanos, prefieren mantener algún nivel de satisfacción material, sobre todo la económica, aunque sea en regímenes menos democráticos. Es decir, no importan tanto las formas y fondos democráticos, siempre y cuando el autoritario de turno pueda satisfacer las expectativas más inmediatas. Y no debemos olvidar que, en definitiva, son los propios ciudadanos quienes legitiman al régimen de turno, sea de la orientación que fuese en cuanto a la preservación y los derechos de esos mismos ciudadanos. Este resultado lo reafirma José Miguel Insulza recientemente (2006) cuando reclama una reforma profunda de los sistemas políticos y sus instituciones para poder estar a tono con los tiempos. Si bien en la región ha mejorado la elección de sus presidentes, al menos dieciséis de ellos han tenido que terminar su mandato anticipadamente, lo que está reflejando severos problemas de gobernabilidad, estabilidad democrática y de calidad de gestión pública, concluía el Secretario General de la OEA. Democracia incompleta dentro de una democracia-mundo, diríamos parafraseando a Ortiz.

Estas incompletas[25] democracias se han nutrido de cambios en la complejidad de los patrones de asociatividad y organización de las sociedades latinoamericanas. De una lógica dominantemente arcaica, de vínculos familiares y de escasa o ninguna expresión de formas modernas, hemos asistido a una proliferación de estructuras sociales que tratan de incursionar en todos los ámbitos de la vida y de la acción pública. No se quiere decir que los patrones filiales han desaparecido y entramos en el terreno de la absoluta racionalidad weberiana, en el reino de lo impersonal. Sin embargo, hay que aceptar que la diferenciación funcional[26] de las sociedades contemporáneas, proceso presente en América latina a propósito de su inserción (incompleta) en la modernidad, ha hecho emerger una multiplicidad de organizaciones sociales que se desparraman a lo largo de la trama institucional. De este fenómeno forman parte los esfuerzos por descentralizar el poder del estado, en una reacción para responder a ese desborde que amenazaba (y amenaza constantemente) con convertir en obsoleto al denostado estado latinoamericano. Y dentro de ese fenómeno habrá que tratar de comprender también el establecimiento de múltiples conexiones de la sociedad con el estado, aún proviniendo la oferta de conectividad fundamentalmente desde el estado, pero que no existiría sin la existencia de la presión de las organizaciones sociales.

Dentro de este aparente dilema, conviene mirar la relación entre la sociedad civil y el estado como parte de una realidad cambiante, que arrastra lastres de premodernidad, sobre todo de relaciones asimétricamente patrimoniales, pero que en ningún momento es igual a las relaciones exclusivamente filiales cuando apenas se aspiraba a incorporar los patrones de modernidad, donde destacaba la aspiración a la democracia.

 

  1. Comentario final

¿Hasta qué punto es posible generar una representación perdurable de la sociedad civil latinoamericana en la arena de los asuntos públicos? Existe un reto teórico y práctico para repensar la conexión entre la representación política y los movimientos sociales, de manera que se pueda conservar la apertura de ambas esferas, sostienen Levine y Romero [27], toda vez que “los lazos entre los espacios civiles de empoderamiento y los espacios públicos de representación política, por un lado, y el poder estatal, por otro, siguen siendo problemáticos” (58). La ya vieja aspiración de los movimientos sociales a una pretendida autonomía fue exagerada, por lo que no germinó una nueva clase política de las semillas sembradas por esos movimientos. Las fronteras entre empoderamiento y clientelismo siguen siendo frágiles y borrosas. La emergencia de regímenes autocráticos como los de Fujimori en Perú y de Chávez en Venezuela, hacen retroceder la independencia de los movimientos sociales. Por tales razones, afirman los citados autores, no es fácil ser optimista respecto al futuro de dichos movimientos. Pero ante el poco optimismo o el mucho pesimismo, es conveniente tener presente que ese espacio de la sociedad civil no resulta ser, como lo define Gómez Calcaño, “un campo ordenado donde cada actor conoce sus límites e interactúa por medio de instituciones estables (toda vez que) la transición produce actores híbridos y muchas veces efímeros que disuelven las fronteras entre el “movimiento social”, el grupo de presión y la organización política, que en algunos casos se enfrentan radicalmente al estado y en otros dependen de su protección para sobrevivir” (p.2)[28]. De allí que las organizaciones civiles han enfrentado el dilema de ocupar amplias zonas de zonas grises entre lo social y lo político, emergiendo organizaciones sociales promovidas por el propio estado o apareciendo espacios locales para la deliberación y la decisión (Op. cit)

 

Más de treinta años han transcurrido desde que el discurso alrededor de una nueva articulación estado-sociedad comenzara a tomar lugar en la agenda pública latinoamericana. Tal expectativa se ancló, originalmente, en la oferta democrática de participación (para algunos, de democracia participativa) de comienzos de los ochenta. Continuó su búsqueda hacia los espacios de una acción ciudadana renovada y se sumergió, como todavía lo está, en las turbulentas aguas de las representaciones políticas, sobre todo en el pensamiento de la democracia y sus significados para la mayoría de los latinoamericanos. Sabemos, al final de ese camino, que han emergido, proliferado y se han consolidado, una miríada de organizaciones civiles que buscan su espacio en la interlocución con el estado y el sistema político. Pero también debemos reconocer que, a pesar de su irrupción en los asuntos públicos, la sociedad civil y sus múltiples expresiones, mantiene su debate entre la autonomía deseable y la dependencia estatal pragmáticamente necesaria para su supervivencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Lechner, Norbert (1994). “Los nuevos perfiles de la política. Un bosquejo”, Nueva Sociedad, nº 130, marzo-abril, pp. 32-43.

 

[2] García Pelayo, Manuel (1980). Las transformaciones del estado contemporáneo, Alianza editorial, Madrid.

El estudio de García Pelayo estuvo centrado en el estado y las sociedades de los países capitalistas desarrollados. Sin embargo, la universalidad de sus observaciones es aplicables a los países latinoamericanos, región en la cual se adaptó el naciente estado social a una manera de welfare state latinoamericano, conducido, económicamente, bajo el modelo de crecimiento hacia adentro por sustitución de importaciones y, en lo político, en función del modelo nacional-populista mayoritariamente autoritario.

[3] Parejo Alfonso, Luciano (1998). El estado como poder y el derecho regulador de su actuación hoy. Algunas transformaciones en curso, Universidad Carlos III de Madrid, mimeo.

 

 

[4] Bonifacio, Alberto y Salas, Eduardo (1992). “Las relaciones estado-sociedad: un modelo para su análisis y reconversión”, en  Relaciones entre estado y Sociedad: nuevas articulaciones, Instituto Nacional de la Administración Pública, Buenos Aires, pp. 67-92.

 

[5] Cunill Grau, Nuria (1991). Participación ciudadana. Dilemas y perspectiva para la democratización de los estados latinoamericanos. CLAD, Caracas.

 

[6] Cunill Grau, Nuria (1995). “La rearticulación de las relaciones estado-sociedad: en búsqueda de nuevos sentidos”, Revista Reforma y Democracia, CLAD, nº 4, julio, pp. 25-58.

 

[7] Hopenhayn, Martín (1997). “Recomposición de actores en programas sociales: consideraciones desde la experiencia latinoamericana”, Revista Reforma y Democracia, CLAD, nº 7, enero, pp. 63-82.

 

[8] Restrepo, Darío (1997). “Relaciones estado-sociedad civil en el campo social Una reflexión desde el caso colombiano”, Revista Reforma y Democracia, CLAD, nº 7, enero, pp. 127-154.

 

 

[9] Gómez Calcaño, Luís (1997). “Ciudadanía, política social y sociedad civil en América latina”, Cuadernos del Cendes, nº 36, septiembre-diciembre, pp. 11-34.

 

[10] Reilly, Charles (1996). Complementación de estados y mercados: el Banco Interamericano de Desarrollo y la sociedad civil ,Conferencia del Centro Norte-Sur, BID/FIA, abril, mimeo.

 

 

[11] Banco Interamericano de Desarrollo (S/F). Modernización del estado y fortalecimiento de la sociedad civil, Departamento de planificación estratégica y políticas operativas, Washington.

El documento referido del BID no presenta fecha de edición. Sin embargo, es posible deducir por su contenido, que el mismo apareció alrededor de 1996-1997.

[12]La Asociación Alemana de Investigación sobre América latina (ADLAF) se reunió en Boguense/Brandenburg entre el 29 al 31 de octubre de 1997. Producto de este Congreso se derivó una importante obra que contiene una larga lista de artículos sobre la sociedad civil latinoamericana de autores latinos y alemanes, desde diversas perspectivas. La misma expresa la preocupación intelectual y política sobre el tema de la sociedad civil y su relación con el estado para este momento.

[13] Hengstenberg, Peter et. al. (1999). “Estado y sociedad en América latina: en búsqueda de un nuevo equilibrio”, en  Hengstenberg, Kohut y Maihold (ed),Sociedad civil en América latina: representación de interese y gobernabilidad, Ed. Nueva Sociedad, Caracas, pp. 11-20

 

 

[14] Salazar, Luis (1999). “El concepto de sociedad civil (usos y abusos)”, en Hengstenberg, Kohut y Maihold (ed), Sociedad civil en América latina: representación de intereses y gobernabilidad, Ed. Nueva Sociedad, Caracas, pp.21-30.

 

[15] Chalmers, Douglas (2001). “Vínculos de la sociedad civil con la política. Las instituciones de segundo nivel”, Revista Nueva Sociedad, nº 171, enero-febrero, pp. 60-87.

 

 

[16] Chalmers las agrupa en cuatro espacios de acción: estructuras legales que moldean las formas de las asociaciones civiles, la profesionalización de los participantes en un campo de la política, un sector de servicios que moldea la formación de estas instituciones y los procedimientos y espacios para la consulta popular.

[17] Lechner, Norbert (2000). “Desafíos de un desarrollo humano: individualización y capital social”, Instituciones y desarrollo, nº 7, Instituto Internacional de gobernabilidad, www.iigov.org.

 

[18] El trabajo de Lechner se fundamentaba en el caso chileno y los problemas de desidentidad dentro de la modernización. Sin embargo, la trascendencia de sus planteamientos los hace válidos para América latina.

[19] Lechner cita a Peter Evans (p.18) quien plantea la necesaria complementariedad entre el ámbito local y las instituciones gubernamentales, interacción que debería estar enraizada en las redes sociales de base. En esa línea de pensamiento, Lechner advierte que la descentralización de la gestión pública, para ser efectiva, deberá estar fundamentada en una vigorosa acción ciudadana.

[20] Este reclamo de reconocimiento a la diversidad se encuentra en la base del origen de la descentralización latinoamericana. La descentralización, al ir de la mano de la democratización latinoamericana, es producto de reivindicaciones territoriales en un momento en el cual se asiste a la expansión de las organizaciones de base y de desarrollo, interesadas en replantear la relación con el estado.

[21] Calderón, Fernando (2002).  Ciudadanía activa y desarrollo sostenible, Seminario- Diálogo “Ciudadanía activa y desarrollo sostenible”, ILDIS-CENDES-PNUD, Caracas, 25 de septiembre, mimeo.

 

[22] Cohen, Jean y Arato, Andrew (2000). Sociedad civil y teoría política, Fondo de Cultura Económica, México.

 

[23] Ortiz, Renato (2000). “América latina. De la modernidad incompleta a la modernidad-mundo”. Revista Nueva Sociedad, pp.44-61.

 

[24] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD (2004). La democracia en América latina. Hacia una democracia de ciudadanos, Informe y Anexos. Washington D.C.

 

[25] La idea misma de “incompleta”, denota una expectativa de lograr una democracia “completa” en América latina. Este estadio social no necesariamente es factible, si lo analizamos a la luz de las opciones contingentes. Sólo es, es consecuencia, una representación social que expresa una línea de deseo, más no existen circunstancias ni datos fácticos que garanticen que el camino hacia democracias maduras exista.

[26] Luhmann, Niklas (1998). Complejidad y modernidad, de la unidad a la diferencia, Edición y traducción de Josexto Beriain y José María García Blanco, Trotta Editorial, Madrid.

[27] Levine, Daniel y Romero, Catalina (2004). “Movimientos urbanos y desempoderamiento en Perú y Venezuela”, América latina Hoy, 36, 99. pp.47-77.

 

 

[28] Gómez Calcaño, Luís (2006). La disolución de las fronteras: sociedad civil, representación y política en Venezuela, Área de desarrollo Sociopolítico, Centro de Estudios del Desarrollo, CENDES, Universidad Central de Venezuela, Caracas, mimeo.

El trabajo referido es un documento inédito elaborado por el prof. Gómez en el marco del Proyecto de investigación que él coordina, denominado “Redefinición de la ciudadanía y la democracia en Venezuela: nuevas relaciones entre estado y sociedad civil”, financiado parcialmente al Área de Desarrollo Sociopolítico del CENDES por el FONACIT.

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